Cabría preguntarse si realmente existen esos delitos fuera de su enunciado legal expreso y más allá de las convenciones sociales arcaicas en que se justifican. Esto es, si no pertenecen a una visión del derecho y de la sociedad que ha sido superada por el curso de la historia.

Hay delitos que parecen situarse en un campo relicto del derecho más arcaico, anclado en ese limbo moral donde la voluntad de justicia se confunde con el sentimiento de venganza, fuera de la razonable correspondencia entre infracción y pena. Delitos que deben ser vindicados, incluso, más allá de la muerte (¿quién no ha oído aquello de «no hay perdón para los traidores»?).

Tienen esos delitos denominaciones de resonancias decimonónicas; más aún, calderonianas. Y no es baladí el detalle, porque sus nombres no designan daños tangibles a las personas, sino afrentas a una honra colectiva cuya herida solo restaña con un correctivo ejemplar, inmisericorde, como la pira o el banco del galeote.

Sedición, rebelión, traición… Sustantivos que una boca impoluta no puede pronunciar sin el ataque de asco que preludia al escupitajo cargado de desprecio y rabia… Acciones propias de gente mala por su natural tendencia a la perversidad, que urde y actúa para entorpecer o imposibilitar el bien común. Personas —si merecen ser llamadas así desde la perspectiva de la gente de orden— que encienden el odio incluso en las almas más templadas, porque su lugar natural está en el infierno, no en el seno de la sociedad bien pensante. Individuos cuya función social estriba en servir de ejemplo negativo, repudiable para el común de las buenas personas que aprende de memoria, cual máxima de campamento, el parte diario gubernamental.

Sedición: cuestión de matices (o de malas interpretaciones)

El artículo 544 y siguientes del Código Penal español establece el delito de sedición, consistente en alzarse pública y tumultuariamente para «impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes», o para «impedir a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales». La pena con que se castiga puede alcanzar los quince años de cárcel.

Sedición es la acusación que pesa sobre los Jordis, y que figura también en el expediente judicial de los ocho miembros encarcelados del cesado gobierno de la Generalitat. Pero no hay constancia de que ni unos ni otros invitaran nunca a los ciudadanos a alzarse de modo tumultuario, para impedir la aplicación de ninguna ley. El gobierno central intervino las cuentas de la Generalitat y ocupó las dependencias de distintas conselleries sin que el ejecutivo catalán fuera más allá de la protesta oficial. Megáfono en mano, los Jordis pidieron a los ciudadanos concentrados ante la Conselleria d’Hisenda que marcharan pacíficamente a sus casas, en la noche del 20 de septiembre… Otra cosa es que tuviera poco éxito su demanda, la cual, por otra parte, quedó fielmente registrada en numerosos documentos audiovisuales. Ahora bien, si lo «tumultuario» (desordenado y brusco) se confunde con lo «multitudinario» (numeroso), porque aquellos sucesos solo se saldaron con un par de automóviles desvencijados pero sin agresiones a personas, no cabe buscar el problema en semánticas confusas sino en intenciones abyectas (poco o nada se dice acerca de la presencia en los coches de la Guardia Civil de armas largas, que no fueron tocadas por los manifestantes).

Rebelión: otra vuelta de tuerca

Un escalón por encima de la sedición está el delito de rebelión (artículos 472 a 482). Incurrirán en el mismo quienes se alcen de modo público —en coincidencia con la sedición— y violento —por lo cual se colige que lo «tumultuario» del sedicionismo puede ser pacífico— para «derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución» o «declarar la independencia de una parte del territorio nacional». La pena para el rebelde oscilaría entre los quince y los veinticinco años de prisión, e incluso puede llegar a los treinta si la rebelión ejerciera «violencia grave» contra las personas y las propiedades públicas o privadas.

De rebelión están acusados también los ocho exmiembros del gobierno catalán encarcelados. Para empezar, la sola consideración de que pudieran haber incurrido en «violencia grave» suena a chiste malo. Debe hacerse constar una y mil veces que, durante los últimos meses, la única violencia que ha tenido por escenario las calles de Cataluña ha sido perpetrada por grupos de ultraderecha (neonazis o de sesgo ultranacionalista español) y por las fuerzas policiales y militares desplegadas por el gobierno central, el pasado uno de octubre, para reprimir el referéndum de autodeterminación convocado por el gobierno de la Generalitat.

Por lo que respecta a la actitud de los encarcelados con respecto al orden constitucional, resulta evidente que el procès supone por sí mismo un enfrentamiento con el ordenamiento legal vigente. Pero enfrentamiento (disenso) no supone atentado (agresión). Al fin y al cabo, la Constitución es solo una herramienta jurídica de texto más que ambiguo en muchos de sus prescritos, por lo cual corresponde a los gobernantes darle un uso constructivo, propio de todo utensilio, o blandirla cual garrote, no solo contra un grupo de disconformes político catalanes sino contra las exigencias de renovación política que emanan, cada vez con mayor fuerza, desde distintos sectores de la sociedad española. Al respecto, las preferencias de Rajoy han quedado claras.

Conciencia libre no equivale a sedición

Sedición, rebelión, son acusaciones que parecen dirigidas no tanto a los actos como a las motivaciones. Que precalifican ciertas conductas en términos de bondad o maldad (por supuesto, siempre en referencia a un orden dado de antemano, que se considera bueno y necesariamente perdurable por el solo hecho de haber sido instaurado en su momento).

Por su orientación, se trata de meras descalificaciones ideológicas que niegan la posibilidad de disenso inherente a la reflexión de toda conciencia ciudadana, tanto en su dimensión individual como social; por su contenido positivo, de la rémora de principios ideológicos propios de regímenes antiguos, donde la norma social no se basaba en el respeto a los derechos del ciudadano, sino a lealtades y vasallajes que venían dados al individuo desde su propio nacimiento, en aras de instancias que superaban su libertad personal.

Ningún ordenamiento legal ajustado a los principios de una sociedad democrática  puede identificar la revuelta con la sedición ni con la rebelión. Perseguirla y condenarla per se supone la admisión del delito de conciencia y, por ello, deviene en la encarcelación de presos políticos, por mucho que la expresión horrorice a los dosificadores de la justicia. Otra cosa son, evidentemente, las posibles consecuencias de una actitud rebelde cuando se impregna de violencia: júzguense en tal caso las violaciones de los derechos de las personas, si se dan (no ha ocurrido en el movimiento republicano catalán), pero no las motivaciones que impulsan la revuelta, puesto que estas se basan en el libre posicionamiento de los ciudadanos.

A los miembros de ETA se les juzgaba y condenaba por asesinatos, secuestros, colocación de explosivos, extorsión… También luchaban contra la Constitución y pretendían romper España, pero a  nadie se le ocurría tildarlos de sediciosos o rebeldes, lenguaje de folletín. Comparecían ante los tribunales por delitos tangibles. Sin embargo, ahora se encarcela a personas que no han cometido crímenes, bajo las etiquetas bárbaras de la sedición y la rebelión, y se les amenaza con penas que por su enjundia bien podrían aplicarse a delitos de terrorismo. Un sentido de la justicia tan absurdo como macabro.

El disenso social, y aún el enfrentamiento civil, solo se ahondan con la satanización que supone el uso y abuso de unos descalificativos de rimbombante malsonancia («sediciosos», «rebeldes»… ¡«golpistas»!). La palestra donde confrontar y solucionar las desavenencias ciudadanas, innegables, no se halla en los tribunales, que por fuerza beneficiarán a unas ideas (las legalmente conservacionistas) en detrimento de otras, que no por opositoras al orden vigente son menos lícitas a efectos políticos y éticos. La política no puede judicializarse; su cancha es el debate público, libre y abierto, así como los mecanismos de elección democráticos, referendos incluidos.

Gobierno, Fiscalía, cúpula judicial de España, dejen de insultar a las conciencias y den la palabra a los ciudadanos.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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