bosques

Sobre la mandrágora, planta que crece en la sombra de los bosques y junto a las aguas, allí donde retrocede la luz y se acumula la noche, Borges escribe (El libro de los seres imaginarios) que un antiguo médico creyó poder identificarla con aquella môly de la Odisea, la droga que Hermes entrega a Odiseo como antídoto contra la magia de Circe. Môly es blanca como leche en la flor, negra en la raíz; difícil de arrancar para los hombres, pero accesible fácilmente a los inmortales dioses. Con môly –el fármaco, la droga– la naturaleza hace entrega de un don que a la vez es un misterio.

Hay quien sostiene que decir lo oscuro requiere un lenguaje oscuro, que para captar la equivocidad del hombre sólo los equívocos resultan adecuados, o bien inadecuadamente adecuados. De la misma manera podemos pensar que sólo quien de por sí constituye un misterio de la naturaleza está capacitado para conocer en profundidad los misterios de la naturaleza. Quizá algo así ocurra con el centauro de los griegos.

Los centauros moran en los húmedos bosques que recubren las montañas –cósmicos seres que empañan las dimensiones de los hombres–, allá, en Pelión, ese monte que congrega nubes, del que a su vez emanan vapores y aguas, formando torrentes, torrentes y arroyos, cañadas, árboles y ríos que en picado saltan hacia el borde del mar –es la costa de Tesalia, las Espóradas, Mitilene y Troya en la distancia–. En la espesura de esos bosques tritura Quirón las drogas, extrae el líquido, aprehende la esencia de las plantas. Suyas son las inventivas que de la naturaleza extraen la magia del narcótico que la tierra hace crecer: el fármaco, el secreto de la naturaleza.

Si la figura del Centauro se origina en el culto (por usar una torpe palabra) de ciertas divinidades fluviales (usando una torpe clasificación), el monte Pelión, engarzando ese apéndice de tierra que anuncia ya las islas, rodeado en su cima, incluso en los días de sol, por nubes blancas y grises, presintiendo lluvias, acumulando tempestades, haciendo brotar manantiales y originando cauces, tenía que ser sin duda la cuna del linaje del centauro. Donde nacen los ríos la tierra se vuelve roca, montaña, cadena; y con su curso la tierra se ablanda, se estira despacio hacia la playa mientras el río libera lento su caudal. Juncos y silbidos. De águila a garza real. Quizá por esta imagen natural los poetas consideraron oportuno decir que Centauro nace precisamente de un ser en el que aire y agua se entrelazan, una nube que, por otra parte, no es sino material para una especie de obra de arte: con esa forma compacta hecha de aire y de agua yace Ixión en las laderas, transformándose así el padre de todos los centauros.

Pero Borges no sólo quiere recordar a Píndaro, también recuerda a Homero, y así escribe que semejante a esos seres cuya estrepitosa furia silenció con su gesto Apolo en la boda de la bella Hipodamía, tal y como todavía los restos de Olimpia lo dejan ver, es también «el más justo de los centauros», Quirón, el sabio educador. A este experto en los dones mágicos de la naturaleza le corresponde, como científico y maestro, el extraño concepto de un ser biforme, desbordante, peligroso, que se precipita desde los nudos montañosos con y a través de las aguas, como un caballo desbocado, como un ebrio en las puertas de la noche, como una tormenta que estalla quebrando el cielo.

Precisamente al centauro –ser híbrido, anómalo, antinatural– le está permitido extraer a la luz ese secreto que descansa en la verde espesura de los bosques. Quirón, el centauro de Magnesia, es el médico, el maestro de Asclepio, el amigo de los hombres y el consejero de un Apolo enamorado.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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