Con la guerra de Ucrania, mucha gente ha olvidado ya que para los trabajadores esenciales, durante el tiempo de la pandemia, el mundo se había convertido como en una especie de enorme hospital en el que había dos clases de enfermos: los que estaban enfermos y los que pronto lo estarían. Pero parecía que lo peor de la pandemia ya había pasado y ahora lo que preocupaba al mundo era la crisis de la inflación y de la energía. Había mucha gente que lo estaba pasando muy mal. Hasta tal punto, que si Benito Pérez Galdós escribiera sobre estos sucesos alguno de Los episodios nacionales, seguramente sería catalogado como un escritor de realismo sucio. No pretendo compararme con tan gran escritor, solo pretendo hacer una pequeña crítica a todo lo que nos está tocando vivir, porque entiendo que esa debe ser la función de los hombres de letras y para empezar, no puedo pasar por alto la injusta manera en la que se comercializa la electricidad en España. Necesitamos un gaseoducto de Nigeria. Es cosa sabida  que ello depende la recuperación económica de todo un continente.

No soy economista y no pretendo dar lecciones de nada. Pero el sentido común dicta que se deberían hacer cambios estructurales y eso también es responsabilidad de Europa. Mientras tanto, voy a contar mis subjetivas y particulares vivencias durante estos días tan veleidosos como extraños. Quiero continuar diciendo que lo que voy a contar, por si lo leen las nuevas generaciones, sucedió de verdad, no fue una pesadilla. Es más, yo ahora estoy mejor pero cuando echo la vista atrás, tengo que reconocer que estuve tan mal que llegó un punto de obsesión que solo me interesaba hablar de la muerte. Entonces, como sabía que no podía pedir a la gente normal que comprendiera mis oscuras tribulaciones, me mostraba ante ellos como un elocuente conversador de toda clase de temas banales. En efecto, mis esfuerzos eran enormes cuando la conversación de mi interlocutor era tan petulante como vacía.

Por eso cuando aquel hombre de cincuenta y tantos años que pertenecía a la cuadrilla de mantenimiento, se acercó a comentarme que se había apuntado al conservatorio para aprender solfeo, me quedé callado y nunca le dije que era ya muy mayor para educar su torpe oído junto a un grupo de niños. Supongo que no se daba cuenta de que solo estaba escuchando por educación porque, además lo que él hiciera en su tiempo libre para entretenerse me importaba un bledo. Mientras tanto, él desconocía que yo sabía algo que intentaba ocultar. De hecho, aquel centro de trabajo era como un patio de colegio y las malas noticias se extendían como la pólvora. Tanto era así que ya me había enterado de que un par de días antes su madre acababa de fallecer de un infarto. Incluso tenía una curiosa teoría de lo que le podía haber sucedido a su madre.

Por supuesto que era ley de vida, todos algún día nos teníamos que morir. Aunque debido a la pandemia, en España, la calidad de la atención médica había bajado notablemente. Mientras las rabiosas sirenas de las ambulancias golpeaban a todas horas el silencio de la ciudad dormida, mucha gente por miedo al contagio, llevaba demasiado tiempo sin ir al médico. Eso impedía que se diagnosticaran las patologías y lógicamente tampoco se trataban correctamente. Quizá una simple pastilla diaria habría salvado su vida. Tal vez la patología cardíaca de su madre había aparecido y progresado en silencio durante el transcurso de la pandemia. Pero ¿quién le iba a hacer un electrocardiograma? Apuesto a que el profesor de solfeo no. No quiero dármelas de listo. Simplemente, yo estaba sobre aviso de lo que estaba pasando a mi alrededor. Pero él no sabía que mi tema favorito de conversación me había llevado a recopilar un ingente número de casos que de no existir la emergencia sanitaria, serían negligencias médicas de tal calibre que implicarían penas de cárcel. Dejé de leer las cifras «oficiales» cuando hablaban de cerca de noventa mil muertos por el virus. Además mucha gente no estaba muriendo por el virus sino por las circunstancias creadas por la pandemia.

El mes anterior, por ejemplo, otro trabajador de mantenimiento acababa de perder a su padre por un infarto cerebral. Llevado en volandas varias a veces al hospital por un preocupante temblor en la mano derecha, siempre había sido devuelto a su casa con diagnósticos tan leves como equivocados. Con diferentes excusas calmaron a sus familiares y nunca lo ingresaron. Jamás le hicieron las pruebas que necesitaba. Nadie lo reconocía abiertamente, pero era de suponer que todo se debió a la escasez de camas y doctores. Aunque en realidad eso era totalmente falso. Tal vez había sucedido en algún momento. Sobre todo durante lo peor de la pandemia, cuando los recursos públicos, en ciertas zonas de la geografía nacional, se vieron desbordados por la emergencia sanitaria. Pero ahora no era el caso. Porque ese venerable anciano era un policía jubilado. En otras palabras, la negligencia médica la había cometido un seguro privado.

El problema era de otra índole. En su caso, no había sucedido por falta de camas -porque en aquellos elegantes hospitales los cirujanos permanecían gran tiempo ociosos y la mayoría de las camas de cuidados intensivos estaban vacías- probablemente le habían dejado morir en su casa, porque habían decidido evitar un costoso tratamiento con un ánimo de ahorro empresarial. ¿Cuántas carísimas operaciones se iban a ahorrar los hospitales privados por cada familia que denunciara y ganara en los tribunales una indemnización por la injusticia cometida contra el pariente que ya estaba en el cementerio criando malvas?  Tal vez las aseguradoras privadas tenían demasiados gastos con tanta persona enferma o moribunda. O simplemente buscaban aumentar sus beneficios. No olvidemos que esa era la terrible lógica de la sanidad privada en el marco de un sistema capitalista. Había muchos tremebundos ejemplos. ¿Cuántos muertos se iba llevar la pandemia en países ricos como Estados Unidos? Me reía yo del juramento hipocrático. Porque los médicos privados también tenían jefes. ¿Y nadie se daba cuenta de lo que estaba pasando? Mal de muchos consuelo de tontos.

La pandemia era una coartada perfecta. Había tocado el estado de ánimo de la gente común. Se había devaluado el valor de la vida humana. Porque estábamos hablando de compatriotas españoles. Gente que había pasado toda su vida trabajando. Y ahora, a veces los obstáculos eran tantos y de tan enorme calibre que eran ellos mismos -los pobres ancianos- los que habían perdido en muchos casos las ganas de luchar. Ahora se veía claro el problema de las puertas giratorias. No solo era malo en el sector energético. Privatizar la salud también tenía sus riesgos.

Alguien muy poderoso y con muy pocos escrúpulos debía haber pensado que en España la esperanza de vida era demasiado alta o que los gastos que provocaban las personas ancianas o enfermas eran demasiado elevados. A uno de esos desalmados lo enviaba yo a vivir dos o tres años a los barrios bajos para que comprendiera la ley de la calle y el verdadero valor de la vida humana. De cualquier forma el panorama era aterrador. La angustia era grande. Bastaba hacer una pequeña investigación a través de internet para encontrar algunas noticias reveladoras. En ellas, ciertos jefes médicos de la sanidad pública avisaban de lo que estaba pasando. En particular denunciaban las consecuencias que iban a provocar los infartos, tanto cardíacos como cerebrales, ante la saturación de los hospitales y de la atención primaria.

También advertían sobre la ceguera diagnóstica en los nuevos casos de cáncer y el colapso en las intervenciones quirúrgicas. La imposibilidad de realizar diagnósticos precoces e incluso en algunos casos, los de patologías ya en estado avanzado, iban a provocar muchas muertes. Esas enfermedades estaban sucediendo a pesar de la pandemia, y la falta de los diagnósticos y de los tratamientos tenían fatales consecuencias. El cuello de botella de la emergencia sanitaria comenzaba a ser tan preocupante que afectaba al sector privado. La migración de los enfermos era evidente. Hasta tal punto que en determinadas patologías ya era difícil encontrar una primera consulta de un especialista si no tenías un seguro privado (aunque ya he contado antes que si tenías algo grave, un seguro privado no te garantizaba nada). Habíamos pasado de una calidad asistencial que, en muchos casos, llevaba a alargar la vida de los pacientes de forma artificial, a dejarlos morir prácticamente solos en sus casas. No se podía generalizar y por supuesto era pronto para sacar conclusiones.

No obstante, recordaba un caso antes de la pandemia. Se trataba del padre de otro trabajador de mantenimiento. Fue ingresado en el hospital por un dolor en el pecho. Esa misma noche, los profesionales sanitarios consiguieron reanimarlo tras una parada. Pero su infarto no había sido un caso de muerte súbita. Fue un problema cardíaco crónico y sin solución. Más tarde falleció dos meses absurdos después, en su casa, con la sensación de que había despistado por un rato a la muerte. Era el típico caso de alguien que debería haber firmado un papel para que no le hicieran una reanimación cardiopulmonar. Ahora, en un caso similar ya no hacía falta ningún papel al respecto. Sobre todo porque era difícil que te reanimaran si te daba el infarto en tu casa porque se empeñaban en pensar que no te pasaba nada. Además a la gente se le iba cada vez más la cabeza. No tenía datos para afirmarlo con garantías pero juraría que los accidentes urbanos de tráfico con víctimas o sin ellas, estaban aumentando. Pero nadie hablaba de eso.

Tampoco era buen tema de conversación el asunto de los suicidios de la gente joven. Estaban creciendo de manera preocupante. Y muchos, a buen seguro, lo hacían por la ansiedad que les provocaba enfrentarse sin los recursos adecuados a la realidad de la muerte. Porque habíamos crecido en una sociedad en la que hablar de la muerte no era natural. En ningún lado te enseñaban a aceptar el destino. El umbral del miedo en la civilización occidental estaba muy bajo. Conocer y aceptar la fragilidad del ser humano era algo propio del ámbito de los libros. Tonterías inútiles de gente de letras. Y, sobre todo, era problema de los enfermos. Si te había llegado la hora nadie podía hacer nada por ti. En otras palabras, en ningún lado te enseñaban a morir. Es más, solo hablar de la muerte se trataba de un tabú que señalaba a la persona que lo rompiera como alguien enfermo o raro.

Sin embargo, la pandemia había incrementado más que nunca la necesidad de hablar de esos asuntos. Decenas de miles de muertos en un corto espacio de tiempo estaban empujando a la gente a desahogarse de otra manera, a menudo mucho peor. Tal vez eso estaba relacionado con el llamativo aumento de las enfermedades mentales durante dicho corto espacio de tiempo. La desesperación crecía por todos los rincones contaminando la vida normal. Para terminar de complicarlo todo estaba la inseguridad jurídica. No en vano, los tribunales estaban colapsados y la sensación de impunidad se extendía en muchos ámbitos de la vida española. De tal modo que había muchos temas de los que dialogar, pero nadie hablaba de ellos. No era casual que aquella noche el ambiente de trabajo estuviera revuelto. Y yo tenía la cabeza en otra parte. A mí me gustaría creer en algo parecido a lo que en la religión cristiana llamaban alma. Es decir, un sustrato de la persona que permanecía incólume después de la muerte. Y casi estaba seguro de que eso en efecto existía. Y esa parte de mí era eterna porque formaba parte de todo. En otras palabras, me torturaba el problema de la individualidad. Tal vez porque yo me sentía de alguna manera en contacto con la invisible sustancia que nos hace únicos. A veces no podía quitar de mi cabeza la sensación de que estaba atrapado dentro de mí mismo. Entonces mi mente intentaba buscar una justificación y exponía de forma argumentada la idea de que todo lo que me sucedía era fruto de una gran circunstancia. Hasta que descubría con terror que esa gran circunstancia también era yo. Es más, yo era simplemente esa cárcel en la que me sentía atrapado. Y morir la única manera de librarme de esa prisión. Y cuando pensaba de esa manera no había consuelo en la Tierra, porque todo lo bueno estaba en el cielo. El prójimo solo era una distracción pasajera. Incluso nociva y peligrosa.

Poco después llegó la hora del cierre y todos se marcharon. Entonces eché un vistazo al periódico. Había una noticia que me llamó mucho la atención. Se había producido un tiroteo en la ciudad. Tanto era así, que la Policía se había visto obligada a abatir a un atracador que pretendía robar en un supermercado. Más tarde, me quedé solo en el recinto, lo que aproveché -tengo que reconocerlo- para echar una cabezadita. En el sueño me vi, de repente, ante una gitana que leía el porvenir sentada frente a una bola de cristal.

-¿Quieres que te diga tu futuro? -me preguntó.

-No. Me temo que pronto me voy a morir.

-Tal vez. Sin embargo en mi bola veo cosas buenas. Vas a abrir un negocio y te va ir muy bien. Veo cosas que hablan de prosperidad y felicidad.

El sueño lo interrumpió un amigo que me llamaba a través de un número desconocido. Pero yo no cogí el teléfono. El timbre de la llamada no paraba de sonar. Con un ambiente burlón, el número de llamadas se hacía tan elevado que invitaba a apagar el teléfono. Colgué y me dormí de nuevo. Necesitaba un poco de sentido del humor. Soñé que había vuelto de un viaje a Transilvania. Mi reunión con el conde Drácula no fue bien. A mi regreso el primer síntoma fue una profunda aversión a la luz del día. Tanto era así que, cuando llegaba el primer rayo de luz, yo corría a esconderme a mis aposentos cerrando todas las cortinas y guardándome mucho de salir hasta la caída de la noche. P

or otra parte, nuestra cínica época no era buena a la hora de producir mitos románticos. Parecía que ni siquiera los monstruos querían venir al mundo y dichos fenómenos paranormales tenían unas manifestaciones mucho más timoratas y, a veces, incluso la gente corriente les perdía el respeto. Decidí ir al médico. No les dije nada de mi reunión con el conde Drácula. Por supuesto, en aquel momento yo no quería ensombrecer el conocimiento y la erudición de los profesionales médicos, puesto que sabía que el autodiagnóstico en muchos casos termina por confundir a los doctores, lo que a menudo tiene fatales consecuencias. Pero solo conseguí una consulta telefónica con una médica sustituta.

Mientras tanto, todos los demás doctores estaban muy ocupados con la incidencia acumulada, el proceso de vacunación, la consabida lista de fallecidos y el sempiterno miedo a contagiarse. Tal vez fue peor cuando me empezaron a crecer los colmillos. Nada. Ni siquiera me hacían caso ante tal sobrenatural evento de mi naturaleza maligna. La médica de cabecera -que a pesar, de todo, seguía atendiéndome por teléfono- me iluminó con su infinita sabiduría al aconsejarme que me viera un dentista y puesto que dicha visita no estaba cubierta por la Seguridad Social, luego terminó la conversación con un sermón sobre la necesidad de ir al odontólogo regularmente puesto que al fin y al cabo los dientes no eran un lujo, sino una necesidad. En efecto, la cosa tuvo que hacerse en un clínica dental que tuviera servicio de urgencias veinticuatro horas puesto que yo no podía ir a la luz del día. He de reconocer que iba algo azorado y me daba mucha vergüenza que el dentista examinara los enormes colmillos que me estaban saliendo en la boca. Pero pronto el pudor se transformó en estupor cuando el dentista ignoró mis tribulaciones y se limitó a decirme que necesitaba una limpieza dental y varias endodoncias.

A continuación, precisamente en ese estado de flaqueza, el avezado dentista me hizo firmar un tratamiento dental financiado para ponerme las muelas que me faltaban y que yo no necesitaba en absoluto. Máxime, porque a partir de entonces, tenía el presentimiento de que iba a alimentarme de sangre. Por supuesto que después de aquella desagradable situación me marché de allí triste y con la boca hinchada, pero sobre todo con la idea de que se habían aprovechado de mi momento de zozobra y, además, nadie había mencionado ni media palabra sobre mi problema con mis nuevos y enormes colmillos.

En los días sucesivos me crecieron las uñas hasta un tamaño tan llamativo que de verdad que daban miedo. En verdad, debo señalar una vez más que debido a la pandemia me estaba convirtiendo en una criatura insólita sin que ningún facultativo me prestara la menor atención. También me di cuenta de que si me quedaba un rato mirando a los ojos de las mujeres podía hipnotizarlas. Pero todavía no me sentía cómodo en mi nueva personalidad de ultratumba como para mostrarme sociable con el sexo femenino. Es más, en realidad no estaba seguro si yo quería participar de la vida eterna. La enfermedad, el cambio climático, la subida de las tarifas eléctricas, el problema de las pensiones públicas… y eso por no hablar de acoso a los fenómenos sobrenaturales por parte de los periodistas del misterio. A pesar de todo, al día siguiente fui a recabar información y tuve un problema con la funeraria. Después de comprar un ataúd y encargar que me lo llevaran a mi casa me sentí muy agobiado. Ellos insistían en que aceptara una oferta que incluía el traslado al cementerio, el velatorio y la incineración. «Nadie compra solo el ataúd», me dijeron. «Tampoco en la muerte todos los clientes somos iguales», les respondí yo. ¿Qué había de malo en considerar un ataúd como otro bien más de la sociedad de consumo?

El caso es que, después de un vehemente tira y afloja, consistieron dejarme solo el ataúd si a cambio firmaba un costoso seguro que incluía todos los pormenores del entierro que yo no necesitaba en absoluto. Con el notario también hubo problemas. En primer lugar ni siquiera entendía mis pretensiones. Yo simplemente quería que me redactara un testamento que me nombraba a mí mismo como único heredero en el caso de que mis constantes vitales dejaran de coincidir con la del resto de los mortales. En otras palabras, no quería que ningún fondo buitre se hiciera con la propiedad de mi inmueble bajo la trivial excusa de que yo legalmente había fallecido. Por supuesto que me sentía muy incomprendido. A nivel social nunca había oído hablar de alguna institución para la enseñanza de los nuevos vampiros. A lo sumo lo que había eran terapias de grupo llenas de locos que pensaban eran zombis, duendes o incluso algunos decían estar poseídos por espíritus de grandes personalidades del pasado. Una vez incluso conocí a un tipo que decía ser Gustavo Adolfo Bécquer.

Por otra parte, yo todavía no sabía si me gustaba ser vampiro porque no había probado la sangre humana. Por eso la verdadera prueba de fuego me sucedía cada vez que tenía que quedarme a solas con una mujer bonita. Sin duda sentía unos deseos irrefrenables de morder su cuello. En efecto, a buen seguro me gustaría darme un banquete a cosa de su sangre, lo que por otra parte me parecía a todas luces una práctica que podía ser calificada de violencia de género y que por supuesto no quería permitirme. La transversalidad del problema de género había llegado hasta la literatura de terror y yo era una criatura del mal pero al menos en teoría creía en la causa de las feministas.

Por otra parte, a pesar de creer en la igualdad era un vampiro que había leído a Foucault y sabía demasiado bien que al final todas las relaciones se basaban en el poder. Esa era la razón por la que tomaba todas las medidas a mi alcance para que no se dieran ese tipo de situaciones tan tentadoras como peligrosas. Por el contrario, yo me sentía muy intimidado por ellas. Porque las mujeres bonitas no mostraban hacia mí el más mínimo asomo de miedo. Es más, alguna incluso se permitían coquetear con la idea de quedarnos a solas y provocar deliberadamente la manifestación descontrolada de mi oculta naturaleza maligna. Menos mal que solo estaba soñando porque en mi imaginación ya estaba pensando en montar un sindicato para los vampiros deprimidos por la pandemia. Desperté del sueño y me marché a mi casa. Estaba cansado, pero dejé atrás la pesadilla de sentirme como un vampiro. De repente comprendí algo: no aconsejaba para los demás una vida como la mía. Sin embargo, para aquellos que tuvieran las agallas de resistirla, una vida como la mía brindaba un puñado de motivos por los que merecía la pena ser como yo. Motivos extraordinarios que solo eran disfrutados por mí. No obstante, un nuevo problema se cernía en el horizonte. Sonó el teléfono. Cada vez que sonaba, me echaba a temblar. Después, día a día, el asunto de las llamadas se transformó en otra pesadilla, esta vez real. No podía relajarme porque de nuevo, pasados unos minutos de calma, el teléfono volvía a sonar. Ese número me llamó los siguientes días por la mañana y por la tarde. Las llamadas continuaron durante meses. ¿Por qué no le cogía el teléfono? Muy sencillo. Aquel amigo fue el único con el que yo había mantenido cara a cara una conversación sincera. Le dije que mis padres habían fallecido de pequeño y le hablé de mi obsesión con la muerte. Poco después me sentí profundamente decepcionado. Incluso traicionado.

Me di cuenta de que, en realidad solo se podía hablar de la muerte con los doctores. Y solo a grandes rasgos. En otras palabras, había temas que solo eran para uno mismo. Cosas que sencillamente no se podían contar. No era como hablar del tiempo. Incluso cambiaba la opinión que la gente tenía de ti. De hecho, debido a lo abultada de la lista de espera quirúrgica, todo el mundo sabía que cuando llegara mi turno a mí me mandarían un sacerdote con una enorme estaca. En otras palabras, si uno leía con atención mi expediente me habían dejado en manos de un cazador de vampiros. En realidad, de lo que no se daba cuenta la gente era que la muerte era el tema principal de la vida. Tal vez por eso la muerte era algo tan íntimo y tan grande que nadie soportaba discretamente su conversación. En efecto, me di cuenta de que mi amigo había hablado con terceras personas sobre lo que yo le conté. Sobre mi obsesión con la muerte. Pesaba tanto que la gente para aminorar su carga tenía que desahogarse. ¿Hay algo más común que la muerte? Sin embargo no era correcto hablar de ella. A partir de entonces aquel amigo perdió todo el crédito para mí y nunca más le cogí el teléfono. Pero él continuaba llamando una y otra vez. En cualquier, caso me di cuenta de que aquel hombre no estaba bien. Y su enfermedad consistía en no respetar la voluntad de los demás. Resultaba evidente que no comprendía la paz que yo buscaba en el interlocutor al que le hablaba de la muerte. A cambio, escuchaba innumerables problemas triviales que él nunca conseguía solucionar. Tal vez no entendía lo que pasaba o tal vez quería hablar de otras cosas conmigo. Mientras tanto, no entendía que esas otras cosas a mí no me interesaban en absoluto. En verdad él tenía mucha parte de culpa de los problemas de los que siempre contaba y que nunca se atrevía a afrontar. Problemas perpetuos como que estaba buscando trabajo porque había dejado el anterior, o que lo había dejado otra vez su eterna pareja porque se dejaba maltratar por ella. Un día incluso me persiguió por la calle cuando iba a trabajar gritándome como un energúmeno. Quizá intentaba expresar así que conocía mi secreto. Él intuía que yo me había escapado, en cierto modo, de esa rueda tan absurda como penosa. Sabía que solo me preocupaba una cosa. ¿Por qué llamaba todos los días de aquella forma tan inquietante? Quizá intentaba decirme que ya no podía borrar de ninguna manera de su mente el error de haberle mirado a los ojos por última vez, quizá me culpaba porque me había equivocado confiándole la responsabilidad de hablarle de la muerte.

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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