Crónica de Manuel Florentín en el “ABC” (1921).

Parece que ambos países mantienen hoy excelentes relaciones, y eso no está mal, pero no ocurría lo propio hace 95 años, el 22 de julio de 1921, cuando 20.000 soldados españoles —o mejor dicho, los supervivientes de ese contingente— se retiraban a la desesperada hacia Melilla, huyendo de la acometida de las cabilas insurgentes lideradas por Abd el-Krim el-Jatabi (1882-1963), futuro presidente de la efímera República Socialista del Rif (1921-1926).

Ese repliegue militar hispano pasó a la historia como el Desastre de Annual, la tragedia mayor del despropósito supino de la guerra de Marruecos, un conflicto que se prolongó entre 1909 y 1927. Allí fue derrotado un ejército con pobre equipamiento y deficientemente alimentado, mal dispuesto para el combate tanto en el aspecto táctico como psicológico; víctima de los errores de estrategia y logísticos del alto mando (y también de sus corruptelas).

El comandante en jefe de la fuerza, general Silvestre, buscó la gloria personal en la tentativa de una victoria rápida y aplastante sobre los insurrectos, sin ponderar las limitaciones de sus efectivos ni los recursos reales del enemigo. La retirada, pronto huida, se inició el 22 de julio, forzada por el ataque masivo de los cabileños sobre posiciones de difícil defensa y mal comunicadas entre sí. Seis jornadas de carnicería después, alrededor de 3.000 militares españoles en desbandada alcanzaron la posición fortificada de Monte Arruit, donde acabaron siendo masacrados, ya rendidos, por la numerosa hueste cabileña. Solo unos pocos cientos lograron salvarse del holocausto: algunas decenas llegaron a Melilla, fueron salvados in extremis por barcos de la marina de guerra o pudieron refugiarse en la zona de Marruecos bajo administración francesa, mientras los otros tuvieron la suerte de ser rescatados de las gumias por los cadíes de las cábilas, que invocaron la compasión hacia los prisioneros prescrita por la ley islámica cuando sus fieles ya se habían cobrado un terrible tributo de sangre. Del general Silvestre, nunca más se supo: desapareció en los primeros compases de la retirada y ni unos ni otros lograron encontrar su cadáver.

Cabe decir también que muchos de los balazos que mataron a soldados españoles fueron disparados con los fusiles vendidos de contrabando a los rebeldes por un prohombre hispano, el multimillonario mallorquín Juan March (gran patriota: más tarde financiaría el «Glorioso Alzamiento Nacional»), cuyos descendientes presumen hoy de abolengo, excelencia empresarial y mecenazgo obviando la memoria de las buenas prácticas del fundador de la saga. También debe recordarse que las levas para Marruecos solo afectaban a las clases populares, pues previo pago de 2.000 pesetas de entonces —era mucha pasta— se esquivaba la mili; otra modalidad de escaqueo, destinada a los universitarios (¿quién podía permitirse en aquel tiempo el lujo de cursar estudios superiores?), consistía en acogerse a la modalidad de “voluntario de un año”, supuesto en el cual se realizaba un servicio militar más corto que los tres años habituales, y con elección de destino por parte del interesado (así se libró de ir a la guerra marroquí otro patriota entre los patriotas, José Antonio Primo de Rivera). Y es que la flor y nata de la juventud plutócrata española tenía su puesto de combate reservado en las tertulias de los cafés y las páginas de opinión de los diarios propagandísticos de la época, malversando conciencias en pro de la sangría.

Más curiosidades: horrible fue la matanza de prisioneros españoles a manos de los cabileños, cierto, tanto como el bombardeo de los aduares con armas químicas lanzadas por la aviación española, incluido el célebre gas mostaza usado en la Primera Guerra Mundial. O como la crueldad demostrada para con sus propios compatriotas por los soldados regulares (tropas marroquíes del ejército hispano), los mismos que alcanzaron fama de vesania quince años después, con ocasión de la Guerra Civil española. Sin olvidar al Tercio de extranjeros, la Legión, que entre otras bellaquerías lanzó por el acantilado a los prisioneros rifeños tras el desembarco de Alhucemas y en presencia de su comandante, un tal Francisco Franco Bahamonde (el hecho es verídico: lo contempló desde el aire el aviador Ignacio Hidalgo de Cisneros, futuro as de la aviación republicana, y puso denuncia ante la superioridad militar, que por supuesto se cruzó de brazos).

Transportando enfermos en la guerra del Rif en la que murieron más de 13.000 soldados españoles.

¿Qué hacían allí esos soldados? Ni más ni menos que defender los «intereses patrios» de políticos como el conde de Romanones, valido del rey Alfonso XIII, varias veces jefe del consejo de ministros y uno de los principales accionistas de las minas del Rif, que le deparaban pingües beneficios. Las élites extractivas que hegemonizaban la política española habían ampliado su actividad predatoria a los recursos naturales del norte de Marruecos, migaja colonial consentida a España en la pantagruélica bacanal de la Conferencia de Berlín (1884-1855), por supuesto sin consideración hacia el parecer de los habitantes del lugar, tenidos por despreciables salvajes, ni a la vida de los súbditos del rey Alfonso. Al monarca, que solo se parecía a sus antepasados en la afición a cabaretear y encamarse con mujeres del pueblo y la farándula, le hacía ilusión la perspectiva de ornar su reinado con glorias militares evocatorias de los triunfos imperiales de sus augustos precedentes, pero solo logró igualar las derrotas de los más desdichados de ellos. Suerte que con el paso de las décadas llegaría José María Aznar, el nuevo Cid Campeador, y su Gran Capitán particular, Federico Trillo, conductor victorioso e inspirado cronista de la gesta de Perejil.

En conclusión, miles de jóvenes españoles de las clases trabajadoras del campo y las ciudades murieron absurdamente en la guerra de Marruecos, en aras de ambiciones particulares y por designio de políticos al servicio de intereses oligárquicos. Fueron víctimas de un sistema político languideciente, más interesado en sobrevivir sobre su rentabilidad parasitaria que en atender las demandas reales de unos ciudadanos adormecidos por la demagogia de las proclamas épicas. En fin, que cada cual establezca los paralelismos con la actualidad que considere acertados.

Actualmente no hemos caído en semejante dislate bélico (poquito faltó en Perejil, esa amada porción de España acerca de cuya existencia tan pocos españoles podían dar fe antes de que ser ocupada por Marruecos), pero los ingredientes para ese u otro desastre social ya están servidos por los grandes chefs de la cosa pública… Y la sufriente abulia del pueblo, también. Las glorias de El Gallo y Joselito han sido sustituidas por las de Vicente del Bosque y sus virtuosos del balón, que son más internacionales (cuidado, que hemos entrado en una nueva decadencia balompédica), y ahora, al orgullo patrio le llaman Marca España, pero lo sustancial estriba en que el efecto amnésico homologa unas gestas y otras, y embriaga con efímeros consuelos incluso a quien se muere de hambre bajo la maldición bíblica del desempleo.

Muy pocos recordarán Annual, porque a muchos no les interesa hacerlo.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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