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Ilustra Evelio Gómez.

Según el hispanista francés Christian Duverger, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España no es original de Bernal Díaz del Castillo, sino de Hernán Cortés, comandante de la reducida hueste hispana que culminó aquella empresa bélica (además de sus adheridos indígenas, entre ellos los 30.000 guerreros tlaxcaltecas que hicieron posible con su fuerza numérica el asalto a Tenochtitlan, la capital del Imperio mexica, también llamado azteca). Tal tesis defiende en su ensayo Crónica de la eternidad, recientemente publicado en castellano.

Duverger resalta la cultura académica de Cortés (se sabe que era bachiller, con estudios de leyes cursados en Salamanca) y la contrapone a la formación de Díaz del Castillo, modesto soldado; también recurre a otros argumentos cronológicos que a su juicio invalidan la autoría del segundo. De ser cierta su pesquisa, el extremeño sería “el verdadero fundador de la novela latinoamericana”, distinción que el gran Carlos Fuentes dedicó al autor de la Historia verdadera…

Autorías aparte, lo que más me llama la atención es que Duverger insiste en la desatanización del metelinense, aherrojado por cierta historiografía en la sima de la abyección, para encumbrarlo como «humanista». De lo cual se infiere, o parece sugerirse, que maldad y sapiencia son incompatibles en un mismo espíritu humano.

Por lo que respecta a Cortés, no voy a negar los desatinos de ciertas crónicas patrioteras y en esencia mixtificadoras que abundan por doquier (no solo en México), pero a menudo se olvida el gran número de cultivados personajes que subieron el volumen del gramófono para cubrir los gritos de sus víctimas con los maravillosos acordes de Mozart o Wagner. Y en casos menos graves, se omite la deriva hacia posiciones misantrópicas o etnocentristas de ciertos espíritus excelsos criados en la tradición occidental, que manifestaron una incomprensión agresiva ante otras «formas de vida» (en el sentido dado por Wittgenstein a tal expresión, como juegos de lenguaje que sientan los valores de una colectividad determinada), caso de Rimbaud en su experiencia abisinia. El filósofo alemán Peter Sloterdijk se apoya en ejemplos como estos para sostener que el proyecto humanista ha fracasado, dada su incapacidad para domeñar las pulsiones violentas con que a diario convive.

Parece claro que el cultivo de nuestras dotes intelectuales no funciona como vacuna del mal. La misma personalidad puede albergar el gusto por las bonae litterae y una propensión incontenible a la crueldad, del mismo modo que se puede ser ignorante y bondadoso. Habrá que rastrear otros orígenes a la moralidad, como el moral sense preconizado en el siglo XVIII por la escuela escocesa, si natural, o la costumbre que parte de la punición (ora religiosa ora legal), si adquirido. La razón puede reconocer esa pulsión benigna, mejorarla y convertirla en objeto de culto… pero no crearla, porque su simiente radica en las emociones labradas a cincel en nuestro pool genético. La verdadera aportación de raciocinio y conocimiento unidos no estriba en una condición (falsa) de creador, a la manera de una deidad antropomórfica, sino en la función de demiurgo, puesto que el análisis racional permite esclarecer la dimensión de los hechos y circunstancias, abriendo nuevas perspectivas para la acción moral -en su doble faceta, como hecho general y tal que dictamen concreto- frente a las pretensiones de perennidad de la tradición.

No comparto la sentencia de Sloterdijk, cuando menos en su rotundidad. No obstante, resulta evidente que la noción de progreso defendida por Condorcet y otros ilustrados se parece más, en su desarrollo histórico, al avance titubeante de una peonza que al curso geométrico y armonioso trazado por una saeta.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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