La librería Taifa, enclavada en el animado barrio de Gràcia, acogió la presentación en Barcelona del libro Tupamaros. Del fusell al parlament (1966-2016), original de Vicent Galiana i Cano (Callosa de Sarrià, València, 1992), historiador y estudioso de los movimientos insurgentes latinoamericanos. La publicación ha corrido a cargo del sello barcelonés Tigre de Paper Edicions. La obra ofrece una perspectiva amplia (aunque sucinta), clara y amena del origen del movimiento tupamaro, su opción por la lucha armada en las décadas de 1960 y 1970, y la posterior adaptación al régimen de partidos, que le valió para investir al exguerrillero José Mujica como presidente de la República Oriental del Uruguay, en el período 2010-2015.

Vicent Galiana i Cano

Desde principios del siglo XX y hasta franqueado el ecuador de la centuria, el Uruguay fue conocido como la «Suiza de América». Los índices de desarrollo económico del país se sustentaban en las exportaciones de su sector primario, favorecidas por las dos guerras mundiales, y habían propiciado un nivel de cobertura social muy superior a los de otros países de su entorno, como Argentina o Chile, por no hablar de las distancias astronómicas que lo separaban de su gigantesco vecino del norte, Brasil, y de los estados andinos. A ello se sumaba la paz interior, prolongada desde la guerra civil concluida en 1904, que sustentaba unas instituciones representativas sólidamente consolidadas (otro rasgo distintivo con respecto a un subcontinente inmerso en conflictos internos y dictaduras). Durante ese período, dos fuerzas políticas se alternaron de manera pacífica en el poder: los partidos Nacional (también conocido como Partido Blanco, de tendencia liberal) y Colorado (nacionalista).

El origen de un movimiento y de un nombre

El año 1950 fue escenario de un momento de verdadera euforia en Uruguay. «Su selección nacional de fútbol venció en la final del Mundial a Brasil y se extendió el lema popular de “Como Uruguay no hay”», explica Galiana. Eran momentos de orgullo patrio y amplia satisfacción civil.

Sin embargo, en el mundo capitalista, los sueños de prosperidad de la ciudadanía de a pie se escurren irremisiblemente por la cañería de las crisis más o menos cíclicas, cuando no provocadas, y el Uruguay no iba a ser la excepción. En la segunda mitad de la década de 1950, cambios en la coyuntura económica internacional redujeron de modo drástico la demanda exterior de los productos agropecuarios uruguayos y el país quedó seriamente descapitalizado, con el subsiguiente y rápido incremento del déficit público.

Pero, ¿existía realmente una conciencia de opresión social en el país allá por los inicios de la década de 1960? ¿Se había extendido la idea de que la lucha armada era necesaria para alcanzar los objetivos de justicia social? ¿La estructura institucional y legislativa uruguaya no hubiera podido dar cabida a las reivindicaciones populares? Otros países latinoamericanos con procesos insurreccionales en marcha o consumados partían de una situación socioeconómica y política mucho peor que la presente en la República Oriental. Galiana responde: «De la crisis económica se pasó a la crisis social y de esta a la crisis de legitimidad, debido a un proceso de cambio profundo verificado en muy poco tiempo; en suma, un proceso de acercamiento de la sociedad uruguaya a la realidad de su entorno geográfico», con todo lo que ello suponía de degradación de las condiciones generales de vida.

La liberalización económica emprendida a partir de 1955 en Uruguay, con el consiguiente incremento de la brecha social, «no propició un incremento del peso electoral de la izquierda, que jamás superó el diez por ciento de los votos, sumados los sufragios de los partidos Socialista y Comunista. Pero esta incapacidad política para hacer frente al proceso de crisis económica y social desde las instituciones se correspondió con un aumento de la movilización social».

De las luchas obreras suscitadas en esos días —y de la represión violenta de las mismas por parte de las autoridades— surgiría el movimiento tupamaro, oficialmente Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), constituido como tal en enero de 1966.

Los tupamaros tomaron tal denominación de Túpac Amaru (de nombre de pila, José Gabriel Condorcanqui Noguera), indígena peruano del siglo XVIII que lideró una gran sublevación contra las autoridades coloniales españolas.

Guerrilla urbana, la gran innovación

Tupamaros fue la primera guerrilla latinoamericana que desarrolló su acción militar en el marco urbano, renunciando con ello a verdaderos dogmas de la izquierda revolucionaria del subcontinente; por ejemplo, la «guerra popular campesina», el cerco del campo a la ciudad preconizado por Mao Zedong en tiempos de la Revolución china, imitado con sus propias peculiaridades nacionales por líderes guerrilleros latinoamericanos como Augusto César Sandino y Ernesto Che Guevara.

La explicación a este cambio de escenario no tiene complicación teórica: Uruguay es un país pequeño, de población acusadamente urbana —algo más de la mitad de sus habitantes residen en la capital, Montevideo— y con una estructura económica más diversificada que la de otros estados de América central y del sur. Sin embargo, el cambio de táctica entrañaba serios riesgos. Como señala Galiana, «Fidel Castro había dicho que la ciudad era un cementerio de revolucionarios, y el propio Che, en agosto de 1961, recomendó a la izquierda uruguaya que no emprendiera acciones armadas, tanto por la conformación geográfica del país como por su constitución política». Así pues, «la principal característica del MLN-T es que no siguió los esquemas militares de la triunfante Revolución cubana. De hecho, fue la primera guerrilla urbana del mundo contemporáneo, que plantaba cara al Estado en un espacio compartido y sin que se diera la liberación de territorio alguno». Una táctica que tuvo discípulos tanto en América del Sur, con los Montoneros argentinos, como en Europa, con las Brigadas Rojas italianas.

Armas y mensajes

Otra innovación no menos significativa estribó en «el desarrollo de una estrategia de comunicación de masas».

Hasta 1971, el MLN-T «no creía en la posibilidad de disputar al Estado el monopolio de la violencia, pero sí de usar esta con fines propagandísticos. Planteaba que la acción militar no es útil en sí misma, y que debe supeditarse a la estrategia global de construcción de un movimiento de masas en pro de la ruptura y la transformación social». Y lo hacía de un modo moderado, «con una gran preocupación porque no hubiera víctimas mortales que pudieran poner a la población en su contra. La violencia siempre estuvo subordinada a una estrategia comunicativa; a los valores y el simbolismo que pudiera transmitir la acción, buena parte de la cual estaba destinada a mostrar injusticias o desigualdades que no tenían resonancia en la opinión pública». Por ejemplo, se desvalijaban camiones de comida que luego era repartida en los barrios populares de Montevideo. O el caso del asalto al Banco de San Rafael, donde tupamaros expropiaron los fondos de la caja y, más tarde, devolvieron la parte de ese dinero que equivalía a los sueldos de los trabajadores de la entidad.

Sin embargo, con el paso de los años se registraron desviaciones en esta orientación, crímenes incluidos, «aunque en menor número que los perpetrados por otros grupos guerrilleros latinoamericanos», especifica nuestro entrevistado. Ocurrió, sobre todo, tras la declaración de Paysandú (abril de 1972), que amplificó los objetivos militares del MLN-T y supuso la guerra total contra el Estado uruguayo (el «estado de guerra interno»). En suma, recalca Galiana, «hubo casos, pero no muchos».

La contrapropaganda

Por supuesto, los recursos propagandísticos institucionales desplegaron su propia estrategia de descalificación con los tupamaros, cuya condición urbana sirvió al gobierno uruguayo para tildarlos de banda de ladrones y criminales. De cualquier modo, «todas las guerrillas latinoamericanas han sido consideradas como grupos terroristas por los respectivos gobiernos, ocupen o no un territorio», advierte Galiana.

También se ha dicho que los movimientos insurgentes fueron la causa de la proliferación de dictaduras en el subcontinente (no sería, comentamos, el caso de Chile, donde un régimen legal fue arrasado por su ejército, instrumento de las clases plutocráticas). Desde la derecha y ciertos sectores de la izquierda uruguaya se ha sugerido esa relación; incluso hay quien plantea que sin la actuación tupamara nunca hubiera tenido lugar el golpe de Estado militar de 1973, que dio paso a una dictadura de doce años, «aunque mi visión particular es que la deriva autoritaria del régimen uruguayo, ya tangible antes de la aparición del MLN, hubiera podido desembocar en una dictadura». Nuestro interlocutor reconoce, como no podía ser de otro modo, que MLN-T inició su actividad armada en el marco de un sistema de libertades formales, «aunque podría discutirse cuál era la calidad democrática del mismo».

No eran muchos más de medio centenar los militantes tupamaros en el momento de la fundación del movimiento. Cinco años después ya eran dos millares, dedicados a diferentes tareas. Para 1970, «el MLN se había convertido en un actor político fundamental del país, con gran influencia en los sectores populares. Y su brazo político, el Movimiento Independiente 26 de Marzo, participaría en la fundación de la coalición electoral Frente Amplio (FA), en 1971, que dio cabida a toda la izquierda uruguaya». Otro logro del gran sentido pragmático de los tupamaros.

El Frente Amplio y José Mujica

Ante la pregunta de si el Frente Amplio, coalición gobernante en Uruguay desde 2004, representa la principal herencia política del movimiento tupamaro, nuestro interlocutor se muestra remiso a concederlo, aunque reconoce que «la consolidación del FA como fuerza política fundamental del sistema político uruguayo se debe sin duda al ejemplo del MLN-T», el cual «no es la fuerza mayoritaria en el FA, pero tiene una gran influencia simbólica, ideológica y discursiva dentro del mismo».

Finalmente, casi es forzoso inquirir si José Mujica, antiguo tupamaro, ha supuesto el rostro amable del antiguo MLN-T, algo así como un lavado de cara histórico frente a sus antagonistas políticos. Responde Galiana que el expresidente uruguayo, famoso por su sobrio modo de vida, «ha normalizado» la figura de los antiguos guerrilleros, «sobre todo con la transmisión de valores como la humildad, la solidaridad y la capacidad de sacrificio; parece un filósofo, porque habla más de principios que de ideología en su sentido más político».

Afirma nuestro entrevistado, y ello resulta evidente con la sola consulta de las hemerotecas, que el ejecutivo de Mujica no ha sido un gobierno tupamaro. Por la sencilla razón de que «ha mejorado la calidad de vida de los ciudadanos» (incremento de la renta per cápita, reducción del desempleo, eliminación práctica de la mortalidad y la pobreza infantiles; ampliación de los derechos civiles, como la legalización del matrimonio homosexual o la despenalización del aborto), «pero no ha transformado el sistema político y económico del país». Un balance, de cualquier modo, que no parece baladí, sobre todo si tenemos como referente el más reciente ejercicio político español.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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