11 de julio. Quinto encierro de San Fermín. Cincuenta y nueve son ya, incluidas las tres de esta mañana, las cornadas que los Cebada Gago han propinado en el encierro de San Fermín. Y no es para menos, hoy se ha visto en las calles de Pamplona al toro en toda su dimensión mítica, fiero y poderoso como el astado que habitaba en el laberinto de Minos. Porque si del perro se espera que ladre (y a veces, hasta que muerda), del cornupeta se aguarda la embestida, que por fin ha llegado. Lo más gracioso, y lo más hipócrita también, es que suele alabarse la «nobleza» del morlaco que corre sin fijarse ni lanzar derrotes; pobres animales, los más encastados de ellos, cuando se les denuesta por obedecer al rasgo instintivo por el que fueron seleccionados por sus criadores. En vez de criar cuervos, el toro de lidia es criado por cuervos que se lucran con su muerte. Y como en el Infierno de Dante, bien podría leerse en el dintel de toril: «Abandonad toda esperanza, aquellos que entréis aquí».

Como siempre, el problema principal estriba en qué podemos temer del ser humano. Y en tal sentido, el encierro de Pamplona deviene en magnífico escaparate de las conductas de ese complejo animal bípedo. Grosso modo —sin generalizaciones no habría ciencia— se distinguen dentro de la carrera dos tipos antropológicos. De una parte, los pamplonicas y asimilados, fácilmente reconocibles desde la distancia por la pulcritud de la vestimenta y los ejercicios de calentamiento, e incluso algunos por su edad avanzada, provecta en ciertos casos; de cerca muestran la expresión ceñuda de quien resuelve un problema de álgebra. Por otro lado están los guiris, en sus diversas taxonomías; chavalotes de Arkansas, Liverpool, Johannesburg o Nueva Gales del Sur que a fuer de criados en casas de madera se mean allá donde ven piedra, sean los Apalaches o una esquina de la calle Navarrería. A estas buenas gentes, antes del encierro suele arrebatarlas una rara convulsión, que amalgama las muecas de los saludos pandilleros con los martillazos del miedo sobre el sistema simpático. Por cierto, se aprecia un notable incremento de la presencia de mozas en los encierros, y una de dos, o están todas muy buenas o el realizador de televisión efectúa una esmerada criba entre ellas, en aras de su exhibición posterior.

Por supuesto, la muchedumbre se complementa con los mirones. Los hay privilegiados, ocupantes de los balcones —propios o alquilados— de los edificios que escoltan la carrera. La altura siempre es metáfora de preminencia, poder, perfección («Gloria a Dios en las Alturas», se reza); además, desde lo alto se conjuga con mayor comodidad y provecho el verbo «contemplar», disfrutando de vistas panorámicas dignas de ser inmortalizadas por la cámara o el pincel. Esas tribunas son como los altares del Dios del encierro y bajo ellas, en las barreras se agolpa el mirón plebeyo; apretujado, incómodo, apenas capaz de divisar la manada —que a pie de calle parece correr mucho más— por un resquicio abierto entre las cabezas ajenas. Sin embargo, ¡qué quieren que les diga!, desde lo alto no se huele el aura de los toros —impresionante su aroma de guerra, en plena carrera— ni se aprecia la tensión esculpida en las facciones del corredor. Ambos son los elementos más dramáticos de esta escenografía de angustia y fuerza que es el encierro.

(*) Foto de portada: La Llorona Comunicación / Ayto. Pamplona.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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