«América no fue descubierta. América fue conquistada. Cuando la gente de Europa, en su expansión por la faz de la tierra, conquistó este continente palmo a palmo, los aguijones de la avaricia y de la aventura y el ansia de poder prevalecieron sobre los motivos más elevados que pudieron haber conducido al descubrimiento de América. América fue conquistada antes de descubierta; la dominación precedió a la comprensión.»

Gerhard Masur, Simón Bolívar.

La cultura popular mexicana está repleta de vestigios vivos de su pasado colonial. No en vano fue México, durante trescientos años, la Nueva España, el virreinato más importante de cuantos hubo en la América española.

Al respecto, un elemento esencial es su idioma oficial, el castellano (allí más llamado español), que después de la conquista barrió con las hoy muy minoritarias lenguas indígenas, y se ha visto allí enriquecido por las aportaciones de autores de la talla de sor Juana Inés de la Cruz, Octavio Paz, Alfonso Reyes, José de Vasconcelos, Juan Rulfo y Carlos Fuentes, entre otras ilustres figuras de las letras hispanas.

Otro tanto podría decirse de la religión católica, que tiene su símbolo más universal en la (extremeña) Virgen de Guadalupe. Pero no menos significativas resultan la devoción profesada por su cancionero y su cine clásico a las virtudes testiculares (dentro del machismo imperante, por desgracia, urbi et orbi); la no siempre comedida afición a la tauromaquia (española); y la (salmantina) denominación de su nacional cow-boy, el charro.

Hay en México, sin embargo, algo más profundo, pero igualmente genuino y, no por casualidad, también de raíz española, referido a su idiosincrasia. Se trata de un debate latente en todos los estratos de la sociedad mexicana, referente a la identidad del país y de sus gentes, que se considera dicotomizada —tal vez falsamente— entre el legado cultural de la colonización española y un poso indígena en buena medida subsumido por la primera a nivel de léxico, toponimia, folklore y alimentación, y amenazado de muerte, quizá, por las dinámicas globalizadoras que afectan por igual a todos los rincones del planeta. Esta diatriba identitaria suele asomar recurrentemente a los diarios o foros académicos y culturales en forma de discusión entre intelectuales, como la mantenida por Octavio Paz y Enrique Krauze en las páginas del diario español El País, a finales de la década de 1980. Pero otras veces lo hace de manera más prosaica, incluso brusca, para nutrir a los fabricantes de la tinta empleada en los grandes titulares de letras de molde, como cuando el presidente de turno, en la actualidad Andrés Manuel López Obrador, exige a España una petición oficial de perdón por los crímenes cometidos durante la conquista y colonización del país.

Pues bien, esa duda continua y a menudo hiriente que atenaza y atiza a los mexicanos del presente; esa escisión entre dos mundos opuestos, aunque en realidad solo uno de ellos subsista y el otro apenas sea una anotación marginal, cuando no un simple recuerdo o una pieza relicta del pasado; esa interrogación dirigida siempre hacia el propio ser, en busca de una explicación del pasado que aporte guías de actuación comunitarias para el futuro; ese debate, en suma, en poco o nada se diferencia del célebre «problema de España» sobre el que escribieron Joaquín Costa, Ángel Ganivet, Ramiro de Maeztu, Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset, entre otros pensadores y literatos. Y en ambos casos tiene que ver con una conciencia desazonada acerca del funcionamiento interno del país, a nivel económico e institucional; con la frustración que suponen las miserias del presente, si comparadas con las expectativas de futuro concebidas en un momento histórico pretérito que lució un rostro más halagüeño, pero no menos falaz.

Como suele ocurrir, bajo la justa indignación popular pueden anidar intenciones —y planes manipuladores— más que espurias. Así, trecientos años después de la conquista de Tenochtitlan, la capital de los mexicas —también conocidos como aztecas— por las fuerzas conjuntas, hispanas e indígenas, comandadas por Hernán Cortés, las proclamas falsamente proindigenistas y anticolonialistas de la clase política mexicana todavía suponen, como siempre lo han sido, la mejor coartada propagandística para el mantenimiento en la otrora Nueva España de un régimen clasista, racista, corrupto y dominado por las minorías extractivas, que fue creado en aras de la colonización española y en la actualidad, tras doscientos años de independencia, está siendo preservado en sus principios básicos de desigualdad e injusticia por el estamento criollo, descendiente de la antigua oligarquía colonial de origen hispano.

Mientras tanto, los representantes académicos y literarios de la imperiofilia española —a la que el gremio de impresores debe de estar agradecido, por las muchas páginas que en los últimos años está dando a luz— rechaza la llamada «Leyenda Negra», con una actitud sin duda cargada del interés avieso que supone el patriotismo acrítico, y presenta una imagen cuasi idílica de la conquista y colonización de América, en términos no ya solo civilizatorios, sino de «liberación nacional» de los pueblos precolombinos, apelando a que el imperio azteca era un sanguinario opresor, pero callando arteramente que ni todos los imperios presentes en el Nuevo Mundo a la llegada de los españoles se identificaban en sus procedimientos con el mexica, ni todos los pueblos amerindios estaban sometidos a imperios de ningún tipo, ya fueran opresores o benignos, como los pobladores de las grandes praderas norteamericanas, la cuenca del Orinoco, el río de la Plata o la Araucania.

Quizá alcance la Leyenda Blanca el colmo de la intoxicación informativa cuando recurre al mestizaje como prueba irrefutable de la distinta y superior calidad moral de la conquista y colonización española, tanto si comparada con las culturas americanas originales como, sobre todo, con respecto a las otras dinámicas conquistadoras y colonizadoras de los países europeos en América. Y de manera especial, dado su protagonismo histórico, frente al colonialismo británico. Sin embargo, hay indicios para pensar que ese mestizaje no fue tal, o al menos tal como se nos ha contado, ni por su origen y factura ni por su semántica.

Indaguemos en la cuestión.

Cherchez la femme

Es inútil rebajar, cuando no ignorar, el grado de violencia de las campañas militares desarrolladas en el Nuevo Mundo bajo el patrocinio de la Corona española. No fueron sino actos brutales, como corresponde a cualquier guerra, por tratarse de una actividad aviesa. No hay conquista sin rapacidad ni expolio; ni la española ni ninguna otra. Su alcance destructivo puede variar según sean los agentes externos o internos concurrentes, pero toda comparten la misma intencionalidad. Y el tan traído e inflado en sus dimensiones «mestizaje» es un fenómeno que se explica por una peculiaridad de esas guerras de conquista que los españoles desataron en América, de las cuales fue consecuencia colateral.

Según la imperiofilia hispana, la presencia social del mestizo, mayoritaria en países como México, daría prueba del bondadoso trato dado al indígena por el conquistador; tan clemente y generoso que incluso consintió en mezclar su sangre con el nativo. Pero hay en esta afirmación dos mentiras a despejar: la primera, no es lo mismo mezclar la sangre —distintivo de linaje— que mezclar los humores sexuales, del mismo modo que, segunda, no es lo mismo el idilio que el asalto.

A efectos geográficos, los primeros tiempos de la colonización española se ciñeron a las Antillas, inicial punto de recalada de la flotilla de Colón. Ni en uno solo de esos territorios queda presencia indígena, aunque todas las crónicas de la época hacen mención de ella, como abundante incluso. ¿Por qué?

A las islas antillanas acudió una plétora de hombres con mucha ambición y pocos escrúpulos; aventureros y desheredados —no era raro que reunieran ambas condiciones a la par— que marchaban a hacer fortuna en el Nuevo Mundo. Muchos de ellos aventajaban en poco a un pordiosero; también había segundones, pobres en la práctica pese a la enjundia de sus blasones, a menudo con estudios pendientes de concluir (el caso de Hernán Cortés, que fue alumno de Salamanca); y cómo no, veteranos de las guerras de Italia y los presidios africanos, hartos de ser cosidos a cuchilladas por una miseria de soldada. Por todos los poros del alma les supuraba, a todos ellos por igual, la ferocidad que empuja una codicia teñida de desesperación.

Eran gente valiente y decidida, capaz de arrostrar peligros desconocidos —¿algo podía parecerles peor que morir empalado en una playa del Magreb, a manos de los piratas berberiscos?— y, por ello, terriblemente fieros también. Y cómo no, prestos a escabullirse al poder de la autoridad, en cuanto estuvieran en condiciones de ello. Hombres que se vanagloriaban de «hacer acuchilladas y matar hombres, y quebrar las muelas a una puta», tal como cuenta el caballero y cronista francés Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, quien combatió en los tercios españoles en Berbería (1564) y durante la defensa de Malta contra los turcos (1565).

Tampoco debe olvidarse que ya hubo, antes de la conquista de las Antillas, un episodio previo de matanza generalizada (masculina) y mestizaje (asalto) protagonizado por las tropas de la Corona de Castilla: la conquista de las islas Canarias (1402-1496). Casi un siglo de contienda feroz contra los pueblos aborígenes isleños que concluyó con la práctica desaparición de los varones nativos, mientras que las mujeres locales se convirtieron en presa de los conquistadores. La filogenia de los primitivos habitantes del archipiélago, de origen bereber, ha sido rastreada por la moderna ciencia en los descendientes de aquellas féminas.

La lucha contra los nativos antillanos fue dura y las armas españolas —aliadas con la gripe, la viruela y la sífilis, más mortales para los indígenas que un arcabuzazo— prácticamente aniquilaron a los pueblos originarios de aquellas islas en un par de décadas. Una pérdida demográfica que amenazaba la viabilidad económica de las haciendas recién creadas —hacía falta mano de obra barata en ellas— y que por ello propició el comercio de negros africanos, considerados gente sin alma por el máximo defensor de los indios, Bartolomé de las Casas. Según este clérigo sevillano, los españoles se comportaron «como lobos e tigres y leones cruelísimos de muchos días hambrientos”, pero con la diferencia, respecto de las alimañas citadas, de que fue “su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días e subir a estados muy altos e sin proporción de sus personas”. Pero no solo los movía la ambición del dinero, también ansiaban los placeres venales, pues tomaban a la fuerza “las mujeres e hijos de los indios para servirse e para usar mal dellos”. He aquí, desprovista de su falso lirismo, la verdad sobre el origen del tan glosado fenómeno racial conocido como mestizaje. Así puede leerse en la Brevísima relación de la destrucción de las islas, famosa obra de las Casas, a quien suele achacarse el origen de la Leyenda Negra española.

Desde Cuba, cabeza de las Antillas, partieron las primeras expediciones planificadas y con autorización de los representantes de la Corona para ampliar los dominios españoles sobre la Tierra Firme americana. Una expansión basada en la guerra y, por tanto, eminentemente masculina. Sí, hubo en ella algunas mujeres, como Francisca Ponce de León, Beatriz de la Cueva o Inés Suárez, pero en proporción más que reducida, solo testimonial, con respecto al plantel de varones, del mismo modo que también hubo misioneros incrustados —valga el término actual, referido a los reporteros de guerra— entre los soldados del emperador. Por lo tanto, los varones españoles trasplantados al Nuevo Mundo sufrían un déficit de oferta sexual muy acusado… Y se supone que también de práctica. Lo cual iba a solucionarse con el acceso a las féminas locales. Téngase en cuenta, además, que la mujer formaba parte del botín de guerra de aquellos tiempos… Y de estos también, por desgracia. Como bien denunció Rafael Sánchez Ferlosio en su ensayo Esas Yndias equivocadas y malditas, en el origen y la razón del mestizaje —si entendido como cruce carnal entre razas— se halla la violación sistematizada de las mujeres nativas.

La situación cambiaría con la pacificación de los territorios conquistados. La violación por motivo bélico concluyó, pero se implantó entonces el abuso generalizado que la rígida moral de la época consentía en el caso de que fueran sus víctimas las mujeres indígenas. Hay testimonio histórico de que muchos varones españoles emigrados quisieron anular sus matrimonios de origen; si los dineros les sonreían, no era difícil formar y disfrutar de un pequeño harén de criadas indias, y sin la necesidad de ejercer con ellas las responsabilidades maritales.

Hasta el año 1600, y a pesar de la temprana llegada de las mujeres españolas al continente americano (segundo viaje de Colón, 1493), la conquista e incipiente colonización seguía siendo «cosa de hombres», como el célebre brandy de Jerez que tanto se anunciaba por televisión en mi niñez. Durante dicho período, algo más de 10.000 féminas emigraron a las Indias, por casi 55.000 varones. Es decir, las primeras representaban menos del 16 % del total de la población hispana desplazada a las Américas. Entre un 30 y un 40 % de esas mujeres ya estaban casadas, por lo que embarcaban para reunirse con sus maridos, quienes les habían precedido en el viaje ultramarino.

Las razones de tan minoritaria presencia femenina eran varias: la propia condición bélica de la empresa americana, más propia de varones en la mentalidad de la época; los elevados emolumentos del viaje; la obligación de viajar con un deudo, hombre o mujer de mediana edad; las molestias del trayecto, puesto que se navegaba en barcos sin ninguna comodidad ni espacios de intimidad, donde quedaban sometidas al continuo riesgo de abuso por parte de la tripulación y el pasaje masculino… Sin olvidar el rol tradicional, doméstico y jerárquicamente subalterno, que encadenaba a las mujeres a sus familias y lugares de origen, a diferencia de sus padres, hermanos y esposos, que disfrutaban de autonomía para tomar la decisión de abandonar el hogar y marchar a la aventura.

El derecho de conquista, las leyes y sus trampas

Ni la destemplanza ni la crueldad restaba legitimidad a los guerreros y conquistadores españoles ؅desde la perspectiva del derecho de conquista, plenamente vigente en esa época y que ya no se considera tal, sino agresión internacional. Según los juristas del siglo XVI, los reyes españoles, campeones de la fe, tenían derecho a dominar las Américas, siempre y cuando fueran sus propósitos la evangelización del continente y la instauración en aquellas Indias de un régimen justo, basado en los principios cristianos.

Más allá de sus ordenamientos concretos, el derecho de conquista se inspiraba en una creencia incuestionada en la superioridad moral e intelectual del cristiano frente al pagano. Así, como «poco más que simios» calificó a los indígenas en general el teólogo dominico Juan Ginés de Sepúlveda (1494-1573). Según este, los nativos del Nuevo Mundo se parecían a los humanos porque hacían casas y hablaban, pero su naturaleza inferior quedaba demostrada al carecer de Iglesia, Estado y ejército (ausencias que hubieran hecho las delicias de un temprano anarquista); por tales razones, infería, cabía tratarlos como a seres primitivos, legítimamente subordinados al poder español y cristiano. Y así lo manifestó durante la conocida como Junta o Controversia de Valladolid (1550-1551), foro en que juristas y teólogos debatieron sobre el estatuto jurídico que cabía otorgar a los naturales de América.

Contra los argumentos de Sepúlveda se alzaría la voz de otro dominico, Bartolomé de las Casas (1484-1566), quien calificó a los indios nativos como personas absolutamente racionales, al igual que los españoles, por lo que merecían beneficiarse de los mismos derechos… No así los negros africanos, carentes de alma según Las Casas y, por tanto, aptos para su esclavización. De todos modos, Las Casas nunca puso en cuestión la soberanía de la Corona española sobre el Nuevo Mundo, se limitó a denunciar —lo cual no es poco— el comportamiento brutal de muchos protagonistas de su conquista y colonización.

Es cierto, como suele alegarse, que desde la metrópoli se dictaron leyes de protección de los nativos del Nuevo Mundo… Tanto como que la observancia de dichos ordenamientos fue muy relativa. América estaba lejos de la corte y los virreyes y otros mandatarios españoles allí destacados tenían que lidiar con un nuevo poder fáctico, el de los conquistadores recién asentados como propietarios, que reunían capacidad económica y militar. Pero la legislación de Indias también tenía lo que suele llamarse «letra pequeña». Así las Leyes de Burgos, promulgadas por Fernando el Católico en diciembre de 1512: trataban al indio como hombre libre y con derecho a la propiedad, si bien sujeto a la obligación de trabajar para la Corona, como súbdito de ella. Esta labor se realizaría, según el mismo mandato, bajo la supervisión de los españoles asentados en América y mediante una institución de nuevo cuño: la encomienda.

El encomendero, nombrado por el virrey, se hacía cargo de la explotación de un territorio agropecuario, población incluida. Entre sus obligaciones figuraba la evangelización de sus pupilos indios —formalmente libres, pero igualmente atados por ley a la tierra y a su patrón, aun contra su voluntad— y la instrucción en la lengua española. Una vez más se concebía el sistema como un mandato tutelar: el hombre superior, español, velaba por el bien del hombre inferior, indio. Pero los requisitos legales que regían la encomienda solo disimulaban un sofisticado régimen de esclavitud. Por supuesto, el mestizaje —o el intercambio forzado de humores֫ sexuales— halló un excelente campo de cultivo en la encomienda, mientras estas duraron (1503-1791), dada la posición de fuerza del propietario hispano sobre sus encomendados. Y por el mismo interés avieso, que no altruista, la productividad de las tierras, que precisaba de la mano de obra local, también fue un estímulo para la conservación física de esta.

Ni qué decir tiene, no todos los españoles gozaron de esta prebenda. Los encomenderos fueron siempre una minoría entre la población americana de origen hispano. Pero una minoría muy poderosa. La encomienda se entregaba a gentes que habían destacado de manera especial en las empresas conquistadoras; más tarde, a las distinguidas por sus valiosos servicios a la Corona o que de antemano disfrutaban de elevado estatus social. Y hubo momentos en que sus beneficiarios desafiaron abiertamente la autoridad de gobernadores y virreyes. Un ejemplo extremo: la conocida como Gran Rebelión de 1544-1548, en Perú, provocada por la promulgación de las Leyes Nuevas de Indias de 1542. Cuando el virrey Blasco Núñez Vela pretendió aplicar el novedoso código, que establecía el fin de las encomiendas al fallecer su usufructuario, además de ampliar los derechos de los indígenas, los encomenderos se alzaron en armas con Gonzalo Pizarro a la cabeza. La derrota final supuso la muerte del líder rebelde, mas no el final de las encomiendas (las Leyes Nuevas nunca se aplicaron e toda su amplitud). Ahora bien, en virtud de la legislación sobre la herencia de bienes y de los matrimonios entre pares, de los encomenderos surgiría una pujante clase de propietarios criollos (americanos de ascendencia puramente española), llamada a desempeñar un protagonismo sustancial en el proceso de independencia de las colonias.

El británico, un modelo de colonización contrapuesto

Otro de los argumentos de la imperiofilia actualmente rampante estriba en la ausencia de mestizaje habida en las colonias británicas de Norteamérica, embrión de los actuales Estados Unidos.

Como ocurre a menudo, sobre todo cuando se sirve a un prejuicio, un hecho histórico evidente puede ser manipulado en aras de la propia satisfacción anímica y patriótica. En este caso, la firme creencia en una superioridad moral de los colonizadores españoles con respecto —también— a sus homólogos británicos… Genio y figura hasta la sepultura.

Para empezar, cabría decir que uno de los primeros episodios del colonialismo británico en América ha sido ensalzado, precisamente, como ejemplo de la posibilidad de entendimiento y amor entre humanos de una parte y otra del mundo: he ahí la historia de Pocahontas, la indígena algonquina que casó con el aventurero y colono John Smith para salvarle de la muerte (1611). Sin embargo, es cierto que la mezcla sanguínea entre nativos y europeos fue prácticamente testimonial en el ámbito colonial británico. Todo tiene una explicación, y es que el proceso de colonización británica, en esencia, fue asaz dispar al español: no se trató de un conjunto de expediciones militares sufragadas o aprobadas por la Corona, sino de la migración de comunidades enteras desde la metrópoli, a menudo provocada por las disensiones religiosas que se vivían en las islas Británicas.

La primera presencia colonial británica en el Nuevo Mundo fue tardía, pues correspondió al establecimiento fundado en el actual estado de Virginia por el marino y corsario Sir Walter Raleigh (1583), bajo patrocinio de la reina Isabel II de Inglaterra. Tras una serie de episodios fallidos, entre ellos el de John Smith y sus compañeros, John Rolhfe logró consolidar un nuevo núcleo (1614) cuya principal fuente de ingresos era el cultivo de tabaco, distribuido en Europa por una sociedad comercial privada, la Compañía de Virginia, creada en 1606. Pero el fenómeno colonizador como tal no empezó en los actuales Estados Unidos, ni de manera intensiva ni extensiva, hasta 1619, año de llegada de la primera oleada de colonias familiares (llamémoslas así). El ejemplo más conocido fue el de los «padres peregrinos», la expedición de devotos calvinistas liderada por William Bradford, fundadores de la colonia de Plymouth, que arribaron al Nuevo Mundo en el navío Mayflower (1620). Aquella gente huía de la represión anglicana contra su fe.

Conformadas como injertos sociales del mundo británico en tierras de América; cohesionadas a nivel familiar, religioso y económico, y dotadas de sus propios órganos de gobierno comunitario, aquellas colonias se desarrollaron gracias a la agricultura, la ganadería, la caza y, sobre todo, el comercio de tabaco y pieles. La ampliación de las mismas se acompasó al crecimiento de sus fuerzas productivas y estuvo jalonada, por supuesto, con recurrentes guerras contra la población indígena. Aunque también se registraron períodos de cooperación entre naturales e inmigrantes, estos fueron ampliando progresivamente sus dominios mediante el uso de la violencia, y ello se dio, en el caso de los varones, sin necesidad de recurrir al asalto sistemático del elemento femenino local, ya que convivían con sus propias mujeres e hijos. Esta dinámica, prácticamente nula en mestizaje, no se trastocaría a partir de 1733, cuando la Corona británica tomó el control militar de las ya conocidas como Trece Colonias.

El caso mexicano: la conquista del Anahuac

Volviendo a la América española, parece mentira que Sepúlveda, un humanista culto e inteligente, pronunciara semejantes bobadas sobre todos los pueblos precolombinos —la ausencia de Estado, religión, ejército…— cuando sin duda tenía noticia prolija de las conquistas de los imperios mexica —o azteca— e inca. El desarrollo material de uno y otro no casaba con su laminado concepto del indígena americano.

Construida sobre un conjunto de lagunas en el paraje conocido como Anahuac («cerca del agua») se hallaba la ciudad de Tenochtitlan, capital del imperio mexica, un Estado complejo en su organización jurídica, y dotado con un influyente estamento clerical y un ejército poderoso. Como cabía esperar de semejante aparato político y social, había alcanzado un nivel cultural notable, tal como demostraban sus soberbias construcciones votivas. Así pues, nada de primitivo había en aquella civilización, salvo sus armas, inferiores a las de los españoles.

Tenochtitlan nunca fue la patria precainita de la humanidad. Su dominio sobre otros pueblos indígenas se había consolidado mediante la guerra, y tenía visos de especial brutalidad. Un ejemplo: los sacerdotes mexicas extraían los corazones de sus cautivos, o de simples chivos expiatorios humanos, para satisfacción de sus dioses, con prácticas de canibalismo ritual. Horrible en verdad, pero recuérdese que los españoles quemaban judíos y herejes en las plazas de sus ciudades, en reparación de los pecados de pensamiento cometidos contra su dios…

Ante la crueldad desplegada por los mexicas o aztecas en el ejercicio de su dominio, no resulta extraño que distintos pueblos vasallos aprovecharan la sorpresiva irrupción de Hernán Cortés para alzarse en armas contra el opresor. El extremeño destacó, sin duda, como un líder militar astuto e inteligente, pues nada hubiera podido hacer contra el poderoso ejército mexica su menguada tropa —apenas 547 hombres al principio de su expedición, más tarde reforzada desde Cuba— sin el apoyo de cerca de 10.000 guerreros de Tlaxcala, Huexotzinco, Cholula, Cempoala y Tepeyac. El de Medellín aprovechó con zorruna habilidad la tesitura para ganarse el favor de todos ellos.

Así pues, podría decirse que la conquista de México la realizaron los indios, aunque su dirección fuese española. Sin la participación nativa, el triunfo nunca hubiera dejado de ser una quimera. Eso sí, Cortés, un hombre eminentemente práctico, controló con habilidad todos los resortes del mando en aquella campaña bélica, de manera que, concluida esta, la gran multitud de guerreros aliados se plegó dócilmente a sus planes de dominación. Los españoles, ya instalados en el poder, sometieron por igual a su nuevo orden a todos los pueblos del antiguo México, incluidos cuantos le habían sido fieles en la guerra. Así comenzó a estructurarse una sociedad fuertemente jerarquizada en función de la raza, en la que los ánimos levantiscos de los indígenas fueron sometidos por dos medios de probada eficacia: la evangelización, que preconizaba la igualdad entre todos los cristianos, aunque se tratara de una promesa ultraterrena y no de un código legal, y la encomienda, por la cual se creó una casta de españoles propietarios de grandes fincas, tierra arrebatada a los indios donde estos trabajaban como siervos.

El retrato del racismo: los cuadros de mestizaje

En el siglo XVII apareció en los virreinatos americanos un género pictórico, los denominados cuadros de mestizaje, también conocidos como pintura de castas, que alcanzó su apogeo en la posterior centuria. Tales composiciones fueron el fiel reflejo plástico de una estratificación social en función de la raza, entendida esta no en el sentido moderno de «etnia» (que acentúa los aspectos culturales como identificativos de una comunidad cualquiera), sino en su acepción más arcaica, la relevante a los aspectos puramente sanguíneos, lo cual poco dice a favor del supuesto altruismo de la colonización española, que sí diferenció eficientemente a los habitantes europeos de los indígenas y negros, así como a los descendientes de los primeros con los vástagos de los segundos y terceros. De ahí el valor documental de estas obras.

Los cuadros de mestizaje no solo representan a los distintos grupos raciales con sus rasgos físicos característicos (y cabría añadir, necesariamente esquematizados), sino también su atuendo y entorno doméstico o, en su caso, los utensilios propios de su trabajo, valiosos indicativos del estatus social de cada uno de estos grupos. Todos ellos se componen de tres figuras: esposo, esposa e hijo o hija de los anteriores. Y aparte de los tipos más conocidos (mestizo, como hijo de español e india; mulato, de español y negra), se citan el castizo (hijo de español y mestiza), el zambo (de africano e indígena), el mulato o pardo (de español y africana), el morisco (de español y multa), el coyote o cholo (de mestizo e indígena), el chino (de mulato e indígena)… Un aspecto peculiar estriba en que la ascendencia española siempre es paterna; no vemos ningún caso de «española con…», hecho nada casual pues remite a los datos ya tratados en la primera parte de este artículo, sobre todo a la escasez de mujeres hispanas en tiempos de la colonia.

La colección de tipos pintada por el mexicano Miguel Cabrera (1695-1768) y hoy expuesta en el Museo de América de Madrid, tal vez la más completa de estas series, recrea con su pincel veintidós castas, indios incluidos… Pero excluye de tan peculiar taxonomía a los criollos, los descendientes de españoles nacidos en el Nuevo Mundo, algunos ya con tres o cuatro generaciones americanas a sus espaldas, aunque, eso sí, mantenedores de la pureza original de su sangre, que iba unida a la propiedad y el dinero.

De todos modos, transcurridas unas cuantas décadas de los sucesos que dieron lugar a la conquista, y a pesar de los matrimonios mixtos, autorizados por la Corona, la gran masa de los llamados mestizos solo lo era a efectos étnicos, como nativos evangelizados y lingüísticamente castellanizados, pero no en ese sentido sanguíneo del que hablábamos antes.

La hora de la independencia

A principios del siglo XIX, las colonias españolas de América se habían convertido en un avispero político, azuzado por la desilusión y los agravios procedentes de la metrópoli. Los principales cargos de la administración seguían bajo designación de la Corona y recaían, por lo general, en españoles de origen europeo, cerrando así el paso a la promoción política de los criollos. Pero estos controlaban, como propietarios, los principales medios de producción y, por ello, disfrutaban de una posición económica preeminente. Raro es que se dé esa dicotomía entre riqueza y poder político, de modo que pronto iban a cambiar las tornas en ultramar.

A través de sus más altos funcionarios, la Corona hacía cumplir las leyes que se dictaban desde la Corte y fijaba el cuantioso monto de los impuestos a cobrar en América, su más generosa fuente de financiación; al mismo tiempo, limitaba el ámbito de las relaciones comerciales de sus súbditos indianos, según criterios que no siempre se avenían con el interés económicos de estos. Los españoles del Nuevo Mundo, por tanto, carecían de voz y voto en las decisiones más importantes que pudieran afectarlos.

Por otra parte, considérese que tanto la riqueza acumulada como las relaciones comerciales permitieron e incentivaron entre los criollos dos peligrosas costumbres, leer y viajar, que han ocasionado verdaderos quebraderos de cabeza a las sociedades organizadas en torno a principios pretendidamente inmutables (como, por ejemplo, la creencia en el derecho divino de los reyes y su legitimidad para ejercer la tiranía). De ahí que el estamento criollo se mostrara especialmente sensible a las ideas de la Ilustración, primero, y la Revolución francesa después, simientes de reflexión e indignación entre sus filas.

El descontento criollo alcanzó general acritud cuando la misma monarquía que los esquilmaba se mostró incapaz de socorrer a sus colonias de ataques británicos como el asedio a La Habana de 1806 o la ocupación de Buenos Aires (1806-1807), episodios que descalificaron por completo a la Corona y avivaron los deseos de autonomía de sus súbditos indianos. La situación se agravó en mayo de 1808, cuando el rey Carlos IV y su hijo y heredero, Fernando, renunciaron a sus derechos dinásticos en beneficio de Napoleón Bonaparte, quien los mantenía retenidos en la francesa Bayona. A continuación, el corso nombró rey de España a su hermano José, cuya legitimidad no fue aceptada ni en España ni en las colonias, donde se exigió la creación de órganos de gobierno locales que sustituyeran a las fenecidas instituciones de la monarquía hispana.

En resumidas cuentas, la discriminación política sufrida por los criollos se tornaba en frustración económica —¡entre ellos, tan bien aposentados materialmente!— y, de ahí en adelante, en deseo de revuelta y emancipación. Por supuesto, un movimiento semejante conllevaba sus riesgos, pues podía conducir a momentos de desgobierno y caos, así que la causa independentista tuvo sus partidarios y detractores (las guerras de liberación también suelen ser guerras civiles), y posiciones divergentes entre sus agitadores intelectuales, más o menos radicales o moderados según se fuera adepto a las doctrinas de Montesquieu o Rousseau.

A la postre, el movimiento independentista adoptaría las posturas más moderadas. La opinión generalizada reconocía la necesidad de impulsar reformas administrativas, jurídicas y políticas, pero sin que los nuevos ordenamientos cayeran en la tentación revolucionaria (en el sentido integral del término), porque el poder económico del estamento dirigente se basaba, al fin y al cabo, en la explotación de la fuerza de trabajo, esclava o servil, de las clases humildes de las colonias. Una actitud elitista que fue duramente criticada por Simón Bolívar. De ello dio testimonio el militar y cronista francés Louis Peru de Lacroix, miembro del estado mayor del Libertador, en su Diario de Bucaramanga (1828):

«hay una aristocracia de rango, de empleos y de riqueza equivalente, por su influjo, pretensiones y peso sobre el pueblo, a la aristocracia de títulos y de nacimiento aun la más despótica de Europa; que en esa aristocracia entran también los clérigos, los frailes, los doctores o abogados, los militares y los ricos, pues aunque hablan de Libertad y de garantías es para ellos solos que las quieren y no para el pueblo, que, según ellos, debe continuar bajo su opresión; quieren también la igualdad, para elevarse y aparearse con los más caracterizados, pero no para nivelarse ellos con los individuos de las clases inferiores de la sociedad: a estos los quieren considerar siempre como sus siervos a pesar de todo su liberalismo.»

Estos fueron los fermentos de la Independencia de las colonias españolas de América. Un movimiento impulsado por las clases pudientes de aquellas sociedades, que se sirvieron de proclamas y promesas de igualdad política y promoción social para que las capas populares, incluidos sus propios sirvientes y jornaleros, se sumaran a la causa que abanderaban. Ya se sabe que las masas de los soldados, eso que llaman «carne de cañón», hay que buscarlas siempre entre los pobres.

Que todo cambie para que todo siga igual

Si se dijo antes que la conquista de México fue posible gracias a los indígenas, dada su trascendental cooperación numérica en la victoria final de Cortés, no cabe olvidar que quien culminó la independencia del país fue Agustín de Iturbide, español criollo que comandaba el ejército realista: se unió con todas sus tropas al bando insurgente en febrero de 1821. Antes de esta defección, los líderes rebeldes habían sido derrotados y eliminados uno a uno por el ejército de la Corona, el mismo que le fue confiado a Iturbide en 1820.

Como es lógico, quien mejor se aprovechó de esa circunstancia fue su propia clase protagónica, la criolla, culta y rica; ambas condiciones permitieron que sus miembros asumieran los distintos cargos de las administraciones públicas y de la representación política. Es decir, la independencia se cifró en una reorganización de la cúpula del poder, que desplazó a unos españoles, los europeos, en beneficio de otros, los americanos. Por su parte, el estamento mestizo, más numeroso, pudo optar a los cargos subalternos que proveyó la nueva organización estatal.

Ni qué decir tiene que la independencia de México favoreció legalmente al indígena, y a todas las castas presentes en los cuadros de Miguel Cabrera, pues se instauró una ciudadanía universal que, según la letra, no establecía distingos raciales. Sin embargo, desde temprano adolecieron las clases populares mexicanas del lastre político y económico que supone la acumulación de riqueza económica y poder político en las mismas y pocas manos. Los grandes cambios cosméticos realizados en el ordenamiento legal sirvieron para consolidar un estado poscolonial, que replicaba las desigualdades de estatus y peculio de la dominación española. Y hay motivos para pensar que esa situación ha variado en muy poco, lo cual, por supuesto, no es responsabilidad del pasado colonial, sino de los gestores de la cosa pública que se han sucedido en el país desde 1821 hasta nuestros días. En tal sentido, puede considerarse que la Revolución mexicana de 1910-1920 fue una protesta popular por el incumplimiento de las promesas de justicia e igualdad que acompañaron a la independencia; tanto como el fracaso clamoroso del movimiento que impulsaron, desde distintas perspectivas políticas, personajes como Francisco I. Madero, Pancho Villa, Venustiano Carranza y Emiliano Zapata.

Lograda la independencia, la creación de una nueva patria, de carácter inclusivo, no parecía tarea sencilla. La civilización del criollo no difería de la de sus congéneres españoles del Viejo Mundo, mientras que el pueblo llano del antiguo virreinato vivía en una suerte de sincretismo entre la cultura implantada tras la conquista y el poso indígena que había sobrevivido en ciertos hábitos de la vida cotidiana. Por lo tanto, el país estaba escindido, grosso modo, entre dos grupos sociales —minoritario el criollo, pero gobernante— con diferentes concepciones de la vida.

La colonización española, aunque más intensa en la Nueva España que en ningún otro lugar de América, no alcanzó la misma profundidad en todo el territorio virreinal. Amplias zonas periféricas, alejadas de las ciudades principales, de las vías de comunicación más importantes y de los territorios más ricos a efectos agropecuarios, habían quedado bajo autoridades indígenas controlados por los administradores coloniales; en esos lugares, aunque la población estuviera evangelizada, se practicaban rituales sincréticos y aún se hablaban las antiguas lenguas nativas. Sin embargo, el desarrollo de los Estados Unidos Mexicanos (nombre oficial del país) supuso la definitiva colonización de esos territorios, llevada a cabo por los nuevos gobernantes criollos. Un proceso que en el norte del país se llevó a cabo con las armas en la mano. El indígena perdió así, de modo definitivo, su cultura ancestral, incorporándose al mundo hispano y a ese inmenso mar que sigue denominándose mestizaje, esta vez sin mediación del abuso sexual de un conquistador lascivo.

El pasado septiembre, pocos días después de la celebración del bicentenario de la Independencia de México, el presidente López Obrador pidió público perdón a los indígenas yaquis, habitantes del norte del país, por los abusos y crímenes cometidos contra ellos en los últimos dos siglos. Y no es el único caso registrado. ¿Quién no recuerda a Martín Fierro, protagonista del poema nacional argentino, que es reclutado a la fuerza en una taberna para ir a luchar contra los indios a la Pampa, cuando el joven Estado rioplatense expandía su territorio hacia el sur? La matanza fue terrible en aquellos páramos sudamericanos. Y el acoso del vecino Chile a la población mapuche también merece ser citado, junto con otros muchos luctuosos ejemplos a lo largo y ancho del continente.

La declaración de López Obrador tiene pleno sentido, ya que existe una continuidad institucional entre el Estado que perpetró aquellos desmanes y la actual administración mexicana. En el caso de España, por lo referente a una solicitud de disculpa a los indígenas americanos en general, cabría una doble apreciación. Resulta evidente la ruptura entre el régimen instaurado por la Constitución de 1978 y la administración hispana de los siglos XVI a XIX, pero sí existe una continuidad dinástica directa, encarnada por la figura del Borbón de turno, el llamado Felipe VI. Quizá debiera pensárselo el antedicho, puesto que las atrocidades cometidas en el Nuevo Mundo —la aniquilación de los indígenas caribeños, el abrupto mestizaje de los primeros tiempos de la conquista, la esclavización de africanos, los abusos sistemáticos cometidos bajo el capote de la encomienda…— fueron realizados en nombre de la Corona y redundaron en el beneficio material de la misma.

En conclusión

Hay un camino más allá de la Leyenda Negra —sin duda fomentada por los países rivales del Imperio español, como la Corona británica y las Provincias Unidas— y de la Leyenda Blanca, que quiere imponerse hoy día como contrapunto absoluto de la primera y, por tanto, está igualmente viciada por el prejuicio y el interés. Ese camino es la ciencia histórica.

La conquista no es tarea de ONG. La conquista supone siempre una usurpación, y en la gran mayoría de los casos se ejerce por medios violentos, esencialmente injustos y condenables. Los españoles conquistaron América del mismo modo que conquistaron a otros pueblos los mexicas, cuyo Imperio no era la sustanciación política del candoroso estado de naturaleza de Rousseau. Pero no todos los pueblos de América fueron liberados del yugo azteca, aunque casi todos, sí, fueron sometidos al yugo español.

Tras la conquista, los españoles no crearon un régimen de libertades para los mexicas y sus antiguos vasallos, ni para otros pueblos americanos bajo su dominio, sino uno bien diferente, de explotación de los recursos económicos continentales en beneficio de la metrópoli y su mediadora in situ, el estamento criollo, una casta superior caracterizada tanto por la propiedad sobre la tierra como por su pureza étnica. La economía colonial precisaba de mano de obra barata, razón que contribuyó a la supervivencia de la población indígena.

Hubo matrimonios mixtos con mujeres indígenas, ante la escasez del plantel femenino hispano, pero muy raramente entre las familias de alcurnia económica, la clase criolla. Ella fue la principal beneficiaria de las grandes obras públicas y de servicios financiadas por la Corona en América. Sin embargo, los criollos se rebelaron contra la metrópoli en beneficio de los intereses económicos locales, que se manejaban desde la corte con torpeza y, sobre todo, con codicia. Ese fue el origen de los movimientos independentistas del primer tercio del siglo XIX.

La independencia se obtuvo bajo la tutela de esa casta social y racial, que amoldó los nuevos ordenamientos legales a sus intereses (con avances jurídicos ciertos, como la abolición de la esclavitud y la ciudadanía universal, al menos a título formal). De este modo se perpetuó una aristocracia política que en su intención de expandir los límites territoriales de las antiguas colonias españolas recurrió también a la conquista, provocando nuevas masacres contra las poblaciones indígenas en distintos puntos del continente.

Con frecuencia se dice que la conquista española, «con sus luces y sombras», debe enmarcarse en una época histórica concreta, alegando que la moral de ese tiempo era distinta a la actual. Y cabe convenir en la necesidad de circunscribir analíticamente los hechos en su contexto histórico, pero ello no implica que haya de aprobarse de facto la acción de los conquistadores. El conocimiento detallado de la historia no obliga a revisar hechos luctuosos con la categoría de hazaña, porque nada tienen de ejemplarizante. Si así lo hacemos, estamos cayendo en la complicidad con los crímenes del pasado.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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