Eran las cinco. El taxi la dejó en la puerta del hospital. Imposible llegar andando desde la estación de autobuses con esa lluvia. Veloz aunque cansada (tuvo que correr con la niña arrastras para dejarla con su abuela), la cabeza a punto de explotar (la acusó otra vez con las mismas palabras cuando se marchó a toda prisa dejándole a la niña), vistiendo una chaqueta de pana que no podía protegerla de la lluvia (porque mira qué pinta, nunca me compro nada), su madre llegó al hospital justo cuando empezaban las horas de visita, un martes, a las cinco de la tarde.

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Ilustra Evelio Gómez.

Seis camas se elevaban del suelo sobre patas metálicas, tres a cada lado de la habitación. Seis niños reposaban bajo las sábanas como muñecos guardados en los bolsillos de un gigante. Llena de luz artificial, humeante de olores marchitos (jarabes, inyecciones, cápsulas balanceándose en su gancho como gotas de lluvia; pomadas, pastillas, termómetros), llena de gemidos y susurros (un niño estornuda, otro se queja y se rasca), la habitación de los niños era tétrica y divertida al mismo tiempo. Era tétrica cuando llegaban las visitas; era divertida cuando se marchaban y los niños, reclinados en sus camas, hacían turnos para que un coche teledirigido (un padre se lo dio a su hijo) se estrellase por turnos contra las patas de las camas a modo de saludo, como quien lanza un mensaje en el interior de una botella y ésta rueda con las olas y se mece en la marea esquivando los escollos, arriba y abajo, en la marea, hasta que finalmente se posa indemne en la playa blanca, porque el suelo de la habitación era un auténtico mar de olas altas como montañas, guarida de monstruos saltando en los bordes de los acantilados, y en ese mar, en ese desconocido mundo más allá de los bordes de las camas, ellos, los niños enfermos, no podían aventurarse nunca, por nada del mundo podían pisar ese suelo sin que mediasen mujeres vestidas de blanco, mujeres que irrumpían por arte de magia en la habitación, con regularidad asombrosa, sin necesidad de luz, muy temprano en la mañana, casi a oscuras, sosteniendo la bandeja con galletas y leche templada, en la noche, cuando equipadas con agujas y termómetros se mostraban al borde de las camas, aproximando a los niños su rostro borroso y su mano fría, sin pronunciar palabra, sólo el ruido de los zuecos deslizándose bajo sus pies, zuecos blancos, pisadas lentas, caras sin rostro, manos desconocidas. Aquel coche era el navío que los niños lanzaban tristemente al encuentro de aventuras en las olas del mar, tristemente, en un mar de baldosas.

Fuera la lluvia seguía embistiendo las ventanas; las gaviotas ululaban en el mar; su madre cruzó la puerta con la chaqueta empapada. Era la primera visita y no la besó, miró su brazo derecho y no la besó. Ahí estaba la hinchazón violeta, las venas azules como riachuelos perdidos en un herboso prado sucio.

Sigue hinchado, dijo. Esa bruja… Apartó un mechón de pelo húmedo.

Delgada, diminuta, pelo negro, liso, cara borrosa, fea, arrugada, la enfermera hundió su aguja una vez y fracasó, la hundió otra vez y volvió a fracasar, la hundió una tercera vez sin éxito. Le tomó el antebrazo derecho (no se ven las venas, murmuró), y por cuarta vez hundió la fina punta en la carne del brazo.

Después apretó un algodón y los bordes de la aguja se elevaron como las plumas irisadas de algún pájaro magnífico. El pinchazo le dolió mucho, el antebrazo aumentó de volumen y la piel se oscureció. Esa noche pulsó el timbre que colgaba a su lado, otra enfermera apareció junto a su cama sin decir nada. Era de noche, lo sabía porque los niños dormían y la única luz procedía de la puerta del pasillo. Eso era lo que sabía. Ni la hora exacta ni si era antes o después de medianoche.

Hablaré con el doctor Vázquez y verás cómo le llama la atención.

Ella era una de esas mujeres a las que les gusta dormir a todas horas, incapaces de hacer cola en el supermercado para comprar una lechuga. Su abuela la llamaba chambona porque no sabía planchar una camisa. Quita de ahí, chambona, le decía. Y ella se apartaba porque era joven y despreocupada y su madre aún estaba viva.

No vayas a escoger el más caro, dijo al sacar el catálogo del bolso.

No podía alargar los brazos. El brazo izquierdo yacía inmovilizado bajo el cabestrillo, el brazo derecho estaba demasiado hinchado. Era un catálogo de vestidos de comunión. Su madre lo abrió por la mitad. La niña vio el vestido perfecto.

Piensa que todavía quedan los zapatos, las fotos, los recordatorios, todas esas tonterías. No querrás que atraque un banco.

Ella era una de esas mujeres que no se mordían la lengua a la hora de surprimir los deseos desmedidos de sus hijas. No querrás que me ponga en la esquina, no querrás que atraque un banco. Y para qué quieres hacer la comunión. Tu hermana no la hizo.

Ella no conocía las razones. Podía saber y sabía que siempre llegaba el momento en que sus pulmones se encharcaban y entonces se levantaba de la cama y le llevaba una toalla para que vomitase. Podía oírse el hueco del pecho, el ronquido, el estertor. Ella sabía que el hospital estaba en otra ciudad, sabía que tendría que pedir que las llevasen en coche. Sabía que llegaría a las tantas y ahí estaría el doctor Vázquez bromeando con eso de la habitación que pondrían a su nombre, sí, qué cruz, qué cruz, contestaría ella. Y todo en cierto modo era mentira. Porque ella lo sabía pero no estaba, no estaba cuando golpeaban su espalda y ella tosiendo, sin más, sólo tosiendo, tosiendo agotada. No estuvo allí cuando le clavaron la aguja por cuarta vez. Tampoco cuando la llevaron semidesnuda al comedor. Ni cuando muerta de vergüenza una enfermera extraña pasó una esponja por sus piernas, delante de niños que miraban, la miraban con los brazos quietos en los cabestrillos, atravesados por tubos de goma, incapaces de alzarse y defenderse, desnuda, los brazos prendidos en las tablas de las cruz. Mamá, qué sabes tú de eso. Cuando las luces se apagan me quedo sola, los niños duermen, ellos vienen y van pero yo permanezco, quieta, silenciosa, paralizada; abro los ojos y oigo el ruido a mi lado, veo luces a mi lado y creo que la locomotora se ha puesto en marcha, la veo correr por la llanura, creo que de un momento a otro se descarrilará, caerá por un precipicio cualquiera, porque esos ruidos no cesan en la noche, esas luces me mantienen insomne hasta el amanecer, y entonces llegan algunas visitas, me traen libros comprados en el quiosco de abajo, tres o cuatro páginas grapadas, fábulas, cuentos, dibujos. Y tú no estás cuando los abro y respiro. Respiro pasando las páginas, poco importa ya si estoy inmóvil en la cama de un hospital desde hace dos meses, no importa que la gente deje de venir porque se ha acostumbrado a estar sin mí, porque es un rutina que cada tres meses yo desaparezca y Paula ría y haga bromas y el hospital está demasiado lejos. Lo sé, lo entiendo, por eso me quedo con las hojas del quiosco, camino entre los árboles del bosque, veo las hojas temblando en las ramas, la liebre que salta en el arbusto; oigo el trino del pájaro en la copa del árbol y el arrollo que corre como un cachorro recién nacido. Hay zorros y racimos colgando de una vid; charcas y ranas que se hinchan de orgullo y explotan. ¿Por qué estoy aquí?, ¿por qué la comunión?, ¿qué comunión exactamente?

En el aula las mesas estaban colocadas formando los tres lados de un rectángulo. En medio del rectángulo una isla para los perdidos, los blasfemos, los más tontos de la clase. La sentaron en una de las mesas del lado más largo, frente a la maestra. La maestra era una señora entrada en años con facciones de gato y falda marrón rozando los tobillos. El padrenuestro, decía al entrar. Los niños se levantaban y rezaban, rezaban, rezaban. Era agradable abandonarse al hechizo de las frases repetidas (la paz sea contigo, con tu espíritu, con tu espíritu, con tu espíritu, mujeres, ecos en la nave de la iglesia). Algo vibraba, una ceremonia, un secreto, y Silvia progresaba, había ascendido desde su posición primera, donde la maestra la puso a principios de curso, cuando los colocó a todos ella sola, por sí misma, confiándose a su instinto y su juicio, ella los había colocado a todos en su sitio, a los niños, niños recién llegados del refugio de sus casas, niños listos, tontos, estúpidos. Les dijo que no pasaba nada, poco a poco sus sitios irían variando, ya lo verían, porque la última mesa de un lado era para el niño o la niña más tonto de la clase y la primera de otro para el más inteligente, pero todo esto era provisional, podía cambiar con el tiempo; progresarían, cambiarían sus lugares en las líneas del rectángulo, avanzarían de posición, ya lo verían, ascendiendo escalones, rezando, multiplicando, dividiendo, placeres de niños, placeres puros, avanzarían.

Todo era verdad. Esa mujer lo sabía. Ahí la veía Silvia paseando con la cabeza alta, la melena ordenada, las facciones de gato, el perro alrededor. Lo había olvidado todo y le sonreía cuando se paraban en la calle para saludarla. Sí, había perdonado su grito cuando se abalanzó sobre ella como una fiera; la había perdonado por la vez que le arrancó las hojas de la libreta porque las letras no eran lo suficientemente redondas y el papel no estaba lo suficientemente limpio. Se lo perdonó todo porque oyó o creyó que oír que alguien decía que, bueno, ella era una mujer terriblemente desgraciada. Su hermana se tiró por la ventana, muriendo en el acto, dejándola sola. Tal vez por eso arrancaba las hojas de los cuadernos cuando las letras no eran redondas y limpias o silenciaba las risas con una bofetada. Silvia iba a su casa algunas veces (quizá su hermana se arrojó de esa ventana por la que entraba el sol); iba para aprender oraciones que los niños comunes no conocen porque son difíciles y sólo unos pocos en este mundo de vivos y muertos las guardan en el corazón, se mecen en sus ritmos, se duermen con ellas, con sus tumultos y murmullos (la paz sea contigo, dijo la mujer en el banco de la iglesia). Haría la comunión, pensaba Silvia, llevaría su vestido como un premio de blancura, una mañana de mayo, cuando las mimosas cubren de amarillo las laderas de los montes, esparciendo su perfume, y una brisa agita las copas de los árboles, que susurran, allí donde el cuco roba los nidos y entona su propia oración, allí donde su abuela la lleva los jueves por las tardes, y los martes y los lunes, y juntas recorren el estrecho camino sobre las vías del tren, juntas, unidas, apartadas del resto del mundo, y son luciérganas volando al atardecer, sirvientas de la naturaleza afanándose en la ceremonia de la vida explotando en primavera, formando ejambres de flores que manos infantiles cortarán para tejer una alfombra con los colores del bosque, el blanco del clavel, el verde del hinojo, la sombra gris del eucalipto. Sí, haría la comunión aunque fuese con zapatos prestados, aunque tuviese que ponerse el vestido más barato del catálogo que su madre le llevó esa tarde al hospital.

¿Estaba sentada en su mesa cuando el maestro dijo que tenían que escribir una carta? No, era imposible que ella misma hubiese escuchado esas palabras. Tenía que ser su imaginación, su imaginación echando chispas cuando su madre le trajo el sobre con todas aquellas cartas llenas de dibujos, letras torvas, letras atolondradas que decían «vuelve pronto» infantilmente, tristemente, inconscientemente. Su madre perdió todas las cartas. Ella era una de esas mujeres que siempre perdían las cosas o las regalaban a sus vecinas (en esta casa no hay sitio, se rompe todo, las baldosas, los muebles, la lavadora) o simplemente las arrojaban por la ventana en un ataque de furia, como cuando tiró del coche en marcha una cinta de Sabina, por la ventanilla, sin vacilar, con furia, y la cinta brincó por la carretera, saltó más allá del arcén y se perdió en los eucaliptos para siempre. Su madre era una de esas mujeres que podían dormir toda la tarde aunque bombas cayesen a su alrededor y el mundo tronase.

En el hospital no había que rezar. Reinaba un silencio de muerte. A veces la locomotora amenazaba con descarrilarse por la llanura. A veces la llevaban al comedor semidesnuda y se encontraba con los niños de otras habitaciones. Jamás hablaban de por qué estaban allí. No preguntaban qué enfermedad padecían. No chismorreaban, no charlaban. Silvia vio la locomotora precipitarse en el vacío y sus ojos quedaron en blanco, enmudeció la voz en sus pulmones. Miró su alrededor mientras dormían. En alguna parte estarían las moras, las castañas, su abuela, los perros, el bosque. En alguna parte estarían extendidas las alfombras en las calles y las margaritas caerían en collares sobre un largo cuello de hinojo. Arrojada a las vicisitudes de la vida (porque la locomotora no había descarrilado aún), estremecida (la cicatriz invisible en los pulmones), Silvia escuchó años después que Dios no era más que un oficinista muy aplicado, un calculante con una gran capacidad de observación. Guardó silencio unos segundos, ella, deslumbrada, ella, que había amado el blanco de las velas, las lentas oraciones, la blancura de un vestido que su madre no llegó a recoger nunca de la tintorería.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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