Posencierro. Esa costumbre española, tan paradójica como cruel, de criar a un toro «a papo de rey» para luego torturarlo y matarlo a espada en la plaza, como si su buena vida pasada fuese en sí el peor de los pecados, no solo está ligada a la más irracional de las tradiciones hispanas, sino también, históricamente, a lo más inútil y pernicioso de su sociedad, como fue esa clase pasiva que pretendió ser «aristos» (la mejor, en la venerable lengua griega).

Con ocasión de las guerras libradas durante la Edad Media entre los reinos cristianos y musulmanes de la península Ibérica, el patriciado de los primeros se repartió en vastos lotes algo así como dos tercios de la superficie peninsular, y dedicó buena parte de sus predios a fines manifiestamente opuestos al interés general, que al fin y al cabo era más enemigo suyo que los propios sarracenos. Fue así como proliferaron los cotos de caza mayor y, más recientemente, las manadas de toros bravos, destinadas a mantener el espectáculo de la tauromaquia. Una lid, la “fiesta nacional” (de ellos), que no aportaba nada al progreso moral de las costumbres ni a la prosperidad material del común, pero llegó a convertirse en punto de encuentro físico y espiritual de nobles y villanos, roce que de otro modo parecía imposible; incluso se alcanzó la coyunda, ya en el siglo XX, con algún enlace matrimonial entre aristócratas y toreros plebeyos. Será que la condición de matador de los segundos recuerda a los patricios la forma tan poco edificante con que sus antepasados atesoraron fama y riquezas.

(Me dirán ustedes que después tuvo lugar un evento mucho más sonado, cuando la chica alpinista del telediario trepó hasta los dos metros de la Corona, pero no se trataba entonces de unir vocaciones taurinas, sino de engatusar a un montón de borregos.)

La «nobleza» atribuida a los toros bravos también es patrimonio sanguíneo, aunque los cromosomas tengan poco o nada que ver con la sangre azul; a diferencia de la humana, la del toro es siempre roja (no lo digo yo, está científicamente comprobado). Los morlacos lucen sus imponentes armas del mismo modo que hace la nobleza en sus escudos y panoplias. Y, por cierto, en la manada también hay alcurnias mezcladas, pues los bravos que marcharán a la batalla se juntan en la dehesa con los cabestros, cornúpetas de segundo orden también conocidos como mansos y distinguibles por su porte desgarbado y aire triste (están capados). Sin embargo, entre estos parias de la tauromaquia hubo uno que destacó por su grandeza lírica, y cuyo nombre merece ser ensalzado por las generaciones venideras: nos referimos a Manso del Pasto.

Se sabe que nació Manso en las dehesas de Lora del Río, futuro solar de los totémicos Miura, a finales del siglo XVI. Su madre lo parió largo de cuerpo, pero muy huesudo y delgado, con manchas lechosas sobre el manto de la piel, cuyo color recordaba el detrito. En cuanto a sus astas, gordezuelas y disparejas, se parecían al caminar desacompasado de un borracho. A lo largo de toda su vida desempeñó las más humildes labores, sobre todo tirando de arado, aunque también se le vio uncido a la noria y la almazara.

Como compensación a sus propios desatinos, la naturaleza obsequió a Manso con un fino sentido de la rima, desarrollado de manera espontánea —como pueden figurarse, nunca asistió a la escuela— mientras escuchaba con atención las distintas frecuencias y cadencias de los mugidos de las vaquillas, que desde muy temprana edad le arrebataron el corazón. Porque el lirismo se le derramaba fuera de sí, como la sangre al bravo que lucha contra el picador. Por desgracia se han perdido sus primeras composiciones, endechas de ambiente bucólico y asunto amoroso escritas con una versificación ingenua (suponemos), si bien dotadas de un firme sentido del ritmo (suponemos también).

Esta primera etapa de su quehacer poético, la que gobernó su corazón encendido de amor, se interrumpió bruscamente cuando Manso fue castrado, sino de todos los cabestros. Desde ese momento, el canto idílico se convierte en grito indignado de denuncia, pero también en reivindicación de la propia calidad. Sabemos —o eso creemos— que a esta época corresponde su más memorable aunque igualmente olvidada producción, prolija en sonetos, una estrofa de arte mayor con posibilidades expresivas superiores a los romances y letrillas de su mocedad.

Manso pertenecía a un terrateniente vago, pero culto, llamado Gaspar Pergamino, cuya principal afición, aparte de trasegar vino, eran los versos de Garcilaso, Lope y Herrera. También presumía de entender el lenguaje de sus reses, y algún que otro vecino lo temía por ello, juzgando que ese don solo podía ser gracia del demonio. El caso es que Pergamino escuchó en cierta ocasión a Manso mientras recitaba uno de sus sonetos ante el auditorio de sus hermanos, y tal impresión le causó que decidió traducirlo al castellano. Para su sorpresa, la traslación no requirió de ajustes ni en la rima ni en la medida, prueba definitiva de la maestría de nuestro cabestro. Decía así la pieza:

Cabestro soy, mas no huero de arrojo

por verme de tal guisa conducido,

que a ese bravo en fibras esculpido

yo sin miedo el guante le recojo.

Ora cubeto, lechero o bisojo,

no os confunda mi porte deslucido,

que nada turbará mi buen sentido

al discernir el juicio del antojo.

Yerras, humano, si mi paciencia

tomas por mansedumbre de tarado,

cuando solo a tu mala inteligencia

se deben los tormentos de mi hado,

porque espurio interés sigue tu ciencia

y para la piedad naces negado.

Impresionado por versos tan sentidos y contundentes, Pergamino no tardó en transitar la breve senda que media entre la euforia y la inquietud. ¿Y si la Inquisición se enteraba de que había transcrito el poema de un cabestro? ¿Lo tomarían en serio por brujo y nigromante, como aseguraban algunos, y querrían quemarlo en la hoguera? Pero ¿y si a una buena lo daban por loco y era enviado a un manicomio? Ante lo poco halagüeños que se le hacían sus pensamientos, la tribulación lo abocó a una decisión drástica: destruiría tanto el poema como a su autor, y a otra cosa, mariposa.

Manso fue conducido a Sevilla pocos días después. Allí le dieron muerte, para convertirlo en tasajo que habrían de comerse los tripulantes de un galeón de la Flota de Indias. Según los registros de finca y matadero, no alcanzaba la edad de diez años.

En cuanto al soneto, Pergamino se arrepintió en última instancia de su ánimo destructor y guardó en secreto el poema hasta el día de su muerte, cuando dejó nota explicatoria de la naturaleza de aquellos versos, cuidándose bien de aclarar que toda su vida estuvo cuerdo y no practicó nunca las artes oscuras. Gracias a él conocemos la historia de Manso del Pasto, poeta inmortal de la cabestridad.

(*) Foto: Pexels

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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