A medida que se aproxima la fecha de la cumbre de la OTAN en Madrid, se hacen más visibles las disensiones y se multiplican los reproches cruzados entre los socios del gobierno de coalición. Por supuesto, nadie quiere una ruptura. No llegará la sangre al río. Pero la necesidad de afirmar perfiles diferenciados en una cuestión como ésta, que la guerra de Ucrania ha vuelto de primerísima importancia, provoca unos chirridos nada beneficiosos para las izquierdas. El buen desempeño del gobierno de Pedro Sánchez en ámbitos sociales y económicos queda sumergido por el ruido incesante generado desde la derecha y la extrema derecha. Para desgastarlo, PP y Vox “sacan petróleo” – nunca mejor dicho – de una inflación que no es responsabilidad del ejecutivo, así como del sordo y extendido malestar social, reflejo de la incierta situación mundial que atravesamos. No es buen momento, pues, para exhibir disputas entre ministros.

La discusión quedó zanjada con la formación del gobierno y la entrada de UP en el ejecutivo. Sin embargo, quienes en su día fuimos partidarios de un acuerdo “a la portuguesa” – un gobierno monocolor socialdemócrata, apoyado desde el parlamento por la izquierda alternativa – no podemos por menos que pensar que esa fórmula hubiese brindado un marco más apropiado para gestionar contradicciones como las que plantea la relación con la OTAN. (Pero no hay vuelta atrás, ni tiempo que perder en especulaciones. En cualquier caso, aquella fórmula no hubiese exigido menos madurez e inteligencia política que la requerida en las actuales circunstancias). Y es que cada una de las izquierdas tiene sus razones… y no son solubles unas en las otras. Sin embargo, juntas, deberían encontrar un camino transitable para que prevalezcan los intereses democráticos y sociales que las unen.

España forma parte de la OTAN y la apuesta del PSOE es inequívocamente atlantista. UP era consciente de ello y – aunque nadie podía imaginarse entonces que iba a estallar una guerra en suelo europeo – cedió al socio mayoritario la dirección de la política exterior y de defensa. A pesar de lo dramático e inesperado de los acontecimientos en el Este, ese tipo de crisis internacionales eran eventualidades a las que podía tener que hacer frente el gobierno. No lo olvidemos. Lo cierto es que la brutal agresión de Putin contra Ucrania no sólo ha revitalizado a la OTAN, sino que ha logrado que sea percibida por amplios sectores de la opinión pública europea como una alianza eminentemente defensiva y como un bloque de democracias enfrentadas al autoritarismo. Suecia, Finlandia y Dinamarca han puesto fin a su histórica neutralidad y a sus reservas a una plena integración militar operativa. Las Repúblicas bálticas sólo juran por el paraguas protector de la Alianza frente a las ambiciones territoriales del Kremlin. Georgia y Moldavia sienten que su próximo destino se está decidiendo en las planicies de Ucrania. Esos temores son fundados, pero la realidad es más compleja.

La OTAN no es un club de democracias avanzadas. Turquía, que acaba de significarse con sus reticencias a las nuevas adhesiones nórdicas, no constituye precisamente un ejemplo de liberalismo. Ni tampoco es un socio menor de la Alianza. No hace falta remontarse a los años de la “guerra fría”. Desde el bombardeo y la contribución a la dislocación de Libia hasta la prolongada misión en Afganistán – que concluyó con la entrega de Kabul a los talibanes -, algunas destacadas intervenciones de la OTAN no se han caracterizado por su carácter defensivo, ni por su impronta democrática. La debilidad relativa de sus Estados miembros, empezando por los europeos, hacen de la OTAN un instrumento tutelado por Washington. Tanto es así que, si los países latinoamericanos no muestran hoy entusiasmo alguno por la causa de Ucrania, no es tanto por simpatía hacia Putin como por el lancinante recuerdo de las intervenciones de Estados Unidos en su “patio trasero”. Del mismo modo que, cuando París habla de libertad, los países africanos arrugan la nariz. Hace unas semanas, Mali mostraba la puerta de salida al contingente francés desplegado en aquel país… mientras recibía a los mercenarios rusos de la compañía Wagner. Ni Estados Unidos inoculó democracia en “las venas abiertas de América Latina”, ni las viejas metrópolis la llevaron nunca a sus posesiones coloniales. Una dolorosa historia palpita en la memoria de las naciones. Por otra parte, el semblante actual de las democracias liberales occidentales no resulta de una evolución natural del capitalismo, sino de las luchas del movimiento obrero, de las mujeres y de los movimientos sociales por ampliar derechos y libertades. Pero si las clases dominantes tuvieron margen para ceder ante esas luchas – e incluso para mantener durante décadas un pacto social que se rompería con la irrupción del neoliberalismo – fue en gran medida gracias al expolio de los continentes menos desarrollados. El pesado fardo de los agravios no reparados de ayer y de las sangrantes desigualdades de hoy determina tales desencuentros.

El marco geoestratégico de la guerra de Ucrania, más allá de sus contendientes directos, es el de una tensión creciente entre el declinante poderío americano y la ambición expansionista de China. Es decir, una disputa por la hegemonía del mercado mundial y el control de las materias primas. En ese contexto, la OTAN encorseta a las potencias europeas, venidas a menos, y contribuye a alinearlas tras los cálculos estratégicos americanos. Por encima de la naturaleza de los regímenes políticos, se trata de un enfrentamiento global de naturaleza imperialista, no de una confrontación entre democracia y dictadura.

Ahora bien, presentar la cosa en esos términos ideológicos no es mera propaganda “atlantista”. Hay una parte importante de verdad, a la que se aferra la socialdemocracia. Ese conflicto global va tomando forma a través de episodios concretos, que tienen su propio grosor y características. Es el caso de la invasión de Ucrania por parte del régimen autocrático ruso. No sólo la resistencia ucraniana es legítima, sino que Putin está librando un combate de fondo contra la Unión Europea, tratando de dinamitar un proceso de integración que, tras la pandemia, va tiñéndose de federalismo. Putin agita el hambre en África – descargando las culpas de la crisis alimentaria sobre Europa – y cuenta con que la inflación haga tambalearse a los gobiernos occidentales. Pero, si el amo del Kremlin se saliese con la suya, quienes se fortalecerían serían la extrema derecha y los nacional-populismos. En ningún caso la democracia, ni la izquierda en cualquiera de sus versiones. Ciertamente, Pedro Sánchez podía haber moderado un tanto sus loas a la OTAN en los actos de celebración del cuarenta aniversario de la adhesión de España. La Alianza dista mucho de ser ese dechado de virtudes que ensalzó el presidente del gobierno. Pero su discurso tampoco podía ir por otros derroteros en las actuales circunstancias. Y, desde luego, la apuesta de Sánchez, situándose junto a Ucrania, es acertada. La izquierda alternativa se equivocaría si pusiese en entredicho o debilitase esa postura de la socialdemocracia. Putin no es ningún contrapeso progresista a los desmanes occidentales.

Al mismo tiempo, la crítica a la OTAN es legítima y necesaria. La fórmula portuguesa a la que antes me refería hubiese permitido formularla con mayor claridad, sin llevar las desavenencias al consejo de ministros. Pero aquí hace falta una seria reflexión por parte de la izquierda. Por ahora, esa crítica tendrá poco recorrido en una opinión pública europea que oscilará entre el temor a Putin y la irritación frente a las privaciones ocasionadas por la guerra. (Un enfado que, de ser capitalizado por la extrema derecha, no redundaría precisamente en un avance del pacifismo). El único camino que cabe explorar es el del desarrollo de la autonomía diplomática y de defensa de la UE. Algo difícilmente realizable si no es bajo un ascenso de las izquierdas en sus principales países. Y, aún así, no resultará sencillo vencer la resistencia de las soberanías nacionales, por más que su invocación corresponda a la nostalgia de una grandeza perdida antes que a la realidad de unas metrópolis disminuidas en la nueva economía-mundo. Francia está convencida de que, dado que dispone de la “force de frappe” nuclear, debería ostentar naturalmente la jefatura de un ejército europeo. Pero las circunstancias están empujando, una vez más, en el sentido de una mayor integración. O bien los gastos de defensa devienen cada vez más conjuntos y armonizados en torno a un diseño compartido, o bien las partidas militares desequilibrarán los presupuestos nacionales, con nefastas consecuencias para el gasto social. Sólo una Europa unida y autónoma puede aspirar a preservar conquistas sociales y libertades, desempeñando un papel pacificador en la arena internacional y proyectando la imagen de una democracia con la que puedan identificarse los pueblos anhelantes de progreso.

No está, ni mucho menos, garantizada la eclosión de esa Europa, que hoy permanece encorsetada en la OTAN. Las dos izquierdas deben escucharse y debatir en los marcos apropiados, sin anatemas, para contribuir a ello. La izquierda crítica tiene que hacerse cargo de los límites en los que se mueve la socialdemocracia. Y, en la crisis abierta por la guerra, entender que el choque que se libra en Ucrania no admite lavarse las manos. Hay margen para una unidad entre las izquierdas a lo largo de un buen trecho. Por su parte, y más allá de sus compromisos, el PSOE debería aceptar la legitimidad de la discusión estratégica sobre las alianzas militares. ¡Cuidado con las ironías fáciles acerca de supuestas “posiciones residuales”! Que cuestionar la pertenencia a la OTAN parezca una actitud a contracorriente, inviable en estos momentos, no quiere decir que esa postura carezca de fundamento, ni que el tumultuoso desarrollo de los acontecimientos no vaya a ponerla a la orden del día, de un modo u otro, en un momento dado. En realidad, al hablar de la OTAN, entramos de lleno en el debate sobre el futuro de Europa, sobre los peligros que la amenazan y sobre su construcción federal; una construcción que comporta necesariamente una vital dimensión de defensa.

Barcelona, 1954. Traductor, activista y político. Diputado del Parlament de Catalunya entre 2015 y 2017, lideró el grupo parlamentario de Catalunya Sí que es Pot.

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