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Los personajes de Henry James no parecen sufrir mucho, ni atormentarse demasiado, ni entregarse nunca a emociones muy desesperadas. Pasar de Thomas Hardy a Henry James es como ascender del tenebroso Tártaro a la etérea luz del cielo. Apenas nada cuenta en ese cielo, excepto la buena conversación, un ingenio despierto y los numerosos encantos de la belleza. En sus novelas parece no haber sitio para la naturaleza en bruto, llena de tormento y de pasiones, como sí lo hay en Hardy; tampoco encontramos exactamente un personaje coral, ni mucho menos un coro hecho de aldeas pobres y olvidadas. Atrás queda la feria donde Sue Bridehead vendía panecillos de jengibre con formas escultóricas, y el cementerio de Christminster, y el cruce de caminos del ahorcado. Eso no cuenta ahora que visitamos las salas de los Uffizi en una espléndida mañana de verano, o tomamos un tren en la estación de Euston embargados por una sensación de plena libertad; no, eso no existe mientras cruzamos medio hechizados el ponte vecchio, o alzamos la mirada hacia las colinas onduladas de Florencia, enrojecidas e indolentes al atardecer. En ninguno de estos lugares se trata de una lucha a vida o muerte, ni hay apenas nada de la vergüenza y la fatiga que doblegan por momentos a Tess d’Urberville o a Jude Fawley. Aquí se nos pide algo en apariencia mucho más sencillo: que observemos cómo una americana joven, inteligente y atractiva se desenvuelve en una atmósfera que parece caer sobre ella como una red invisible, deslumbrante y engañosa. Ahora bien, ¿es Isabel Archer lo bastante engañosa y deslumbrante ella misma como para ver (y esquivar) la red invisible que cae?

A Henry James no le interesan nada los bloques de granito del infeliz desierto humano (la maldición, la condena, la pena infinita de todo lo vivo), sino esa copa llena de un líquido selecto pero pernicioso, o la rosa de perfume exquisito y espina envenenada. Cierto es que el escritor dedica las primeras cuatrocientas páginas de su novela a la tarea de abrir uno por uno los delicados pétalos de su exclusiva rosa, pero el tiempo que emplea en mostrarnos la calidad de la flor (sin omitir nada, tomándose su tiempo) no se distingue en absoluto del tiempo que Dios necesita para hacer crecer al roble que derribará el rayo, o el que el granjero emplea en cebar al cerdo antes del día de matanza. Así que no debemos engañarnos ni un segundo: si el narrador de Retrato de una dama deja que el atractivo de Isabel Archer crezca y se hinche ante nosotros como una espléndida rosa; si nos invita a admirarla desde un lado y desde el otro hasta casi sentir envidia, no es sino para que la compadezcamos mejor, para que nos conmovamos tanto más con su destino. Casi diríamos que James no siente más que pena por sus lujosas criaturas que por un copo de nieve deshaciéndose en el agua, o por el engranaje exacto de un reloj que de pronto se detiene. No hallamos en su prosa ni rastro de los apóstrofes sinceros de Dickens, nada de la angustiosa gravedad de Hardy, quien parece saberse unido a sus figuras por las mismísimas entrañas.

Y sin embargo, está claro que James tiene un don, uno que es exclusivamente suyo. Solo él es capaz de hacernos gritar «¡Isabel, aléjate de Osmond!», sin dar la impresión de haber movido un solo dedo de la mano ni haberse arrugado un centímetro de traje. Solo él sabe arrancarnos de los labios esas frases absurdas sin levantarse de su asiento ni hacer nada en especial. O sí que ha hecho algo, pero algo demasiado sutil para que lo notemos. En Retrato de una dama Henry James se ha fabricado un cómplice a la vieja usanza, uno a la altura del artista, del verdadero escritor. Así es, el moribundo Ralph Touchett dura lo que dura el trance de su prima Isabel, y resiste el tiempo que ésta ha resistido, pues su vida consiste en observar la vida de ella, y su alimento es el suspense de la historia. Tanto es esto así que cuando al final él se muere no podemos sino sentir que el mismísimo espíritu de la señora Osmond ha muerto con él, y –por supuesto– se ha acabado la historia.

Sí –nos decimos–; el cometa ha caído a un solo centímetro de nuestros pies, pero el choque no ha sido brutal ni sangriento, ni siquiera ha sido violento en sí mismo. Isabel Archer se ha estrellado, pero con la piedra más vulgar del mundo. Al fin y al cabo, todo lo suyo parece reducirse a un matrimonio equivocado, a una persona equivocada, a una confianza errónea. Pero el error de Isabel no huele a sangre, sino a tapicería lujosa y aire viciado. Es cierto que tanto Jude el oscuro como Retrato de una dama nos hablan de qué significa el matrimonio, y también es cierto que los dos están de acuerdo en considerarlo una trampa mortífera («esos votos terriblemente comprometedores», dice James); y sin embargo no podría haber en el mundo dos versiones más distintas de esa trampa. La boda con Arabella es para Jude el preludio de una serie de desastres, desastres auténticos, desastres con todas las letras, con humillaciones, pobreza, trabajo, ignominia, suicidio, muerte. No encontramos nada de esto en Henry James, donde el desastre reside no en que Isabel Archer se convierta deliberadamente en la mujer de esa Nada estéril que es Gilbert Osmond, sino en que no se haya convertido en la esposa del sólido Lord Warburton. No hay amor frustrado, sino oportunidad perdida; no hay imposibilidad trágica, sino un exceso de romanticismo y sobreconfianza. Estamos ante dos mundos y dos lenguajes distintos: las situaciones de James son agradables o desagradables, las personas pueden ser encantadoras o insolentes, sinceras o falsas, y este es el debate y estos son los adjetivos; en Hardy las situaciones son celestes o infernales, las personas ángeles o demonios, y estas son las coordenadas. Jude muere; Isabel tira su vida por la borda. Y si algunas novelas de Hardy están llenas de miserias y de horrores, al menos contamos con el consuelo de que éstos son por completo tangibles, mientras que los horrores de James son tan sutiles que se nos escapan, tan fantasmales que no podemos defendernos ante ellos. Incluso Retrato de una dama tiene su fantasma y, hasta cierto punto, todo en la novela depende de él. «¿Quién eres… qué eres…?», es la pregunta que Isabel Archer formula finalmente a esa parca del destino que es para ella Madame Merle.

«Querías ver la vida por ti misma, pero no te lo permitieron». Sí, la vida decepciona, parece decirnos en voz baja Henry James. Incluso una vida tan preñada de promesas como la que estrenaba Isabel Archer se malogra demasiado pronto y acaba por resultar decepcionante. James nos ha mostrado el intervalo de una vida que quizá no sea ni tan único ni tan deslumbrante ni tan exclusivo, sino un intervalo como otro cualquiera.

Articulista en Revista Rambla

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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