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Ilustra Evelio Gómez.

Quizás mamá tenga razón cuando dice: «eso es que tu abuela debió robar mucho cuando era joven y pasaban necesidad». Quizá tenga razón después de todo y en aquellos tiempos mi abuela se diese algo de maña en robar pollos y sisar gallinas, en todo caso es bastante probable que se le diese bien sustraer a escondidas cosas que le llamase especialmente la atención, cosas que otras personas tenían y que ella no tenía. Ella no tenía nada y bueno, seguro que había tonterías que le llamaban la atención, una medalla o un broche o una pulsera, entonces abuela era solo una niña.

Abuela nació en 1940. Es probable que mamá tenga razón en lo que dice, de otro modo no se entiende esa idea fija que mi abuela tiene y que en toda su larga vida no la ha abandonado nunca. A veces parece que no es así, algunas veces casi parece que abuela no tuvo que robar nunca nada en esta vida pero al final resulta inútil negarlo, al final uno se da cuenta de que esos momentos no son más que la calma silenciosa e infinita que precede siempre a la llegada del peligro, a la voz de las sirenas, a la muerte.

Tu abuela debió robar tanto en esta vida, dice mamá, y su voz está llena de amargura y de desprecio, es una de esas voces que no pueden disimular el timbre tembloroso y brusco de las voces de aquellos que se han hecho sabios cuando menos lo esperaban y contra su voluntad, sabios y astutos a fuerza de sufrimientos y penalidades. La voz de mi madre no es suave ni serena, es una voz en extremo crispada, una voz llena de rabia, de hostilidad, de amargura. Yo sé muy bien que no me habla a mí cuando me habla, sé que le habla a las cosas que sufrió cuando todavía era muy joven para hacer nada, sé que hablándome a mí en realidad le habla a ese mundo que tuvo el sitio bastante para contener todas las calamidades y desdichas que la han vuelto taimada y astuta contra su voluntad y han terminado por cerrarle los ojos y amargado la voz.

– Debió robar tanto tu abuela… –cuenta mi madre–. A lo mejor robaba por necesidad, no digo que no, en aquellos tiempos pasaban hambre y de todo. Yo no digo que no robase por necesidad, pero como tu abuela debió robar mucho en esta vida por eso le daba siempre por pensar que los demás le robaban a ella. Como ella lo hacía, sabes…

La voz de mi madre se agudiza hasta crisparse al pronunciar la palabra «sabes». Es como si de pronto su voz hubiese tocado algo húmedo y viscoso que viene de mucho más lejos que yo y quizá de ella misma, algo que se ha vuelto viejo y húmedo como su memoria y su amargura, muy húmedo, muy viejo y muy destartalado como su voz y su memoria.

– … pues por eso pensaba que los demás también se lo hacían a ella –dice mi madre, y su voz es triste, amarga y conmovedora.

Aquel día abuela Aurora quería asar un cordero para comer en ocasión de las fiestas del pueblo. El cordero se lo había encargado a mi bisabuela, que vivía en una aldea a unos diez kilómetros de distancia y era muy buena con mi madre. Ese día mi madre estaba muy contenta. Tenía dieciocho o diecinueve años y estaba muy contenta. Era una mujer embarazada que acababa de sacarse el carnet de conducir a la primera y estaba alegre por esa razón.

– Yo ese día estaba muy contenta porque me había sacado el carnet y le dije a abuela «ala, vamos a coger el cordero para la fiesta».

Me imagino que mamá llevaría puesto uno de esos vestidos largos y holgados que suelen ponerse las embarazadas después del quinto mes de embarazo, un vestido estampado con flores pequeñas y azules en un fondo gris. La imagino empujando aquella puerta de metal una mañana de junio bajo un cielo completamente azul y despejado. Mamá habría empujado con ímpetu y con alegría y la puerta habría hecho aquel ruido al cerrarse que tanto me disgustaba de niña, aunque es probable que mamá hubiese dejado la puerta medio abierta puesto que iban a salir y el coche esperaba en la calle para llevarlas a la aldea a por el cordero. Mi abuela cocinaba muy bien, mi otra abuela también cocina muy bien, puede que mejor todavía.

Pienso que si mi madre dice que ese día estaba muy contenta por lo del carnet entonces es casi seguro que sus ojos pareciesen mucho más grandes de lo normal y su mirada impresionase mucho más que de costumbre. Abuela odiaba aquellos ojos porque sentía que la miraban con demasiado descaro para su gusto, era como si temiese que los ojos de mi madre pudiesen penetrar hasta allí donde ella no quería que penetrase nadie; era como si creyese que sus ojos la desafiaban a hablar en voz alta de ciertos asuntos de los que ella jamás sería capaz de hablar en voz alta. No es que abuela formulase esto así, pero esto era aproximadamente lo que pasaba. Los ojos de mi abuela eran pequeños y oscuros, sus hijas habían heredado sus mismos ojos pequeños y oscuros, parecía que los párpados les fuesen grandes de pequeños que los tenían, los de mi abuela eran especialmente pequeños, casi parecía que los párpados hubiesen dado de sí y ahora flotasen arrugados sobre los ojos y bajo las finas cejas y la edad no hacía más que acentuar ese rasgo en su mirada.

Entonces los ojos de mi madre eran enormes, eran enormes como lunas, mi hermana heredó sus mismos ojos, por eso abuela siempre decía que Adriana era más de la familia de mamá que de su familia. La verdad es que si Adriana no tuviese el carácter que tiene es muy probable que abuela se sintiese amenazada por sus ojos como se sentía amenazada por los ojos de mi madre; de haber sido Adriana diferente abuela también habría sentido que la desafiaban solo por ponerle los ojos encima y, quién sabe, quizás aquella idea fija suya también hubiese tocado a mi hermana como tocó a mi madre aquel día. En realidad también la tocó, indirectamente pero la tocó.

Pienso que es natural que mi madre estuviese contenta en un día como aquel. Al fin y al cabo, tenía dieciocho años y bueno, se había sacado el carnet a la primera y el cielo era tremendamente azul y luminoso y era tiempo de fiesta en el pueblo.

– Ala, vamos a por el cordero –dijo la voz de mi madre mientras empujaba aquella puerta de cristales vidriados que tan poco me gustaba cuando era niña, no me gustaba por el ruido que hacía al abrirse y al deslizarse por el suelo y cerrarse después. Una puerta no debía hacer tanto ruido, mucho menos un ruido tan metálico, tan lleno de frío, inquietud y desasosiego.

Ese día mi madre estaba contenta, es natural. Estaba contenta no solo por lo del carnet, sino porque se contagiaba de la alegría de mi abuela, que era una mujer capaz de disfrutar con las cosas más sencillas –los paseos con los perros por el monte, las mimosas, las fresas con nata–, que jamás desaprovechaba la oportunidad de celebrar una fiesta si resultaba que podía hacerlo, y cuando no podía hacerlo se las arreglaba para celebrar igualmente de alguna manera digna, paciente y dichosa.

Las fiestas duraban toda la semana y eran las más importantes del pueblo. Lo más llamativo de todo eran los bailes intrincados de los jóvenes en la plaza unidos los unos a los otros por espadas y castañuelas. Bailaban formando unas figuras cuyo diseño solo podía apreciarse bien mirando desde arriba, que era precisamente la perspectiva que tenían las dos niñas vestidas de angelitos que agitaban las manos más allá de las cabezas de las dos mujeres de edad que bailaban sudorosas entre los jóvenes. El centro de la fiesta era un dragón y no tenía equivalente en España, solo una ciudad de Portugal celebraba algo parecido. En conjunto los bailes eran muy llamativos, aunque los diseños solo se pudiesen apreciar bien desde las alturas, desde los balcones y los tejados de las casas.

– Paramos en casa de tu abuela antes de recoger el cordero –dijo mamá–. Ya sabes que si vas por la carretera de la derecha después del cruce primero pasas por ahí; además, así saludábamos a tus abuelos antes de volver a casa a hacer la comida. Tu abuelo estaba con el sulfato en las viñas que dan a la carretera. No te vas a creer lo que pasó. Las que me hicieron en esa casa no las sabe nadie.

Mi madre se ha pasado media vida aludiendo a las cosas que sufrió en aquella casa cuando era muy joven, aunque lo cierto es que nunca se ha parado a contar la historia desde el principio, hace alusiones dispersas y comentarios generales pero nunca se para a contar toda la historia. Yo tampoco le pregunto, me limito a escuchar lo que ella juzga oportuno decirme.

– Dejo allí a mi madre –sigue contando mamá–, salgo del coche, cruzo la carretera y cuando entro en casa tu abuela me coge de cualquier manera por el brazo, me lleva a su habitación y cierra la puerta.

Abuela es esa clase de mujer, le encanta hacer las cosas a escondidas, disfruta ocultando lo que pasa, cambiándole el sentido a las cosas o llamándolas de otra manera. Creo que no puede evitar mentir sobre ciertas cosas, sobre todo le miente a mi abuelo, ya no por maldad sino por costumbre, porque lleva toda la vida haciéndolo. Si abuela dice gasté cinco mil en ropa es que gastó veinte. Si decía Hilda y Elena volvieron cerca de la una quería decir que no habían vuelto a casa hasta las seis de la mañana.

– A sus hijas siempre las tapaba, es más, si podía echarle la culpa a otro de lo que habían hecho ellas, lo hacía.

Abuela es de esa clase de personas que guardan una llave en el bolsillo de la bata y esconden el chocolate y el dinero en los lugares más raros que se les ocurren. No es capaz de dejar las cosas en el sitio que le corresponden por naturaleza, tiene que meter siempre algo entre las sábanas o entre los camisones, de lo contrario no puede dormirse tranquila. Para esconder cosas es muy imaginativa, eso hay que reconocerlo.

Abuela coge a mi madre del brazo, la lleva a su habitación y cierra la puerta. No sé si mi padre está en casa, no sé si mis tías están escuchando en la habitación de al lado. Mi abuelo vestía un mono de trabajo azul y una gorra gris con la visera manchada de sulfato y de pintura, las hojas de la vid se manchaban de azul y la máquina hacía algo de ruido. Abuela Aurora le pregunta por los perros nuevos que abuelo tiene atados con cadenas a los barrotes grises del portal. Los perros yacen sobre la gravilla del suelo, están sucios y llenos de moscas. Abuela no aparta la vista de los perros, se le encoge el corazón a mirarlos y le pregunta a abuelo cuánto tiempo tienen y de qué raza son. Como Abuelo es un hombre muy sociable con los extraños suele demorarse bastante en dar explicaciones sobre perros nuevos y demás cosas relativas a su finca. Dentro de casa abuela coge a mi madre por el brazo, cierra la puerta de su habitación y dice: «Dónde están las joyas que me robaste».

Veo a mi madre, la veo en pie de espaldas al espejo y a la cómoda, veo su vestido de flores azules cubriéndole el vientre abultado como una vieja cortina y veo sus ojos grandes y desconcertados y pienso que quizá esta fue la primera vez, quizá esta fue la primera cosa que abuela le hizo a mi madre, quizá mamá piensa siempre en primer lugar en este día cuando dice todas las que me hicieron en esa casa las que yo pasé no las sabe nadie, quién sabe, quizá los ojos de mi madre empezaron a cerrarse justo esta mañana de junio, cuando solo tiene diecinueve años y está embarazada y muy alegre por las fiestas y el carnet y su madre está viva al otro lado de la carretera hablando de perros con abuelo; quizá todas las cosas que vinieron después no fueron nada más que la monótona repetición de algo que ya estaba contenido en lo que mi abuela le hizo este día, quizá mi madre aguantó unos años más todas las cosas que le hicieron porque era joven y estaba alegre y desconcertada. Las cosas que le hicieron a mi madre le han ido cerrando los ojos poco a poco y ahora mamá no mira con aquellas enormes lunas encendidas que eran sus ojos, las penalidades la han vuelto astuta y taimada cuando menos lo esperaba y aunque a veces sus ojos brillen y se abran como lunas encendidas la verdad es que ahora sus ojos brillan de rabia y mi madre ya no es capaz de mirar como antes, las penas la han vuelto sabia cuando menos lo esperaba y llegó un día en que tuvo que decir hasta aquí, hasta aquí dejo que me piséis todos vosotros.

En ese tipo de ocasiones la carne de la cara de mi abuela se pone muy colorada. Cuando se hizo más vieja se le veían además unas venitas muy finas aflorando como arroyos en la carne colorada. Mamá dice que también solía dar golpes en el suelo con un pie, era como los toros cuando atacan, los golpes en el suelo y los labios apretados eran el acompañamiento de su ataque y su agresión y su peculiar gesto de amenaza. Cuando abuela daba esos golpes en el suelo era como si gritase «me has quitado a mi hijo, ladrona muerta de hambre, vete con tu madre y tus hijas porque él no va a ir a ningún sitio». Mamá dice que era el día de mi cumpleaños y quería comprar una tarta. Tu abuelo estaba en las viñas y me dijo Ángel no va a ningún sitio.

– Dónde están las joyas que me robaste –dijo mi madre que mi abuela dijo aquel día taconeando el suelo, porque los ojos de mi madre eran grandes como lunas y algo de su hijo estaba dentro de ella y era suyo y de nadie más, algo que ella creía suyo porque era de su hijo estaba enterrado bajo aquel vestido de flores azules y eso era demasiado, así que los ojos pequeños y oscuros de abuela miran furiosos sobre la carne enrojecida cubierta de arroyos y filamentos.

– Así te salga un cáncer en las manos –dijo mi madre que le dijo mi abuela ese día–, así te estrelles la carretera abajo con el coche.

Oigo su voz llena de orgullo inútil y de amargura, la oigo claramente y sin embargo sé que no es a mí a quien habla sino a algo que viene de mucho antes que yo y quizá de nosotras, mi madre habla y habla y yo sé que intenta poner las cosas en su sitio después de tanto tiempo y por eso me dice a mí todo lo que no dijo ese día porque ese día estaba alegre y tenía solo dieciocho o diecinueve años y abuela aún vivía y bueno, ella estaba muy contenta por lo del carnet y las fiestas y en realidad no pretendía nada, solo saludar a los suegros antes de recoger el cordero en la casa de Irene, que era muy buena con mamá porque era la única que le hacía algo de caso a la pobre mujer, la única que la atendió cuando estuvo gravemente ingresada tanto tiempo en el Juan Canalejo.

Oigo a mi madre decir que entonces dijo «a mí no me pone por ladrona nadie, porque una puta puede comer en la mesa de un rey pero una mentirosa y una ladrona no, así que salí de allí y le dije mamá vámonos, vámonos corriendo».

Mamá dice que subieron la cuesta hasta llegar a la casa de Irene, que Irene ya tenía el cordero listo y que cuando le contó lo que pasó abajo ella dijo las palabras Ti non te preocupes, filliña, iso fíxomo a min e fíxollo a todos. Ela é así e non hai que facerlle.

¿Cómo? –dice la voz amarga y crispada de mi madre aunque en realidad yo sé que no me habla a mí sino a algo que es mucho más viejo yo, más viejo que nosotras.

– ¿Cómo? Pues a mí no me ven más, y le dije a mi madre mamá vámonos, vámonos, y nos fuimos a por el cordero y que se quede allí tu padre, tus tías y toda esa panda de locos que a mí no me ven más. Luego tu abuela tenía miedo de que la denunciase como le dije que haría y vino llorando a pedir perdón.
Mamá dice que abuela le dijo que había sido Elena, Elena le había ido cogiendo las joyas poco a poco y que ella no se había dado cuenta.

– Entonces se reía y hacía como ella hace. Te decía cuatro tonterías y lloraba para que te callases.

La voz de mi madre es dura, hostil, amarga.

– Lo que le importaba a ella era que nadie se enterase. Las que yo pasé en esa casa no las sabe nadie y tu padre no decía ni mu, ya me podían poner en la plaza mayor y quemarme en la hoguera que él siempre miraba para otro lado. Tu abuela debió robar tanto en esta vida que me puso a mí por ladrona a los dos días de casarme y embarazada de ti. Así te salga un cáncer en las manos y te estrelles con el coche, me dijo. Hasta que me harté y los mandé a todos a la mierda.

Mi madre habla con rabia, dolor, amargura. Sé que no me habla a mí, sino a algo más viejo que yo, algo más viejo que nosotras.

– Lo gracioso es que poco después ella cayó por las escaleras y se rompió los dos brazos. Estuvo con los dos brazos escayolados un montón de tiempo. No sé fue si casualidad o qué pero al poco tiempo fue ella la que se rompió los brazos.

Abuela se cayó por las escaleras de la bodega cuando yo tenía seis o siete años. Recuerdo que se sentaba a la mesa con las escayolas a los lados y que alguien tenía que meterle la comida en la boca con un tenedor o una cuchara.

La memoria de mi madre es un caldo de amargura que hiede terriblemente al removerlo, todo se mezcla, todo eso que viene de más lejos que nosotras se revuelve y se confunde y no sabemos si es verdad o si es engaño pero lo cierto es que los ojos de mi madre empezaron a cerrarse aquel día de junio y yo la veo, la veo conduciendo carretera abajo mientras el monte queda más y más atrás y ya se distinguen el mar y el puente y las bateas y todo arde bajo la luz del mediodía y ellas vuelven a casa con el cordero para la fiesta murmurando no sé qué que yo no oigo dentro del coche. Mi madre desciende montes y colinas con los ojos llenos de todas las cosas que aún no le han hecho, llenos de las cosas que le harán, mi madre habla con mi abuela y el mar asoma entre los eucaliptos, cada vez está más cerca, cada vez brilla más fuerte bajo el sol del mediodía y mi madre cierra los ojos, mamá cierra esos ojos grandes como lunas encendidas que están llenos de todas las cosas que su voz me cuenta ahora con un dolor incurable y mucha, mucha amargura.

Articulista en Revista Rambla

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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