Cuando un político dimite en medio de un escándalo, el gesto puede leerse de dos maneras: como un acto de responsabilidad o como la culminación de una estrategia de supervivencia. En la historia, existen ejemplos de quienes afrontaron la injusticia con dignidad, entendiendo que el deber hacia la sociedad está por encima de la conveniencia personal. Sócrates, condenado injustamente, eligió acatar la sentencia antes que traicionar los principios de su polis. Esa es la imagen de la verdadera lealtad social.
La renuncia de Mazón, un año después de la tragedia de la dana, se sitúa en el extremo opuesto: lejos del sacrificio cívico y más cerca del cálculo egoísta. Su dimisión, tan tardía, no es un acto de honradez, sino el último y más cínico gesto de una resistencia orientada no al bien común, sino a su propia comodidad.
Cronología de una resistencia innecesaria
Analicemos la cronología. Durante doce largos meses, las víctimas y la sociedad en su conjunto han exigido respuestas, transparencia y, sobre todo, responsabilidades. Durante ese mismo periodo, Mazón se aferró al cargo con uñas y dientes, apelando a una supuesta «lealtad» y a la necesidad de «esperar a las investigaciones».
Sin embargo, ahora, cuando el calor político quizá amaina o cuando el “marrón” de gestionar las secuelas administrativas y morales del caso se ha vuelto demasiado pesado, decide soltar lastre. No cuando debía, sino cuando le convenía.
El cálculo del “marrón”
Esta dimisión no responde a un arrebato de conciencia, sino a un frío cálculo. Seguir en el cargo significaba cargar con la mochila pesada de la desconfianza, enfrentar cada día las preguntas incómodas, lidiar con la oposición y, lo que es más importante, intentar reconstruir una credibilidad que ya no existía. El puesto había dejado de ser un privilegio para convertirse, sencillamente, en un problema. Un “marrón” en toda regla.
Al dimitir ahora, Mazón no asume su culpa; evita las consecuencias más tediosas de ella. Piensa, en el fondo, que su labor ya está hecha —la de resistir el primer embate— y que ahora puede pasar la patata caliente a otro, liberándose de la parte menos gloriosa de la crisis. Es la actitud de quien, después de incendiar una casa, se marcha justo cuando llegan los bomberos, evitando tener que manejar la manguera o ayudar a salvar los muebles.
El desprecio a las víctimas, hecho institucional
Pero el aspecto más repudiable de este timing no es la comodidad del político, sino el profundo desprecio que muestra hacia las víctimas. Para quienes sufrieron en primera persona las consecuencias de las presuntas negligencias, el tiempo no ha curado las heridas. Cada día que Mazón permaneció en el cargo sin dar explicaciones satisfactorias fue una nueva bofetada. Su renuncia un año después es la última.
El mensaje que se envía es claro: “He aguantado lo que he podido, hasta que el cargo ha dejado de servirme”. Las víctimas necesitaban justicia y ejemplaridad desde el primer minuto. Lo que han recibido es un gesto que prioriza la agenda personal del responsable sobre su propio dolor. Es la institucionalización del desprecio, donde el reloj de la dignidad de las víctimas y el reloj de la conveniencia del político marchan a ritmos radicalmente distintos.
Conclusión: un epílogo calculado para un nuevo prólogo
Por todo ello, no debemos ver esta dimisión como el final de una crisis, sino como un epílogo calculado que anuncia, en realidad, un nuevo prólogo. Quizá Mazón no se retire a reflexionar, sino que —como algunos sugieren— aproveche el cambio de escenario para cultivar una nueva faceta: la literaria.
No sería extraño que, dentro de unos meses, se hable de su candidatura al próximo Premio Planeta con una obra titulada “Ventorro: una historia sin amor”. Sería, en el fondo, la metáfora perfecta: transformar en ficción aquello que la realidad le impidió narrar sin ruborizarse.
Su dimisión no es la asunción de una responsabilidad, sino el último gesto de un egoísmo que cambia de escenario, pero no de naturaleza. El poder ya no le era útil; ahora busca la redención en el relato, aunque la verdad de su historia siga siendo demasiado cruda para contarla.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.





