Cuando aquel jovial delincuente sin tacha, imitador de Humphrey Bogart, fue a recoger el coche, tuvo un momento de desorientación porque no recordaba el lugar del aparcamiento y recordó su hilarante larga trayectoria en todos los continentes, perdiendo los autos. Pero un rato después iba gastando bromas por la carretera. Incluso puso una ramita de pino dentro para perfumar el ambiente. Hacía mucho tiempo que nadie le conmovía hasta los huesos, aunque después de recorrer más de dos mil kilómetros hasta llegar a París, la sencillez de aquella vendedora de periódicos parecía como el lujo de un momento de tolerancia e incluso de pura redención, para un mundo absurdo y un loco personaje insostenible que era una manifiesta amenaza sobre sus leyes tan viejas como aburridas. Los demás solo tienen el poder que tú mismo les otorgues. Se pasaba todo el tiempo frente al espejo haciendo anuncios imaginarios para marcas de moda. Quería cobrar unas deudas y ser generoso con una chica guapa y joven; en principio, le daban igual los problemas del orden, no era más que alguien poco aprensivo, quizá un poco caradura y con ganas de pasarlo bien. Los jefes no querían ese tipo de gente. Todo era igual que en la película de Godard, excepto un punto esencial, era más diplomático, y tan astuto que no necesitaba la violencia para escapar. De hecho, detestaba las armas y a menudo respetaba las leyes de tráfico, un individuo sospechoso que no tenía problemas con la Policía de tráfico. Por el contrario, cuando el mundo se mostraba laxo con su propio sufrimiento, o mejor dicho, cuestionaba su derecho obrero a enamorarse de una preciosa jovencita americana, el telón artificial del sacrificio de los bobos, las normas y las regulaciones, se desvanecía ante sus ojos como el humo de un cigarro. Subieron y bajaron montañas. Se perdieron y se volvieron a encontrar. Tal vez por eso tomó a la chica rubia de piel sonrosada y pelo corto y se la llevó sin más explicaciones a la cima del mundo; lugar privilegiado que en aquella ocasión era una montaña nevada en el centro de Europa. Fueron a comer un estupendo arroz caldoso y una sopa de cebolla y hasta los camareros les agasajaban por la mera belleza de la escena.

– Vamos a alquilar una habitación en este hotel suizo tan bonito. La nieve ha caído sobre las carreteras y es peligroso volver.

– No. Mañana tengo que trabajar.

– ¿No quieres acostarte conmigo?

– No quiero que te acostumbres.

– Está bien, entonces pagaré la cuenta y te llevaré de vuelta.

Fueron dos mil kilómetros de vértigo en sus ombligos. La noche cerrada les cogió entre la nieve y las carreteras más peligrosas. Pero llegaron ilesos. Poco después, el golfo cinematográfico estaba en su habitación de hotel recordando todas las cosas raras que habían visto por el camino, mientras el dolor tomaba la forma de su hermosa risa en sus oídos. Se sentía como un apátrida que estaba haciendo el tonto. Pero respetaba la decisión de la muchacha. Sin embargo, el deseo se hizo tan fuerte que le tentó la idea de hacer la maleta y abandonar aquella película de “Alicia en el país de las maravillas”. Estaba empezando a pensar que hiciera lo que hiciera, tal vez no era nadie importante para la vendedora de periódicos, justo cuando sonó el teléfono.

– Hola, ¿estás bien?

– Sí, ¿por qué?

– He visto un coche igual que el tuyo que se acaba de estrellar contra un camión.

– No soy yo. Me pierdo bastante por las carreteras de montaña, porque no conozco Europa, pero intento no chocarme.

– Ten cuidado, un beso.

Articulista en Revista Rambla

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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