Organizan nuestro pensamiento y nuestra acción. No, no resulta indiferente la utilización de un término u otro. En estos momentos, el mundo está sobrecogido ante la tragedia de Gaza. ¿Cómo corresponde calificar el martirio a que se ve sometida su población civil? Las cifras de víctimas provocan vértigo. La proporción de mujeres y niños – estimada en un 70% – rebasa cuanto hemos visto en anteriores conflictos. No es de extrañar, pues, que una oleada de simpatía hacia Palestina recorra las principales ciudades, transformando la exigencia de un alto el fuego en un clamor general.

Merece la pena, sin embargo, examinar más de cerca el enfoque discursivo de esas movilizaciones para mesurar su efectividad. Porque, en la vorágine de la indignación, podemos estar perdiendo una dimensión importante del conflicto. Quizá sin percatarse de ello, se ha generalizado en la mayoría de protestas el calificativo de “genocidio” para designar la actuación del Estado de Israel. Sudáfrica ha formulado en estos términos su denuncia ante el Tribunal Penal Internacional de La Haya. Ciertamente, el horror de los bombardeos indiscriminados incita a suscribirla. No obstante, el término no se justa a lo que acontece… y esa inexactitud puede dificultar los esfuerzos en favor de la paz y de una solución democrática a la crisis del Próximo Oriente.

El término “genocidio”, acuñado en 1944 por el jurista Raphael Lemkin para calificar las atrocidades del régimen nazi, designa el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de etnia, religión, nacionalidad o política. Desde luego, no faltan fanáticos en la extrema derecha israelí y en el seno del propio gobierno de Netanyahu que fantasean con una “solución final” de la cuestión palestina. Amichai Eliyahu, ministro de Patrimonio y miembro del ultraderechista “Poder Judío”, evocó sin rubor la posibilidad de lanzar una bomba atómica sobre Gaza. Pero no es ése apocalíptico escenario el que se vislumbra en la Franja. A lo que asistimos es a una aplicación, a una escala nunca vista, de la “doctrina Dahiya”, elaborada por el Estado Mayor del ejército israelí. Es decir, al castigo brutal e indiscriminado de la población donde se asienta “el enemigo”. Y, aunque los planes del gobierno israelí son confusos, el objetivo parece ser una suerte de Segunda Nakba, un desplazamiento masivo de los habitantes de Gaza, generando espacios de “seguridad” o de expansión colonial. Naturalmente, la guerra tiene su propia dinámica y escapa con frecuencia a los aprendices de brujo que la desencadenan. Toda la región puede inflamarse, dando lugar a situaciones impredecibles.

Pero, lo que está ocurriendo no necesita alcanzar las dimensiones totales de un Holocausto para suscitar el rechazo de la opinión pública. Más allá de cómo se califiquen los hechos, la conciencia democrática exige movilizarse en favor de un cese inmediato de las hostilidades y de una actuación efectiva de nuestros gobiernos, presionando en ese sentido al ejecutivo de Netanyahu. Y ahí hay toda una panoplia de resortes – diplomáticos, comerciales e incluso de cooperación militar – que no pocas capitales europeas, así como la propia UE, pueden utilizar para contener a Israel. Pero, si el término “genocidio” casa bien con la indignación que suscitan los crímenes de guerra y la violación flagrante del derecho humanitario, quizá no lo haga con la eficacia del movimiento.

Insistamos: las palabras no son inocuas, ni son percibidas del mismo modo por todos los implicados en la tragedia de Israel y Palestina. Si lo que está en juego hoy para Palestina es una cuestión vital, no hay que perder de vista que la acción de Hamás del 7 de octubre sumió también a la sociedad israelí en la percepción de hallarse ante una encrucijada existencial. La intensidad de las emociones discurre por derroteros que no se ciñen a la macabra contabilidad de las víctimas, al balance de qué parte acumula más muertos. El 7 de octubre despertó en Israel – y entre las comunidades judías repartidas por el mundo – la memoria atávica del pogromo. El trauma ha tetanizado en gran medida a la sociedad israelí. La mayoría no quiere saber lo que ocurre en Gaza. Las manifestaciones pacifistas son muy minoritarias. Haaretz salva el honor de la prensa libre. Pero la guerra, que tarde o temprano precipitará su caída, comprime aún las contradicciones latentes en Israel y proporciona una prórroga a Netanyahu.

Con todo, no hay que perder de vista que la solución del conflicto, con la puesta en pie de un Estado Palestino viable, requiere un vuelco en la correlación de fuerzas en el seno de Israel. Es dudoso que el término “genocidio”, por su equiparación con el nazismo, facilite la evolución de las conciencias. De entrada, más bien puede suscitar un cierre de filas defensivo. Pero lo que, desde luego, no contribuye a meter cuña entre los resortes democráticos de la sociedad israelí y la lógica del colonialismo es el eco de algunas proclamas oídas en las manifestaciones de solidaridad con Palestina. Las cosas han cambiado desde 1947. Antes de la proclamación de Israel, con la cuestión aún abierta, tenía sentido la reivindicación de una Palestina unida, asentada sobre el conjunto de su territorio histórico. Hoy tenemos realidades nacionales muy consolidadas que sólo se nos ocurre acomodar mediante la solución de dos Estados. Pero, cuando en las calles se oye gritar a favor de una Palestina desde el Jordán hasta el Mediterráneo, la sociedad israelí – y no solo ella – escucha: “¡Los judíos al mar!”.

La dificultad para deslindar la crítica de Israel del antisemitismo no es una cuestión menor. No lo es para la izquierda. Pero tampoco para el movimiento por la paz. Por supuesto que el gobierno israelí tilda de antisemita a quien no le baile el agua. Pero, el antisemitismo, latente, sigue existiendo entre nosotros. Su sombra puede incluso desempeñar un papel más importante de lo que parece. Por razones históricas, Alemania, con todo el peso que representa en la Unión Europea, se siente impelida a mostrar una solidaridad prácticamente incondicional con el Estado de Israel. Las consignas y discursos de trazo grueso tampoco ayudan en este caso a reagrupar eficazmente al conjunto de fuerzas democráticas y progresistas.

En estos momentos, el mayor peligro reside en el “campismo”, una suerte de visión deformada de la realidad, heredada de la guerra fría: la visión de un “Sur Global” que se moviliza por Palestina – al tiempo que da la espalda a la Ucrania atacada por Putin – y un “Occidente democrático” que, más o menos sonrojado, se ve arrastrado por el Estado de Israel en su huida hacia delante. Corresponde a la izquierda despejar un camino en el que puedan encontrarse los pueblos, en el que la defensa de la dignidad y el futuro de Palestina no pueda leerse como una amenaza para los judíos. Israel vive desde su nacimiento sobre una contradicción histórica que algún día tendrá que resolver: la tensión entre su afirmación original como Estado democrático y la lógica corruptora de la apropiación colonial, que llega hoy a su paroxismo, cuando – por decirlo de algún modo – los testaferros del asesinato de Rabin gobiernan Israel. No habrá salida sin la recomposición de un movimiento progresista, decidido a construir un proyecto de convivencia. Las palabras importan. Hay que emplear las adecuadas para hacerse oír y unir a quienes deben juntar sus fuerzas.

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Barcelona, 1954. Traductor, activista y político. Diputado del Parlament de Catalunya entre 2015 y 2017, lideró el grupo parlamentario de Catalunya Sí que es Pot.

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