A Reynaldo lo trasladaron sin previo aviso a uno de los tramos más olvidados de la frontera entre México y Estados Unidos, cerca de la línea que serpentea a través del desierto de Arizona. Aquel lugar no tenía nombre oficial entre sus compañeros. Lo llamaban, medio en broma y medio en advertencia, «el kilómetro muerto».
Era un lugar seco, sin sombra, sin movimiento, sin historia… o eso creían. Una delgada carretera cortaba el desierto en dos, cruzando un paisaje donde nada se movía excepto el viento. No había cruces de migrantes, ni señales de coyotes. Los drones jamás detectaban calor. A veces Reynaldo se preguntaba si en verdad estaba haciendo algo ahí, o si simplemente lo habían enterrado con uniforme.
Pero al dormir, algo distinto ocurría.
Soñaba con ese mismo lugar, pero transformado. En sus sueños, el cielo tenía un resplandor rojo profundo y la tierra vibraba como si respirara. A un lado de la carretera, donde ahora no había más que polvo y arbustos secos, se alzaba una gran pirámide de piedra, cubierta de símbolos ancestrales. A veces sentía que alguien lo observaba desde la cima, pero al acercarse despertaba sin poder ver más.
Esos sueños se repitieron muchas veces. Al principio, pensó que eran el efecto del aislamiento. Luego vinieron las burlas de sus colegas:
—¿Otra noche sin nada, Centinela Fantasma?
—Tal vez si te disfrazas de cactus logras detener a alguien.
Sus superiores no se burlaban, pero tampoco lo defendían. Sólo anotaban, evaluaban, asentían con rostro de cartón. Le reclamaban, incluso:
—Desde que estás allí, no se reporta ninguna detención. ¿Estás durmiendo en la patrulla?
Y sin embargo, Reynaldo lo sabía: él estaba vigilando algo. No sabía qué. Pero lo sentía. Un peso invisible, un deber antiguo.
Fue entonces cuando tuvo otro sueño.
Esta vez no había pirámides. Era de noche y caminaba por el mismo tramo de carretera, hasta que escuchó un llanto. Entre los arbustos, una niña pequeña, de no más de siete años, tiritaba de frío. Estaba sola, con los zapatos rotos y una muñeca de trapo. Él se agachaba, le ofrecía agua, y la envolvía en su chaqueta. En el sueño, la llevaba de regreso a su coche y luego conducía hasta Tucson, donde encontraba a su madre limpiando en la cocina de un restaurante. Las dos se abrazaban sin decir palabra.
Al despertar, Reynaldo sintió algo más que emoción. Sintió certeza.
Y una semana después, lo imposible ocurrió.
Recibió una carta sin remitente, escrita con trazo tembloroso en español:
“A veces los ángeles visten uniforme. Usted no me vio, pero yo vi cómo cargó a mi hija dormida y la dejó frente al restaurante. Le debo mi vida y la suya. No diré nada a nadie, como usted pidió en el sueño. Gracias por cuidar donde nadie más se atreve.”
No había firma. Pero Reynaldo supo.
Esa noche, mientras cenaba solo en la garita móvil, sacó del compartimiento de su mochila un libro que leía por partes: ‘Sincronicidad’ de Carl Jung. Lo había encontrado en una librería de viejo en Tucson, atraído por el título más que por el contenido. Subrayó una frase que lo hizo detenerse: “Sincronicidad es un principio de conexiones acausales.” Y pensó, con una media sonrisa, que esa era una idea racional… pero insuficiente. Acausal —reflexionó— sólo si uno intentaba forzar una explicación científica. Pero en el fondo, toda sincronicidad obedece a una causa superior. No lógica, sino divina. Lo que ocurre y lo que sueñas no se tocan por azar: se tocan porque alguien, o algo, los quiso juntar.
Las llamadas llegaron poco después. Siempre a altas horas de la noche. Al principio, sólo estática. Luego, susurros. Luego palabras.
—Gracias.
—Protege el umbral.
—Aquí seguimos.
No eran voces vivas. Tampoco eran hostiles. Eran como el viento que sopla entre ruinas. Reynaldo, confundido, comenzó a investigar. En un viejo archivo digital encontró un mapa. En él, una marca señalaba un antiguo asentamiento ceremonial indígena. El punto coincidía exactamente con el lugar donde ahora sólo había desierto.
La pirámide del sueño fue real. Había estado allí siglos antes, centro de rituales, sepulcro de sabios. Según el informe, fue destruida por una empresa minera que desapareció poco después, devorada por bancarrota y leyendas.
Desesperado por entender más, Reynaldo buscó a un anciano yaqui en Nogales. Lo habían mencionado en una historia de migrantes, como un hombre que “soñaba despierto”.
—Tú eres el guardián del muro invisible —le dijo el anciano, sin necesidad de presentaciones.
Lo llevó a un círculo de piedra en el desierto, le dio un brebaje amargo, y lo acompañó en silencio. En la visión que siguió, Reynaldo vio el interior de la pirámide. Allí estaban los muertos, sí, pero no como fantasmas vengativos, sino como ancestros protectores. Lo miraban en paz. Uno de ellos —una mujer con ojos como lagos secos— le habló directamente:
—Custodias el paso entre dos mundos. El de los vivos, y el que aún respira bajo tierra.
Cuando despertó, no tenía miedo. Comprendió que no estaba vigilando una frontera física, sino un umbral espiritual. Cada vez que evitaba que la codicia, el tráfico o la violencia contaminaran ese tramo desértico, estaba cumpliendo su verdadera misión.
Los sueños se volvieron más claros. Las llamadas cesaron. Ya no eran necesarias.
Hoy, nadie más patrulla ese tramo. Todos los demás agentes prefieren evitarlo, por superstición o simple incomodidad. Lo llaman «el muro invisible», y algunos aseguran que, en noches sin luna, pueden verse luces suaves moviéndose en el desierto, como si alguien —o algo— caminara con él.
Reynaldo sigue allí, firme.
Ya no espera reconocimiento, ni busca gloria. Su paz es otra.
Y cada tanto, en sueños, una niña lo saluda desde la otra orilla.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.