[viene de Los jóvenes que no caminarán detrás de Putin (volumen uno)]

— Tienes que ingresar lo antes posible en una academia militar y hacerte oficial. Dijo su tío Hitler, mientras con un ensordecedor ruido pisaba a fondo el acelerador del coche. Yo no me llamo a engaño, sé perfectamente que quizá no conseguirás nada en la vida y que a lo peor, lo que predomina en ti es la debilidad mental o la ineptitud. No debería ayudarte, pues ese riesgo es alto y nada saco a cambio. Es más, muy al contrario lo único que tengo, que es mi reputación, es la que pongo en juego; sin contar que desde siempre he detestado la vulgaridad de la gente inferior. Pero eres mi sobrino, y si te digo todo esto, aunque te parezca insólito, es honestamente por tu bien. Debes escucharme con atención, y abrir bien los ojos, pues estás a punto de asistir a una experiencia alucinante. No en balde, he vivido mucho, y soy bastante más rico en conocimiento y experiencias de lo que tu insoportable bisoñez pudiera nunca llegar a imaginar; si me haces caso tendrás un trabajo fijo y a pesar de las calaveradas que a menudo se te ocurra hacer, nunca podrán despedirte. Eso, es lo máximo a lo que puede aspirar un granuja. Y no me digas que acaso que tú no lo eres? Hitler estaba inspirado, embutido en su verde uniforme—que se había puesto solo para dar mayor solemnidad a la ocasión—con su recortado bigote, mirándolo directamente a los ojos. Pero debes obedecerme sin rechistar. Entonces, mientras miraba por la ventanilla del coche, en el espejo o mejor dicho, en su imaginación, sucedía algo muy extraño, era como si su figura creciera, y se volviera de repente más alto, y proyectara una sombra más y más grande, a la misma vez que él, por el contrario, cada momento más agazapado, menguara a todas luces. ¿A qué se debía todo aquello? No lo sabía. Pero en efecto, Pablo cercado por el asiento del automóvil, estaba acorralado, y apenas le había respondido nada, mientras su pariente se adentraba más y más, en aquel discurso apocalíptico. Quizá no era consciente de que con esa humillante introducción rompía un mutismo que duraba años, desde que no coincidían en ningún tedioso evento familiar. O tal vez sí era consciente de ese detalle, lo que era todavía peor, el caso es que así, sin parar de hablar y conducir, había continuado dejando atrás calles y callejones, sin un solo silencio, alejándose de su casa, donde lo habían dejado sin inmutarse, sus otros tíos, sus antiguos tutores. Por supuesto cuando lo escuchaba, el muchacho permanecía meditabundo, repasando las últimas frases que su pariente le dirigía a voz en cuello, mientras se repetían en su cabeza, como si formaran parte de un angustioso resumen que le alertaba de la gravedad de los hechos, y la locura de los acontecimientos. Una letanía de exabruptos que sentía, envueltos de una pátina de irrealidad, aunque tenía que conceder que todos eran sangrantemente reales.

— A partir de ahora, te beneficiarás de mi supervisión en los próximos años de tu vida y cuando termine contigo, te habrás convertido en un verdadero hombre. Pero no me defraudes, sobrino, debes superar las pruebas con unas excelentes calificaciones… para que pronto pueda verte convertido en un estupendo oficial. Parece que ya te estoy viendo de uniforme. ¡Si Franco levantara la cabeza! Te sentará bien, eres alto, claro que tendrás que cortarte esos bucles, al menos para la ceremonia de la jura de bandera. Luego lo podrás llevar sin problemas. Bueno, como iba diciendo. Serás un estupendo oficial. Aunque ahora que lo pienso mejor, quizás te vendría mejor un flequillo. Lo llevarías como prueba que eres de la familia, y como un símbolo de tu linaje, y tus agallas. Le había dicho, mientras conducía, alejando su vista de la carretera por unos instantes, cuando lo miraba fijamente con sus ojos encendidos…

Un estupendo oficial y también un estúpido caballero… ¿No te parece? ―pensaba—Pero el cariz de la situación cada vez tenía peor color. ¿En qué clase de lío se había metido esta vez? Debía reconocer que la irrupción de toda aquella obscena mentalidad expresada sin pudor, y dirigida contra él, de aquella forma, lo estaba intimidando. En cualquier caso, el chaval, estaba completamente desbordado por lo que estaba sucediendo, y no sabía cómo zafarse de su tío. De hecho, no tenía ni idea de lo que iba a decir, después de lo que se le estaba viniendo encima. “He de buscar otra fórmula.” Escuchaba que le susurraba una voz en su interior, mientras entre sollozos las lágrimas resbalaban por sus rubicundas mejillas. Por supuesto, su tío Hitler, hacía caso omiso de ellas, a la vez que el muchacho, bachiller a la sazón, permanecía en silencio, con la cabeza gacha llena de ensortijados bucles.

— Yo a tu edad ya era cabo. Continuaba diciendo ajeno por completo al estremecedor efecto que estaba produciendo en su maltrecho sobrino. Pero tú tienes suerte, gracias a la herencia de tus difuntos padres gozas de enormes privilegios: te aguarda la oficialidad, es decir, puedes estudiar en una academia y hacerte militar de carrera. Pilotarás aviones de combate. Como Tom Cruise en Top Gun. Los ojos de Hitler relampaguearon de repente. ¿Sabes lo que eso significa? Son cosas vedadas para la mayoría de la gente, y tú, formarás parte de esa élite. Tienes muchas posibilidades querido sobrino, y no te das cuenta. Deja ya de sollozar. No seas imbécil, que me estás poniendo nervioso. Pronto te alegrarás de alejarte de tus tíos, de esos mentecatos. Ojalá yo en mi juventud hubiese tenido tanta suerte. El mundo que te ha tocado vivir está inmerso en una crisis económica, política y moral, es decir, es una porquería… pero eso es justo lo que hace falta para convencer a la gente, para que te den todo el poder, porque es necesario cambiarlo. Y tú, estás hablando con el hombre que te va a llevar al lugar adecuado para hacerlo. ¡Si yo tuviera veinte años menos! ¡Mano dura! ¡Eso es lo que hace falta! ¡Un poco de Blitkrieg y de un plumazo acabaría con todos los problemas de este santo país, y de este puñetero continente! ¡El mundo entero quedaría de nuevo a mis pies! Pero te advierto que las cosas no tienen vuelta atrás, el tiempo no perdona, sobrino… si ahora no te haces un hombre, te arrepentirás toda la vida. Serás un paria para siempre, porque ya no tendrás oportunidad para rectificar. Entre los afligidos te veo… ¡Ja Ja Ja! Estudia, sobrino, estudia… es un pequeño sacrificio que tienes que hacer, pero a cambio lo puedes conseguir todo. Venga, Anímate. Más adelante, cuando seas teniente o capitán, conocerás a una mujer, y formarás una familia. Entonces, el muchacho solo levantó la mirada, y enseñó sus vidriosos ojos como respuesta, mientras pensaba: “Esos debían de ser los mayores estímulos de su generación y así les ha ido.” “¿Cómo explicarle que yo deseo hacerme escritor y fundar una comuna?”

— Conozco una academia militar que tiene buenas referencias. De ella han salido numerosos generales. Está al lado del Ayuntamiento. Cerca del Corte Inglés. El comandante es un gran hombre, algo pasado de peso, pero muy diligente. Marcelo se llama. Viene de Zaragoza y es Coronel del ejército del aire. Puedo mandarle una carta diciendo que eres sobrino mío, y te tratará muy bien. Venga hombre, alegra esa cara…

¿En manos de quién me han dejado? –pensaba— apenas ayer su destino estaba siendo regido por personas medianamente cuerdas y normales. Sin embargo, ahora estaba bajo la tutela de alguien completamente beligerante y desquiciado. De hecho, intentaba disimular y comportarse con cierto aplomo, pues sabía que de lo contrario iba ser peor, mucho peor. Sin embargo, no cesaban de caerle las lágrimas, mientras el desgarrador discurso ejercía un eco en su mente, girando a pesar de todo, sin que nada pudiera evitarlo, y sin que nadie se diera cuenta de lo que en realidad necesitaba: una broma amable le hubiera bastado para hacerlo sonreír. Por lo demás, el sentido del humor, nunca había sido el punto fuerte de su tío, lo que añadido a su natural falta de empatía, no hacía otra cosa que desalentar todavía más al pobre jovencito. Hitler, impasible, continuaba conduciendo como una locomotora, y lanzando su implacable perorata. Tal vez estuviera acostumbrado a las ovaciones, y le funcionara con otro tipo de público, en un pulpito, o una tribuna quizá, frente a una enfebrecida muchedumbre, pues aquel orador con reprimidas inclinaciones ególatras, racistas y antisemitas, ya incluso en la intimidad, solo sabía expresarse con un tono tan exaltado, como si siempre tuviera razón en lo que decía, al dirigirse hacia un entregado auditorio. Pero al chico lo estaba incomodando sobremanera. Ironías de la vida. Muchos habrían pagado un euro por escuchar una arenga como esa, y allí solo estaba él, y además, no podía marcharse. De hecho, justo cuando pensaba que se habían roto sus cadenas, le atrapaban las garras de su autoritario pariente. Porque si nadie lo remediaba, a partir de ahora, y durante los próximos años, él controlaría su destino, de tal forma, que si no seguía sus órdenes punto por punto, pronto se vería en la cárcel, en un manicomio, o implicado en otra desagradable solución de última hora. Por desgracia, entre ellos ya no existían los lugares comunes, aquella conversación relevaba que ambos habían retomado su relación partiendo de sitios como mínimo bastante dispares, habida cuenta que sus intereses eran muy distintos, cuando no abiertamente contrapuestos. Además, por si esto fuese poco, tenía que concluir que el viento se había llevado su infantil complicidad, pues ya ni siquiera le apetecía contarle un ingenioso chiste como los que antaño hacían que se desternillara, y al final todo fuera divertido, siempre a pesar de sus enconadas discusiones. En efecto, a su alrededor se había roto algo, y una imperturbable frialdad se había instalado para quedarse. Además, para completarlo todo, y poner la guinda en el pastel, lo que quedaba de su familia estaba dividida: los unos criticaban a Hitler por haberse desentendido de él, y a su vez, el otro, los criticaba a ellos, por tomar mensualmente dinero de la herencia, para pagar los gastos de su vestuario y manutención. Y en medio de la agria polémica, se encontraba el pobre Pablo, que no sabía a quién darle la razón. De hecho, caminaba sin criterio, asintiendo por igual según escuchase a unos u a otros. No obstante, podía ser que ya padeciera el síndrome de Estocolmo, porque siendo francos, en aquellos momentos ya sentía cierta simpatía hacia su tiránico pariente. Tanto es así, que incluso le buscaba coartadas para el frío comportamiento que sin saber por qué, había dispensado desde siempre hacia su humilde persona. ¿Qué podía esperarse de aquel pobre hombre, quién se había condenado a sí mismo, tan sobrepasado desde hacía décadas con la tragedia de su esquizofrénica amante, motivo recurrente por el que en modo alguno, podía ir por ahí salvando a sobrinos a diestro y siniestro? Además, en aquellos momentos, el muchacho, estaba más que cansado de tantos dimes y diretes y de nuevo subscribía la tesis del primero que tuviera delante. Sin embargo, había algo no se podía obviar en ningún momento: debido a su tragedia personal, Hitler continuaba encerrado en su propio ego y no contento con su propio fracaso, le animaba a que siguiera el mismo camino, solo que con una diferencia: como no le atribuía las viriles cualidades necesarias para alistarse en el ejército de tierra, lo imaginaba solo como oficial en el ejército del aire. De hecho, lo ubicaba dentro del imaginario mundo de los cobardes que mataban desde lejos, sin dar la cara, histórica saga inaugurada en la literatura universal por Paris, que mató a Aquiles sin luchar de frente, con una flecha en el talón. “NO SIRVES PARA LA LEGIÓN Y NO AGUANTARÍAS NI UNA HORA EN LA WEHRMACHT” Le había gritado en determinado momento cerca del oído. Tú, que por ser quién eres, deberías de recitar de memoria el PANZERLIED… pero no importa, no pasa nada… algún día te darás cuenta de quién soy, y de lo que ahora estoy haciendo por ti.

Pablo, por aquel entonces, estaba algo conmocionado, y no sabía cómo replicar a su tío Hitler. Porque estaba claro que en su cuadriculado esquema mental no cabía otra opción que hacerse militar. Negar sus propias virtudes y hacerle parecer un imbécil parecía ser la manera de justificar la ausencia de su vocación militar. Huelga decir que su tío propugnaba una cerrada defensa del Estado frente al individuo, tanto era así, que desde su punto de vista, el hombre solo tenía sentido cuando formaba parte de un Estado fuerte y controlador. Lo demás era la jungla, o sea la nada. Por eso se empeñaba en la idea de que ingresar en una academia militar sería la salvación incluso para su descarriado sobrino.

— ¿Y mis otros tíos? ¿Qué opinan de todo esto mis antiguos tutores? ¿No volverán a por mí? Dijo de repente Pablo, para insinuar el abismo que les separaba. Yo pensaba matricularme en Filología Clásica. Me gusta Sócrates, Platón… ¿Dónde están mis tíos? ¿Volverán? Seguro que sí, esto es una broma… ¿no?

— ¡Bobadas! ¡Olvida a todos esos estúpidos! Estás ciego. ¿Tus tíos? ¿No ves que no te quieren? Yo te salvaré. En cinco minutos voy a enderezar tu camino. Cambiaré todo lo que no han conseguido ellos en siete años. Has tenido suerte, a partir de ahora estudiarás cosas mucho más interesantes: aeronáutica, ingeniería, balística, psicología, técnicas de supervivencia, primeros auxilios, técnicas de combate… y muchas otras cosas más… Si yo hubiera tenido la oportunidad que ahora tienes tú de hacerme oficial… ¿Hasta dónde habría llegado? No solo habría ganado la Segunda Guerra Mundial sino además la Tercera y la Cuarta. Y tal como predije, mi Reich habría durado mil años. Pero no tuve esa suerte y ya viste cómo me fue. Pero bueno, no nos pongamos sentimentales, dejemos eso, es agua pasada. Ahora de lo que se trata es de tu vida. Yo te ayudaré, y te diré lo que tienes que hacer para convertirte en un verdadero hombre, y por supuesto en un verdadero soldado.

El estupor de Pablo era cada vez mayor. Por supuesto, Hitler no entendía que él pudiera pensar o actuar de forma diferente. Pero había que aceptar que en este caso lo decía por su bien, e incluso podía pensarse que entonces salía a la luz lo mejor de él mismo. Y aun así, si también lo perjudicaba, (algo seguro) habría que esgrimir en su defensa que lo hacía involuntariamente, pues lo que consideraba bueno para él (aunque no lo fuera) debía serlo también para su querido sobrino. Y fin de la historia. Así de sencillo, pues en su espartano punto de vista, no cabían otros matices, o sea, ni mucho menos cabía mostrar un poco de sensibilidad ni plantearle otras opciones. Menos todavía, que el chico tuviese otros planes fugaces, y deseara vagar sin rumbo fijo, preso de una poderosa fascinación por la belleza, la anarquía, y el desencanto, o que aspirara a la libertad total de su pensamiento individual. Todo eso estaba fuera de lugar. Evidentemente, en ese sentido, Hitler, era algo conservador y muy déspota, amén de maleducado, al presentarse así, después de tanto tiempo sin verse, con ese discurso tan monolítico y pasado de moda. La gente con el tiempo y la soledad, adquiere malas costumbres. Cosas que pasan. Dicho de otro modo, siempre monopolizaba la conversación, haciéndose demasiado a menudo el protagonista. Su terquedad hacía imposible el menor asomo de diálogo. Además, su discurso era vano por una sencilla razón, sus palabras en aquellos momentos eran totalmente improcedentes: Aplicaban “la racionalidad” a un asunto que era irracional. Debía de haber apelado a los sentimientos. Un simple abrazo le hubiese bastado. No hay que olvidar que se trataba casi de un tierno adolescente. En primer lugar era un asunto de autoestima. El tema de la solvencia económica y las medidas draconianas que estaba dispuesto a aplicar en el futuro, sería un asunto que habría de venir mucho después, y al menos, en ese triste momento debería haberle reconocido la necesidad de darle un tiempo para sobreponerse. Además, aquel primer día, Hitler no debía haber pasado por alto, incluso aunque lo considerara un contrasentido, que su sobrino huérfano necesitaba el cariño de una figura paterna. No en balde, por segunda vez, se encontraba sin un hogar a donde ir. ¿Y eso era todo lo que se le ocurría decirle? Era un recuentro demasiado castrense, demasiado austero. Pero daba igual, pues ya estaba cogiendo experiencia como intérprete, sobre todo con el modo en el que funcionaban los sabios consejos de sus queridos familiares. Por muy amables y bienintencionados que éstos fueran, lo que se ocultaba detrás de ellos era que no querían cargar con él. Era algo ya visto, pues todos deseaban una salida rápida y sobre todo práctica, con la que despachar aquel engorroso asunto, es decir, en el fondo, solo se estaban preocupando de sí mismos y de su propia tranquilidad. Finalmente llegaron a casa de la abuela. Después de darle un enorme abrazo e innumerables besos, Pablo comprendió que ella era la única que lo quería de verdad, además de ser un aislado territorio de cordura dentro de su estrambótica familia.

— Debes tomar como ejemplo a los oficiales de la Luftwaffe de la Segunda Guerra Mundial. Después de los de las Waffen SS son los más elegantes. ¡Oye deja de mirar para otro lado! ¿No ves que te estoy hablando? Y no hagas que me enfade, Freud mi amigo psiquiatra, dice que cuando lo hago me vienen los recuerdos de mis últimos días en la Cancillería. Continuaba relatando su tío Hitler.

— Deja respirar un momento al chico, ¿No ves que se está poniendo pálido? Le cortó la abuela de repente.

Pablo comenzó a sentirse mareado. ¿Ese era el interlocutor con el que tenía que vérselas en los próximos años? Era una pesadilla. Por un momento no recordaba el lugar en el que se encontraba. Al menos estaba la abuela, pero ella era demasiado mayor y apenas podía ayudarle. Por eso, al final, la emotiva escena le había hecho rendirse a la evidencia, es decir, incluso su tío, el despiadado Hitler, antes de marcharse, se había dado cuenta: a pesar de todo, en aquel momento no cabía decir nada, solo comprender que su desgraciado sobrino no hallaba ni hallaría nunca, ayuda alguna que le fuera beneficiosa de verdad, en el seno de su propia familia. Más tarde, un poco después, cuando ya se libró del efecto pernicioso del discurso desgarrador de aquel desquiciado orador castrense, el muchacho se sintió más solo que nunca, y eso descontando que siempre había sido consciente de que sus tíos nunca sustituyeron a sus verdaderos padres. Entonces, cuando por fin tuvo algún tiempo y espacio para pensar, se planteó por primera vez en escarparse lejos, muy lejos. Sin embargo, de repente, llamaron insistentemente a la puerta de su habitación, y no tuvo tiempo de llevar a efecto sus nuevos planes. Por un momento, incluso pensó que habían vuelto a por él. Pero no. Era Freud, el eminente psiquiatra, que había sido enviado por Hitler para que le echara un vistazo.

— Cuéntame Pablo, ¿Cómo te sientes? Dijo Freud.

— Es difícil de explicar. Respondió Pablo. Sin embargo, ahora creo que lo comprendo todo.

Tarde se daba cuenta de que había caído en una ilusión, creía que de todos modos, sus tíos volverían a por él. Craso error. De hecho, sus antiguos tutores, tenían incluso una fecha de caducidad. Porque aunque él lo ignorase por completo, en aquella historia existían unos plazos con los que él nunca había contado: La duración del contrato que habían firmado cuando lo adoptaron y se hicieron tutores legales cumplía con su mayoría de edad. Pero ellos, las personas medianamente normales y cuerdas en cuyas manos había estado hasta entonces, a partir de ese momento, legalmente estaban exonerados de cualquier responsabilidad y por eso habían tomado aquella medida tan expeditiva. De cara a la sociedad, ya habían expiado su culpa. ¿Qué les importaba si ahora el muchacho había caído en manos de Hitler? Al fin y al cabo también era parte de la familia.

— ¿Qué es lo comprendes? Cuéntame. Le insistía Freud.

— Mis tíos me han abandonado. Y a partir de ahora, son moralmente responsables de todo lo que me suceda. ¿Por qué, entonces, se han excedido tanto?

— ¿Excedido? ¿En qué? Preguntó Freud.

— En mi domesticación. Ahora soy como un animal sin dueño. ¿Quién me va a devolver la vitalidad que me han robado? ¿Y la fortaleza del niño salvaje que fui? ¿Y mi jovialidad? De hecho, han abusado a placer por ser pequeño; siempre fui la parte más débil, y de su mano he terminado siendo un animal herido. Sobre todo, habida cuenta que para sobrevivir tuve que adaptarme, y padecer una educación tan estricta que me ha producido numerosos traumas. Me han puesto palos en las ruedas.

— Te expresas muy bien para tu edad. ¿Te gusta la lectura? Por cierto, ¿Cuántos años tienes? Preguntó Freud.

— Uno de sus castigos más crueles solía ser prohibirme la lectura. En efecto, en sus manos, y bajo su inflexible criterio, mi alma ha sido constreñida, y la desbordante imaginación de la que hacía gala cuando era niño, ha sido amordazada quedando alejada desde entonces, de su verdadero potencial. No en vano, siempre he sido un niño muy especial, y ellos conscientes de mi talento, y para evitar agravios comparativos con sus hijos, me han impedido desarrollarme.

— ¡Vaya familia! Sabía que el núcleo familiar es el caldo de cultivo de numerosos traumas, pero hay familias y familias, y la tuya es increíble. Comentó el eminente psiquiatra.

— Evidentemente todo fue muy civilizado y permaneció dentro de la esfera privada en la que acontecen para siempre los abusos y las vejaciones más profundas y comunes: la violencia natural que existe dentro del entorno familiar. Además, ahora encima, me han desterrado por sorpresa, algo intolerable, según las mismas normas de su tribu, ésas que con tanta diligencia me habían inculcado a través de las lágrimas y los castigos.

— Creo que voy a tener que visitarte de vez en cuando, al menos hasta que te hayas adaptado a tu nueva situación.

— …Incluso en los peores momentos, se suponía que ellos—mis queridísimos tutores—debían estar por encima de aquellos pequeños contratiempos y su católica moralidad no debía permitirles que me expusieran tan pronto a la intemperie. Me equivocaba.

— Pero, ¿Qué has hecho? ¿Por qué te han echado? Preguntó Freud.

— A primera vista, en un principio, pensé que solo había sido un enfado más, un numerito, tal vez con la intención de darme un escarmiento. El sofocón de verdad, llegó cuando me di cuenta de que todo iba en serio, que se había roto el eslabón de la cadena. Evidentemente han aprovechado la coyuntura para realizar algo que mucho tiempo atrás deseaban hacer, y la justificación perfecta la ha traído un simple desliz: una salida nocturna con los compañeros de clase, donde por primera vez conocí el rock´n roll y la cerveza.

— No entiendo. ¿Puedes extenderte un poco más?

— Por supuesto, estaba en la cama, cuando todo había comenzado a dar vueltas, y de repente, sentí unos irreprimibles deseos de vomitar. Entonces, como el cuarto de baño estaba en el pasillo, justo al lado del dormitorio de mis tíos, para no despertarlos y a buen seguro provocar un quilombo, opté por la desesperada medida de esconder el devuelto.

— ¿Esconder el devuelto? Pero ¿Dónde?

— Solo acerté a encontrar un lugar desordenado en toda la casa. Tal vez allí cabía la posibilidad que el asunto pudiera transcurrir inadvertido por una sola noche: me refiero al cajón desastre en el que guardaba todas mis cosas. Esa era la verdadera lógica a la que obedecía haber vomitado dentro de un cajón. Después, cuando parecía que todo había salido bien, y que a la mañana siguiente tendría tiempo de limpiarlo en secreto, de improviso, se encendió la luz, y ellos me encontraron en el suelo con una sorpresa inenarrable. Se escuchaban voces, gritos. Hasta que alguien me levantó tirándome de los pelos y a bofetadas me recordó que en el último momento debía haber resbalado, cayéndome con la cabeza contra la pared, en concreto contra uno de esos delgados tabiques de aquel piso de protección oficial, cuyos precarios materiales lo habían hecho temblar hasta sus mismos cimientos. O lo mismo era que tenía la cabeza demasiado dura. No lo sé. Por supuesto, cuando mi tía abrió el cajón, y encontró aquella grande y repugnante evidencia de mi primera embriaguez, la inicial intención de evitar el enfado, lo que único que consiguió al final, fue agravar su rabia e intensidad. Luego, de repente, llevados por una inclinación largamente acariciada, y ambos unidos so pretexto de aquel desagradable incidente, me montaron a empellones en su coche, y en plena noche nos metimos en carretera, hasta llegar con las luces del alba, al domicilio del atónito cabo de la Guardia Civil, mi tío Hitler.

Más tarde, después de darle unas pastillas para dormir, Freud se marchó y Pablo continuó a pesar de las drogas, toda la noche en vela. No podía dejar de pensar en el significado de lo que había sucedido. Al enviarlo con la abuela entre todos –incluido Hitler—lo habían condenado al ostracismo. Era una especie de condena social, una marginación debida a que él no daba su brazo a torcer, es decir, no entraba en razón. De hecho, a pesar de las circunstancias en las que se encontraba, no estaba dispuesto a realizar un sacrificio imprescindible para continuar bajo su malsana égida: se negaba a renunciar a su apetito por LA VIDA. Pues al margen de sus pretextos y objeciones, ahora lo veía con total lucidez. Solo estaban preparados para ofrecer la supervivencia. Pero a cambio debía de renunciar a la vida, a su vida. En efecto, acababa de reparar que debía cambiar la perspectiva, mirar desde otro punto de vista, pues aquello había sido una tapadera moral, un engaño. Porque a todas luces su adopción no obedecía en última instancia a la búsqueda de su bienestar, ni estaba orientada a su propia conveniencia. Por muy extraño y retorcido que pareciese, lo habían hecho por ellos mismos, siete años de fingimientos solo para acallar su mala conciencia. Era algo de cara a la familia, de cara a la sociedad. El mal que le habían causado en la práctica era un efecto colateral y no importaba porque nadie los culparía de ello. Se quedaba solo para él. Sin embargo le habían perjudicado tanto, y de tantas maneras, que mejor le hubiera ido, si se hubieran alejado todo lo más que hubieran podido de él, pues ahora, después del escrupuloso enflaquecimiento del espíritu que durante años le habían infringido, se encontraba débil y acomplejado. Ya no era Prometeo encadenado, ahora más bien se sentía como si le acabaran de expulsar del paraíso. Encarnaba el ángel caído y por ello estaba dentro de una inercia negativa. Preparado para el fracaso, pues toda su energía estaba mal dirigida, como si fuera una reacción en contra. Es más, en aquel momento ni siquiera eso; pues la mayor parte del tiempo sentía una pronunciada falta de confianza en sí mismo, y la fuerza con la que antaño se rebelaba contra el sistema era ya cosa del pasado. Hasta tal punto que ahora que no estaban ellos, era cuando comenzaba su lucha, su verdadera supervivencia, su total liberación. Ahí fuera estaba el mundo esperándole, pero no podía tocarlo porque un fino cristal le separaba de él, se trataba de una condena que entre todos le habían impuesto, el marchamo de la docilidad y la obediencia.

— Por dónde empezar…

Por supuesto aquello llegaba en un momento inoportuno, pues Pablo tenía buenas notas, y estaba a punto de comenzar la Universidad. Sin embargo, lo que más le dolía, era que al día siguiente, cuando se levantara ya no vería más a sus queridos compañeros de clase. La mayoría lo trataban siempre como a un chico raro, pero las excepciones eran los verdaderos amigos. Que le hubiesen arrancado de esa manera de su lado era lo que más le dolía. Pero no importaba. Lo que no te mata te hace más fuerte. Y daba igual. Todo estaba bien. Por eso, lágrimas aparte, comenzó a despedirse en su fuero interno de todos los buenos amigos y amigas que perdería con el cambio de ciudad. Un trozo de su vida le había sido extirpado sin anestesia, pues todo lo que hasta entonces conocía y amaba, parecía haberse desvanecido como el humo.

— ¿Qué hiciste? Le había preguntado al día siguiente su tío, Hitler.

No podía quitarse de su mente el sonoro portazo con el que se marcharon los otros.

— No lo sé. Nada. A veces existir, supongo. Ser o no ser esa es la cuestión, ¿no? Respondió el muchacho parafraseando la célebre obra de Shakespeare. Y es que lo que habían hecho estaba muy mal, se decía a sí mismo, mientras continuaba sin dar crédito a la nueva situación en la que se encontraba. ¿En manos de su tío Hitler? ¿Estaba realmente en manos de su tío Hitler? No podía creerlo, porque a pesar de su férrea disciplina y de que su relación siempre había sido un tanto problemática, pensaba que entre ellos existía el cariño, y nunca había creído que al cumplir la mayoría de edad, sus parientes se desharían de aquella forma de él.

— Imagino que ya sabes que en mi casa no te puedes quedar. Había continuado entonces el tío, Hitler. Ya sabes cómo está mi esquizofrénica novia, tu querida prima. Vivirás con la abuela hasta que puedas valerte por ti mismo. Ella te ayudara, ya verás lo bien que vas a estar, tiene un piso cerca del mío. Pero será algo provisional. Pronto ingresarás en la academia militar. Continuaba Hitler. De esa manera te harás un hombre y un soldado, y así caminaras con la cabeza alta.

— No te preocupes por eso, mientras tanto prefiero vivir con la abuela. Ya me las arreglaré. Y con respecto a mi futuro no quiero precipitarme. Lo que quiero es encontrar mi lugar en el mundo, conectar con él. Siento una voz que habla a través de mí. Por eso debo encontrar la forma adecuada para expresarme. Sé que es muy difícil pero desde pequeño he sentido una profunda necesidad de expresar todo lo que siento, quiero ser escritor, y ahora creo que por fin he encontrado la fórmula: Para escribir un gran libro solo necesito dos cosas, una libertad total de pensamiento y otra, mucho trabajo de redacción. Le había dicho, sin darse cuenta que en ese sentido, nadie nunca le habría de creer o apoyar.

— Si quieres escribir me parece muy bien, escribirás novelas de guerra en tus ratos libres. Pero tienes que ingresar cuanto antes en la academia y hacerte oficial. ¡Eres mi sobrino! ¡Llevas mi sangre!

— Pero tío… es que no tengo vocación militar….

— ¡No digas bobadas! ¡Esta es gorda! ¡Menuda ocurrencia! Pues claro que la tienes, eres mi sobrino. Lo que te pasa es que todavía eres muy inmaduro. Los otros tíos te han sorbido el seso. Te han maleducado. No seas estúpido, escucha a tu tío preferido. Lo digo por tu bien. De lo contrario te vas a arrepentir. Si no te haces oficial te morirás de hambre, recogiendo cartones, así te vas a ver.

— Pero a mí, lo que me gusta, es el arte y los artistas…

— Vagos y maleantes. A picar piedra ponía yo a todos esos cobardes. En una zanja, para que hicieran obras públicas. Verás que pronto dejaban de hacer y decir tamañas tonterías.

— ¿Sabes que ahora escribo poemas? Todos los profesores me admiran, dicen que escribo muy bien.

— ¿Ves lo que te digo? ¡Esos imbéciles te han afeminado! ¡Si tu padre levantara la cabeza! ¿No te das cuenta de que eso es no es viril? Hazme caso, debes estudiar y hacerte oficial.

— No estoy seguro de si quiero ser militar. Tal vez no me desarrollaría como persona.

— No vas a ser un vago de esos, créeme. Tienes que hacerte oficial. No eres consciente de la situación en la que te encuentras, Pablo, no tienes ingresos. Te queda poco tiempo. No pienso consentir que dilapides el dinero porque luego te llevarás toda la vida arrepintiéndote. Hazme caso. Tengo que hablar cuanto antes con el coronel Marcelo.

— Vale… vale, está bien. Si tan importante es para ti, me prepararé para ingresar en la academia.

— Debes hacerte oficial, Pablo, o no serás nada en la vida.

— ¿Y qué pasara si me rechazan?

— Aún te queda la opción de hacerte vagabundo y pasar el tiempo recogiendo cartones.

Sin embargo Pablo no le creía. Incluso tenía un plan secreto para beneficiarse de aquella extraña situación. El chaval era un ávido lector, y mientras todos pensaban que estaba preparándose para ingresar en la academia, se dedicaría a cubrir las numerosas lagunas culturales que jalonaban sus primeras lecturas. Además, durante ese tiempo hibernación comprendería la naturaleza de su error. No podía presentarse ante sus familiares como un futuro escritor, porque se vería obligado a padecer inconmensurables dificultades. Desde luego era mucho más inteligente ocultar la naturaleza de su juego, no llamar la atención, hacer creer a los demás que se habían salido con la suya. Ser un genio en su familia, era socialmente inaceptable. ¿Y por qué? Porque ninguno de sus familiares soportarían que hubiera un genio en su familia y no fueran ellos. Pero no importaba. Para evitar susceptibilidades, ahora tenía un nuevo plan, debía auto-degradarse. Hacer que lo dieran por perdido o por muerto. De esa manera cumpliría su parte en el contrato social. Así no quedaría nada que reprocharle. Mientras tanto, llevaría el uniforme de soldado raso. La academia militar eran muchos años, había que estudiar y además costaba bastante dinero. En cambio, si hacia el ejercicio militar tal vez su tío, debería convenir con él, que ya había pagado su parte en el contrato social. Más tarde, y gracias a su herencia, podría vivir la vida bohemia del artista. Era un plan perfecto, sin fisuras. Además, entre los soldados, podría curtirse y vivir experiencias que luego podría describir en sus novelas. De hecho, su primera novela tendría como argumento una teoría que acababa de descubrir: la teoría de la involución. Según ésta, el progreso pasaba por etapas de adormecimiento en las que LA VIDA estaba maliciosamente dirigida por la clase mediocre que ostentaba el poder, de tal manera que con sus dádivas, hacían más fáciles solo las cosas más triviales y menos importantes. Perpetuando la mediocridad al alejar de la sociedad de las cosas que realmente importan y obstaculizando a los verdaderos genios llegar al poder, y así cambiar las tornas, y hacer cosas que de verdad hicieran que la vida fuera un poco mejor. De suerte, que en algunas circunstancias se invertía la selección natural de Darwin. Porque cuando la VIDA se despertaba y el progreso continuaba hacia adelante, ellos se quedaban atrás, y por lo tanto perdían el poder. Pero volviendo a cosas más concretas, Pablo en aquellos momentos había llegado a un trato con su tío Hitler: bajo la absurda promesa de hacerse oficial le había dejado durante aquel interregno a su aire, sin preocuparse por afinar su puntería, ni por supuesto, prepararse en modo alguno para ingresar en la academia militar. Y por eso, durante aquellas felices semanas, hizo algo de provecho: pertrecharse de los mejores discos, películas, y libros de pintura, además de pasar aburridas tardes en la biblioteca llenas de anhelos por marchar hacia exóticos lugares, pero plagadas de lecturas bien escogidas, amén de todo lo suficiente para en la mayoría de los casos, detectar en el ambiente, los signos evidentes de la ignorancia que imperaba en derredor. Sin embargo, al final, acaeció un fatal incidente, que deshizo de repente las falsas ilusiones de su tiránico pariente. En efecto, Hitler apareció de improviso, y al abrir la puerta de su cuarto, encontró a Pablo, con unos amigos, fumando marihuana. Tras la rápida estampida de sus cómplices, el tío Hitler, le colocó su pistola en la cabeza, y le dijo que siempre era preferible ver a un soldado muerto, que gobernado por la intemperancia, o rodeado de toda aquella maldita inmundicia. Pablo, intentaba mantener la calma, de hecho, conociendo a su tío, no le dio demasiada importancia al hecho de que lo estuvieran apuntando con una pistola en la sien. Pero a partir de entonces, el tío Hitler, quedó tan defraudado con la conducta anti-militar de su sobrino, hasta tal punto, que renunció a pedirle ni una sola vez más, que ingresara en una academia, lo cual Pablo agradeció sobremanera. Sin embargo, estaba claro que la cosa no podía seguir así, o de lo contrario a la abuela le iba a dar un infarto, por eso aceptó la proposición de Freud de quitarse voluntariamente de en medio. Además, el tío Hitler tenía razón en una cosa: Por muy bien que escribiera, y mucha cultura que tuviera, ¿A dónde podía ir un escritor novel y sin currículum, en su querida España? Una cosa tenía que agradecer al progreso, no en vano, en aquel día de despedidas, al menos se marchaba en tren. De lo contrario, ya se imaginaba recorriendo una enorme distancia plagada de ladrones y pícaros a lomos de una mula torda. Menos mal, que gracias al asimétrico progreso de la transición, esa España pintoresca y de extramuros podía esperar, y así, al menos con los modernos trenes de RENFE, llegaría a su destino mucho más rápido, y con las alforjas llenas de libros de Quevedo, Unamuno, Baroja y Ortega y Gasset. Por lo demás, si volvía la vista hacia atrás, solo habían pasado unas pocas semanas bajo aquel remanso de paz, el locus amoenus que supuso el regazo de la abuela, cuando sin saber por qué, el pobre Pablo, se encontraba ya en una enorme fila de voluntarios, que acaban de ser reclutados para ingresar en la archiconocida Armada invencible.

Articulista en Revista Rambla

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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