Cuando el chico montado en su vehículo terrestre de carga, lleno del fruto fresco de la cosecha, junto a su perra loba herida y salvaje, cruzó la frontera, se encontró de bruces delante del páramo, y apenas le quedaba ya munición para cazar pavos o conejos y asarlos al aire libre. Venía huyendo de las grandes llanuras en las que los enfadados campesinos, que se habían levantado contra el imperio, lo quemaban todo. La tierra vaciada de aquellos singulares pagos le mostraba una belleza sin parangón: con estaciones abandonadas, pueblos fantasma, atardeces mágicos y lagos encantados. A lo lejos vio una torre, y luego otra, y con alegría inusitada celebró que un pequeño reducto de civilización podía salvarle de quedarse tirado sin agua, ni comida, y tampoco le gustaba quedarse sin móvil, ni gasolina.

—¿Me puede poner un bocadillo de tortilla de patatas-?–dijo el chico mirando la carta de aquel desangelado lugar.

—Lo siento, no me queda.

—¿Tiene entonces calamares fritos?

—No

—¿Y jamón serrano?

—Tampoco.

—¿Qué tiene?

—Jamón dulce.

—Ok. Póngame un bocadillo.

Entonces el hombre se marchó dentro y el chico se quedó esperando. Tardaba tanto que miró por la esquina y lo vio cruzar la calle hasta un supermercado que había bastante lejos. Finalmente, le hizo un triste bocadillo de jamón York, por el que le cobró un precio desorbitado.

—Por favor, lléneme el depósito.

Un olor extraño de la tierra fértil le habló del desarraigo. Los múltiples intereses demográficos del imperio habían producido acuerdos económicos que dividían deliberadamente a los trabajadores locales entre sí. En ese momento, el muchacho, se dirigió al baño y comprobó que para los no clientes había una tasa extra de 0,50 por vaciar el vientre o la vejiga.

—Venías seco.

—He tenido que desviarme para evitar la violencia y la política.

El trabajador permanecía en un hosco silencio mientras pensaba: son daños colaterales.

—Los campesinos tienen razón—insistió el chico.

El mutismo del operario le producía cierta inquietud, pues no sabía a ciencia cierta lo que pensaba.

—Entiendo su rabia. Detesto a los cargos públicos que crean más problemas generales porque solo buscan el poder individual —contrató el chico.

¿Existen todavía los que están dispuestos a asumir perjuicios personales para alcanzar un bien colectivo? Se preguntó para sus adentros el operario de profundos ojos azules.

—Esa gente es peligrosa para ellos porque sirve de ejemplo—le replicó el chico que podía leer su mente.

—Aquí, también pasó hace mucho tiempo. ¿Ves todos esos pueblos abandonados y esos campos baldíos que hay en el camino?

—Sí —respondió el chico.

—Vinieron unos hombres de negro. Con sus guardias imperiales y sus armas láser. Se mostraron benévolos y ofrecieron contratos suculentos. Nuestros ancestros querían arreglar el problema e intentaron negociar.

—¿Y qué sucedió?

—Se quedaron con todo. No querían arreglar el problema. Querían tener todo el poder. Y lo consiguieron porque nadie se rebeló.

—Todavía hay esperanza. Solo hace falta un despertar de la fuerza que haga entender que el verdadero enemigo es el imperio. Los distintos gremios de los trabajadores de todas las regiones deberían hablar entre sí. El día del conocimiento colectivo se acerca. Ahora hay una nueva negociación y sé que vuestras nuevas generaciones no aceptaran las condiciones. Incluso me he imaginado que están pensando en volver a este satélite rebelde y no renovaran el contrato con el imperio.

—¿A dónde llevas esa perra loba herida? —preguntó el operario.

—A ninguna parte, quizá a algún sitio en el que haya libertad.

*Imagen generada por IA con Freepik.

Articulista en Revista Rambla

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

Comparte: