Había una vez un hombre maduro e intelectual, sin esposa, y que casi no se hablaba con su hermana, que se ocultaba de los desengaños de la vida, ocupado en el rentable oficio de alquilar pisos heredados por toda Barcelona. Su mirada era una mirada pura y remota, puesto que no estaba contaminada por los intereses complejos o los condicionantes más comunes de la vida.  A pesar de estar solo, no era una carga para el resto del mundo. No pedía ser comprendido y por el contrario, él aceptaba a los demás tal y como eran. En efecto, comprendía que la verdad estaba en el medio y el error en la excesiva estupidez de la juventud o en la categórica desilusión de la vejez desconfiada. Este hombrecito menudo y cultivado, al que le gustaba mucho la misma música y los mismos libros que a mí, contra todo pronóstico, fue seleccionado por un importante medio audiovisual -–una productora de Cine— para hacer un experimento: tenía que vivir quince días en un barrio marginado. La idea era provocar una situación extrema, un artificio que midiera la inseguridad y las tensiones sociales que tanto se pregonaban, ante la subida de la delincuencia, no obstante, basada en datos objetivos. Los primero que tuvo que hacer fue mudarse a una habitación compartida con doce jóvenes inmigrantes. El abundante perfume de la bisoña y bella recepcionista, contrastaba con el hedor sin paliativos que rezumaba aquel cuarto lleno de juventud cansada y ávida de calefacción y cama. Algunos de ellos eran sus propios compañeros de trabajo, pues no en vano, mientras durara el experimento, tenía que realizar un trabajo juvenil, es decir, limpiar servicios de señoras. Los jóvenes le enseñaron lo que era Spotify y él a cambio, lo bien que sonaba Patti Smith en las cintas casete de su vieja furgoneta. No pudo negar que vio cosas raras, porque una vez se retrasó al cruzar el semáforo y un vehículo a toda velocidad la reprochó el color de su piel al cruzar tarde la calzada. Por otro lado, fue a un bar y asistió a una tensión laboral, quizá en el fondo infundada, o basada en prejuicios y en diferencias de género y de cultura. Después, la muchacha más hermosa que había visto en mucho tiempo, le preparó una típica comida caliente boliviana. Un joven que llevaba muchos años viviendo allí y que no osaba dejar su bicicleta sin amarrar, se atrevió a dejarla sola, cuando él le respondió que no sabía si se la podrían robar o no. Más tarde, aquella noche no pudo dormir por la tos recurrente de los que trabajaban a la intemperie y las intempestivas llamadas de probables morosos que ocultos en aquel hedor anónimo intentaban pasar desapercibidos. Conmovido por las desigualdades del mundo le regaló un poco de dinero a un imberbe compañero de trabajo, para que pudiera tener una cita. Por casualidad, en esos insólitos días, conoció a su propia sobrina que se había escapado de un barrio de lujo y al fin pudo verla después de tantos años sin saber nada de ella. Por último, un desconocido ex-marido con cáncer, le encomendó que cuidara de una cocinera del barrio, que le gustaba y que tenía una grave irritación en las manos debido a interminables jornadas lavando platos. Cuando volvió a su acomodado domicilio, en el que sin embargo, las noticias de los telediarios siempre eran malas, lo hizo con renovada esperanza. De hecho, ahora entendía mejor el por qué de la distancia social y algunas de las razones relacionadas con la subida de la delincuencia. Lloró escuchando música mientras todos podían el acento en la falta de integración de los inmigrantes. No obstante. nadie había caído en el detalle de la brecha generacional. Porque la diferencia entre viejos y jóvenes es universal, y por lo tanto, el entendimiento y la tolerancia entre esos dos grandes grupos sociales, debería fomentarse por las instituciones públicas, mucho más allá de los prejuicios de ambas partes y de las diferencias culturales o de procedencia.  De hecho, era divertido que tras convivir quince días en una habitación compartida con jóvenes, en un supuesto barrio peligroso, sin que sirviera de precedente, aquel viejo y confiado rentista, por costumbre, siempre había dejado su furgoneta mal cerrada y el único robo que había sufrido había sido el de los precios en general y el de los monopolios de las grandes empresas en particular, verdaderos ladrones que hipnotizaban a los incautos, puesto que comercializaban todo aquello que no eran necesidades básicas para la inmediata supervivencia individual, y que sin embargo suelen sustituir cosas que no se pueden comprar, como la falta de amistad, la escasez de amor, o la distancia remota de la familia.

Articulista en Revista Rambla

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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