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Ilustra Evelio Gómez.

¿Fue coherente con su propio pensamiento, el Maquiavelo autor de dos obras tan dispares como El príncipe, generalmente tomado como ejemplo de utilitarismo político sin un ápice de consideración ética, y los Discursos sobre la primera Década de Tito Livio, espejo de tratados del orden republicano, en el que se defienden las libertades cívicas y se ensalza al gobernante virtuoso?

La respuesta más fácil, pero cuán errada, califica El príncipe como una venta al mejor postor del ingenio maquiaveliano, con la intención de librarse del destierro a que había sido condenado, mientras que los Discursos serían su contribución sincera a la teoría política. Sin embargo, la concepción del gobierno defendida por Maquiavelo no elude consideraciones éticas explícitas en ninguna de las dos obras recién citadas. ¿A qué se debe ello? Sencillamente, a que la diferencia basal entre ambos ensayos no estriba en intenciones dispares (y aun antagónicas), sino en los diferentes destinatarios a que van remitidas (respectivamente, el príncipe y el legislador), que se corresponden con dos coyunturas históricas y aun con dos tipos humanos distintos.

De lo anterior se deriva que las dos obras poseen una coherencia lógica interna, como hitos sucesivos del mismo camino hacia la meta del gobierno virtuoso. El príncipe es la propedéutica de los Discursos, un manual práctico –y previo– para sobrevivir a un entorno de inmoralidad colectiva; sus directrices sientan las bases de un poder necesariamente fuerte, que habrá de guiarse por la doctrina plasmada en los Discursos para emprender la tarea de instrucción moral de los ciudadanos.

I

Maquiavelo vino al mundo en Florencia (1469), por entonces uno de los pequeños estados libres del Italia, no sometidos ni a la autoridad del papa ni a la jurisdicción del emperador de Alemania. Distinguían a la ciudad, tanto la pingüe actividad de sus mercaderes y artesanos, como el ornato de intelectuales y artistas atraído por el mecenazgo de la familia Medici, señores locales.

Vástago de la pequeña nobleza, Maquiavelo tuvo acceso a una educación esmerada, que despertó su temprana admiración por los autores clásicos grecorromanos (Platón, Epicuro, Lucrecio, Cicerón, Polibio, Tito Livio) y los grandes poetas de la centuria precedente (Dante, Petrarca). Este bagaje permitió su ingreso en la segunda cancillería, el gabinete que atendía las relaciones exteriores y los asuntos bélicos de la recién proclamada República florentina (1494), creada tras el derrocamiento de los Medici.

Como funcionario público, nuestro autor asistió en primera línea a las insidias surgidas en torno al gobierno puritano del franciscano Girolamo Savonarola (1494-1498). De otro lado, y merced a esa misma condición profesional, mantuvo contacto directo con algunos de los principales gobernantes de la época, como el rey Luis XII de Francia, el emperador Maximiliano I de Austria, el papa Julio II y el cardenal romano César Borgia, ante quienes encabezó sendas misiones diplomáticas.

Aparte de estas gestiones, la República debió a Maquiavelo la creación de las milicias florentinas (1505), cuerpo de defensa civil concebido como alternativa a la contratación de soldados mercenarios.

La experiencia obtenida del trabajo en la cancillería resultó decisiva para la maduración intelectual de las ideas que Maquiavelo había extraído de sus abundantes lecturas. Con este saber doblemente acumulado forjó una doctrina política enfrentada a las convenciones de su tiempo, que ya estaba intelectualmente madurada en 1512, aunque todavía careciera de una exposición escrita sistemática. Ese año, una nueva convulsión política trocó el destino del brillante diplomático florentino: los vaivenes de la política italiana dejaron a Florencia en desventaja ante las insidias del papado, lo cual propició el retorno al poder de los Medici, y con ellos, la caída en desgracia de Maquiavelo. Destituido primero de sus responsabilidades como funcionario, más tarde fue encarcelado, torturado y desterrado a la localidad de San Casciano.

En el exilio tuvo tiempo de aplicar sus saberes y experiencias a la redacción de El príncipe (agosto-diciembre de 1513), ensayo acerca de los modos de conquistar y conservar el poder. El manuscrito original fue dedicado a uno de sus enemigos, el cardenal Lorenzo de Médicis, duque de Urbino y futuro papa con el nombre de Clemente VII; no obstante, se trata de un detalle añadido en 1515 o 1516. La obra no llegó a publicarse en vida de su autor.

El destierro en San Casciano estuvo marcado por penurias materiales de todo tipo, pero también por una intensa actividad intelectual. Concluido El príncipe, Maquiavelo prosiguió con la redacción de los ya citados Discursos, escritos entre 1512 y 1519, y también compuso el poemario El asno de oro (1517) y la comedia La mandrágora (1520).

Gracias a la astuta benevolencia del cardenal Medici, que acabó perdonándole las desavenencias del pasado a cambio de sus peritos servicios, Maquiavelo retomó la actividad funcionarial a partir de 1520, sin abandonar por ello sus trabajos literarios (la biografía Vida de Castruccio Castracani de Luca, 1520; Historia florentina, 1520-1525; la comedia Clizia, 1525).

A medio plazo, esta reconciliación propiciaría la segunda caída en desgracia de nuestro personaje: ocurrió en 1527, tras el saco de Roma por las tropas del emperador Carlos I, suceso que nuevamente apartó a los Medici del gobierno de Florencia. Pero Maquiavelo falleció ese mismo año, con lo cual no se prolongó en mucho su oprobio.

II

En los cenáculos literarios de aquella Italia a caballo entre los siglos XV y XVI, nadie discutía a otro florentino, Dante Alighieri, una doble primacía como maestro del canon estético del Dolce stil novo, representado por la Commedia (aunque la denominación del movimiento sea muy posterior, del siglo XIX, tomada por Francesco de Sanctis de un verso de la obra danteana), y teórico modélico en el análisis de la cosa pública, merced a De monarchia. Pero Dante no había ido más allá de la ortodoxia cristiana tradicional, al identificar los males de su época con la impiedad de los hombres. Este tema triunfó más tarde allende los Alpes, en tanto que recogido por los humanistas del norte de Europa (Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro), que defenderán los valores del prístino cristianismo –humildad, fraternidad, tolerancia– como principios políticos del Estado ideal.

Contra ese prisma religioso aplicado al análisis político se edificó la doctrina de Maquiavelo, de sesgo inequívocamente materialista, sentada sobre consideraciones antropológicas básicas acerca del juego de las pasiones y las distintas clases de inteligencia.

Vayamos concretando. Para nuestro autor, el intelecto humano es una suerte de pelele sacudido por los embates de sus apetitos. Grosso modo, su valoración de la especie se resume en estas líneas: “Los hombres son, en general, ingratos, inconstantes, mentirosos e hipócritas, cobardes ante el peligro, avarientos.” (El príncipe, capítulo XVII).

Este diagnóstico del alma humana conforma sin duda un cuadro idealista, pero inferido de la observación de las pulsiones biológicas que arrastran a la competencia, a menudo feroz, en pro de la obtención de bienes escasos.

A la tiranía de los apetitos hay que sumar la desigualdad espiritual de los humanos. Recuperando el esquema formal de la doctrina platónica de las tres almas, Maquiavelo distingue igual número de inteligencias en el capítulo XXII de El príncipe: la primera “comprende las cosas por sí mismas” y es calificada de intelecto superior; la segunda, “capaz de evaluar lo que otro comprende”, merece ser llamada “excelente”, “y la tercera no comprende ni por sí misma ni por medio de los demás”, por lo que resulta inútil para las grandes empresas y solo se mantiene atada a la virtud mediante la autoridad.

De estas tres clases de almas, solo la superior está capacitada para regir la sociedad. A sus poseedores corresponde remediar el caos desatado por los deseos y las ambiciones, sobre todo entre las categorías intelectuales inferiores, más proclives al vórtice pasional. Pero no debe entenderse que existe una relación inmediata entre la capacidad política (llamémosla así) y el ejercicio de la política: tal como denunció Maquiavelo, la Italia de los siglos XV y XVI estaba repleta de aventureros, encumbrados por el uso de las armas a importantes cargos públicos, que solo pretendían medrar de un modo zafio, sirviéndose para ello de sus magistraturas.

Establece igualmente nuestro canciller una peculiar interacción entre la esencia ambiciosa de la humanidad (elemento colectivo) y las tres categorías de almas mencionadas (matiz individual), de fuerte resonancia epicureísta: la capacidad racional de cada individuo condiciona el género de lo ambicionado. Las almas vulgares se decantarán por los bienes materiales, mientras que los espíritus superiores preferirán los dones de la fama, que rebasan la inmanencia de la necesidad y proveen al beneficiario de una trascendencia mundana (esto es, el recuerdo de las generaciones venideras, cual ejemplo de sabiduría y grandeza de ánimo).

La primera consecuencia que el florentino obtiene de estas premisas será que los pueblos alcanzan momentos de pujanza política, paz social y progreso económico, cuando, guiados por almas superiores, optan por una conducta virtuosa; y cuando se inclinan hacia una ambición desordenada, caen en el caos y la injusticia, y su futuro queda al albur de otros pueblos mejor gobernados y, por tanto, más poderosos. De todo ello contienen abundante testimonio los libros de historia, advierte Maquiavelo.

III

La historia, “Maestra de la existencia”, es el mejor espejo de la lucha secular entre los distintos apetitos de las almas, y por ello posee, para Maquiavelo, preeminencia gnoseológica. El hoy es un pretérito redivivo que solamente puede aprehenderse en el estudio de los sucesos de antaño.

Ante todo, la historia es espejo del comportamiento humano. Parte del reconocimiento de la ambición como primer motor –dicho sea en términos aristotélicos– de las acciones de todos los miembros de la especie. Dicha ambición tiene un trasunto político: según predomine socialmente una u otra tendencia de esa pulsión basal (ya se han citado las distintas clases de dones ambicionados), los estados atraviesan momentos de plenitud o decadencia. Esta evolución puede representarse gráficamente como una sucesión interminable de parábolas con un trazo ascendente, el de sus momentos de auge, y otro descendente, el de su decadencia moral y política. Viejo esquema, tomado por Maquiavelo de los textos de Plinio (siglo I), que se proyectará formalmente sobre la teorizaciones de Gianbattista Vico y su Ciencia nueva (1725), y también en las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (1837) de G. W. F. Hegel.

La crónica de este continuo ascenso y declive de repúblicas y reinos recoge la perpetua elección que los hombres efectúan sobre los objetos de su ambición, y cuyo resultado es la gloria o la ruina. Los momentos de esplendor de las civilizaciones coinciden con épocas en que la racionalidad triunfó sobre los instintos (sin por ello anular estos), procurando los dones codiciados por el recto sentido: la virtud y la fama.

La imperfección humana anula cualquier posibilidad de alcanzar un estado de armonía política y social absoluta. De ahí que la historia, su concepto, pueda describirse en el pensamiento de Maquiavelo cual constante ensayo de la razón en busca de la libertad: “Dios no quiere hacerlo todo para no arrebatarnos la libertad de la voluntad y la parte de gloria que nos corresponde en la empresa” (El príncipe, XXVI). Esa “libertad de la voluntad” debe tomar buena nota, antes de obrar, del ejemplo de los antiguos.

Cierto es que volverá a caer la naturaleza humana en la iniquidad más tarde o más temprano, porque las limitaciones del propio raciocinio, la ignorancia y la inflexibilidad de las pasiones acaban desviando su atención de la recta conducta. Sin embargo, a pesar de ese lastre inevitable, cierta noción de progreso rezuma de los textos maquiavelianos: la estructura del devenir es perenne, pero sus contenidos, los materiales sapienciales que moldean la vida y las producciones del género humano en las distintas épocas, tienden hacia mayores cotas de perfectibilidad conforme las etapas ascendentes toman el relevo de las lagunas de crisis. Y aun siendo la perfección absoluta imposible, tales avances favorecen la dilatación de los estadios de auge, con simétrica reducción de las épocas aciagas.

IV

La consecución de estas cotas de progreso es la tarea de las almas superiores. A ellas corresponde la mayor creación imaginable sobre la Tierra, el Estado, marco idóneo y condición de posibilidad del ejercicio de la virtud. Una tarea, por tanto, superior a la mera reproducción material de la sociedad, encomendada a los dos tipos inferiores de almas.

De lo anterior se desprende que Maquiavelo poseía un concepto heroico, casi homérico –o sin casi– de la historia. La original igualdad entre los miembros de la sociedad –postulado fundamental de las doctrinas contractualistas de la modernidad (Hobbes, Locke, Hume, Rousseau)– queda refutada de principio con la doctrina de las tres almas. En el pensamiento maquiaveliano, el contrato social –entendido como acuerdo que valida un marco legal de convivencia– no constituye el Estado, sino que es posterior a la creación del mismo, pues solo se da cuando las voluntades particulares llegan a aunarse en el acatamiento de las leyes justas estatuidas por el gobernante. Y ello no es tan fácil. Apegado como está el humano al reino de sus deseos y necesidades, la vorágine de las ambiciones interpone múltiples obstáculos contra el libre ejercicio del raciocinio. De ahí que la racionalidad, simiente de la virtud, se manifieste en destellos escasos y singulares, y que ella misma sea una suerte de especie exótica y codiciada, con la salvedad de que no puede adquirirse mercantilmente.

La concepción política de Maquiavelo despoja al Estado de cualquier misión trascendente. Su función para con los individuos pasa de cura de almas (Dante) a estructura necesaria de supervivencia, y como tal ligada a imperativos de orden puramente material, no moral o religioso. La ley dejará de ser vínculo entre la individualidad y el decálogo que emana de la omnisciencia divina; en adelante, perseguirá la adecuación de los apetitos humanos a las normas de la racionalidad, única garantía de conservación física. Cuando una alteridad desbordada por las pasiones es límite y amenaza para cada sujeto, la única conciliación entre ambos dominios –lo propio y lo ajeno– estriba en una fuerza exterior, la ley. Doctrina fatalista donde las haya, sin duda, pero nunca gratuita en su severidad.

¿Cómo se concreta este cambio de paradigma? En los siguientes términos: la clave de un gobierno que garantice la paz interna del Estado, consiste en el desenvolvimiento de las tensiones internas y opuestas bajo un fuerte poder vigilante, hasta alcanzar un equilibrio entre las partes, mantenido tanto por la prudencia como con la fuerza del gobernante. En este aspecto, el pensamiento maquiaveliano responde a un individualismo mesurado por la racionalidad, entendida como la atinada facultad que sabe apaciguar las inclinaciones egoístas con el dulce freno de la libertad moral y la seguridad material.

V

Partiendo asimismo del estudio de la historia, Maquiavelo extrajo conclusiones directas acerca de la coyuntura política de la Italia de su tiempo: sostuvo así que las comunas (ciudades libres), herencia del Medievo, eran instituciones caducas, que debían sucumbir ante la instauración de un principado nuevo, de fundamento civil, cuya misión sería la perfeccionada restauración de los principios de la Roma republicana, época en la que nuestro autor creyó ver mayor número de ejemplos de virtud civil, tanto del pueblo en general como de sus líderes políticos.

La manera de instaurar ese nuevo régimen quedó debidamente expuesta en El príncipe, ensayo que advierte y prepara contra una situación real, asentada sobre la violencia y la inmoralidad, ante la cual se habían demostrado inútiles los “profetas desarmados” como Savonarola, ni tampoco parecían aptos los epígonos humanistas de Dante; unos y otros habían confiado en el solo poder de persuasión de la palabra, por lo que tarde o temprano estaban destinados –como lo estuvo Savonarola– a perecer bajo la espada de las insidias. Así pues, el uso de la violencia se perfila como recurso imprescindible para tomar el poder y mantenerse a su cabeza, puesto que debe culminarse en un mundo regido por pasiones que obnubilan el corazón y el raciocinio de la inmensa mayoría de los hombres, borrando de su consideración cualquier comportamiento altruista: “hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende antes su ruina que su preservación: porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad” (El príncipe, XV).

Profundamente resignado al fatalismo, actitud y conclusión esencial de su pensamiento, Maquiavelo reconoce la preeminencia última del apetito ante la idea, y sobre tal jerarquía fundamenta la descalificación rotunda de cualquier gobierno de inspiración religiosa. Este rechazo implica la disyunción entre moral y política, que respectivamente quedarán asignadas a los ámbitos de la intimidad, la primera, y la vida pública, la segunda; al reino de los fines y el reino de los hechos humanos.

Ya no hay mandamientos a los que aferrarse. Sabiduría (como ciencia empírica, aprendida en el estudio de la historia) y prudencia (reflexión) son los dos pilares del gobierno en los escritos del florentino.

VI

Hay que distinguir entre una guía técnica y un decálogo. La primera se basa en la manipulación práctica de condiciones estrictamente coyunturales, para lograr determinados fines, y a ella pertenece El príncipe (en este caso, su meta estriba en la obtención del poder político). El segundo establece los procedimientos ideales en el desempeño de la función cuyo acceso facilita la anterior; por tanto, se rige por principios y valores diferentes. También existe en Maquiavelo esta segunda obra, complementaria de El príncipe y secuencia consecuente: son los Discursos sobre la primera Década de Tito Livio, escritos entre 1512 y 1519. Cuanto se postula en este amplio tratado político, solo puede practicarse en un Estado previamente consolidado y pacificado por gobernantes enérgicos, conscientes de que su acción se enfrenta a la natural discordancia entre el orden racional deseado –y deseable– y el caos rebelde de los apetitos.

El príncipe estudia los distintos tipos de principado (capítulo I), que pueden ser hereditario, mixto (cuando un gobernante accede al poder en un Estado ya fundado) y “completamente nuevo, tanto por su príncipe como por su organización política”, exponiendo la forma de conquistar el poder en cada uno de ellos (II-XI). Examina a continuación las cuestiones de organización militar necesarias para la defensa del poder conquistado (XII-XIV), propone consejos prácticos para la conservación del poder (XV-XIII) y finalmente hace votos por la unificación y liberación de Italia (XXIV-XXVI).

La tarea de conquista, así como la labor de conservar el poder, dependerá en buena medida de la relación que el gobernante mantenga con la Fortuna. Esta fuerza no es equiparable a la noción tradicional de hado o destino sobrenatural; no se trata de una determinación caprichosa sobre la vida del individuo, inconexa de sus méritos. En la doctrina de Maquiavelo, la Fortuna es un cúmulo de circunstancias absolutamente inmanentes, desdoblado en dos niveles: el entorno histórico que acoge la acción protagónica y las repercusiones de la propia acción sobre ese mismo entorno.

La iniciativa de conquista es un catalizador de fuerzas y reacciones anteriormente aletargadas, por lo que requiere una técnica específica. Por supuesto, la imperfección consustancial de todo ser humano, incluidos los de inteligencia superior, mantendrá siempre al héroe bajo la espada de Damocles de los riesgos que no supo calcular con exactitud, o de los peligros surgidos sin que fuera tan perspicaz como para prevenirlos anticipadamente. Moraleja: no culpe el príncipe de su desgracia al capricho de los dioses o la mala suerte, pues todo fracaso deviene de las limitaciones humanas.

La Fortuna es la vida, ni más ni menos, con su inherente laberinto de sorpresas. En el sentido de orientación del caminante reside su mayor o menor posibilidad para hallar la senda correcta en todas las encrucijadas, porque “ella muestra su poder cuando no hay una virtud organizada y preparada para hacerle frente y por eso vuelve sus ímpetus allá donde sabe que no se han construido los espigones y los diques para contenerla” (XXV).

Puesto que la Fortuna es mujer y ama a los hombres decididos y enérgicos, el oportunismo que la temeridad procura puede servir para alcanzar el poder. Triunfo, advierte el florentino, que suele acompañarse de la propia vanagloria. Mala actitud será esa, sin embargo, porque conduce a la falsa creencia en la imbatibilidad.

En el trato con la Fortuna, imprescindible resulta también –una vez más– el conocimiento de la historia, porque “un hombre prudente debe discurrir siempre por las vías trazadas por los grandes hombres e imitar a aquellos que han sobresalido extraordinariamente sobre los demás, con el fin de que, aunque no se alcance su virtud, algo nos quede sin embargo de su aroma”. Tal instrucción aviva el ejercicio racional de la prudencia, que en buena medida puede identificarse con la moderación de un gobernante “ponderado en sus reflexiones y en sus movimientos”, el cual, “sin crearse temores imaginarios”, actúa “mesuradamente, con prudencia y humanidad, para que la excesiva confianza no lo haga incauto ni la excesiva desconfianza lo vuelva intolerable” (XVII). Conocimientos y actitudes que se complementan, cómo no, con los consejos prácticos de Maquiavelo.

VII

Las primeras recomendaciones plasmadas en El príncipe tienen por objeto evitar intrigas: al nuevo gobernante le conviene la eliminación del linaje del anterior soberano. Y para no ofender a sus nuevos súbditos, debe mantener las leyes e impuestos que halló a su llegada. La costumbre –su preservación– contribuye a que el relevo sea bien acogido.

También hay que ser astuto (“zorra para conocer las trampas”) y contundente (“león para amedrentar a los lobos”). Y si no se poseen estas capacidades, por lo menos aparentar que sí se atesoran, porque “cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para defenderlos” (XVIII).

Según Maquiavelo, el soberano debe hacerse amar por sus súbditos… Pero no le bastará con ello si quiere conservar su dominio, puesto que a la par debe ser temido. Planteada así la antinomia, en caso de no poder compatibilizar ambos sentimientos se aconseja, por su utilidad, la primacía del miedo. ¿La razón? Cuando el pueblo, si aún vive en la ceguera de sus ambiciones, cree vislumbrar la opción plausible de una revolución, pesa más sobre su voluntad el temor a las represalias del gobernante que el reconocimiento de los buenos actos del mismo.

Ese temor solo puede infundirlo un príncipe autoritario. La liberalidad del soberano alimenta el ánimo revoltoso, por tentar al súbdito, que intentará desembarazarse del poder instituido en aras de su egoísmo. Es cuestión de cálculo: un gobernante severo ejecutará a un puñado de díscolos, pero uno más tolerante se verá obligado, a la postre, a castigar a muchos de sus inferiores (todos aquellos que sean cautivados por las promesas de la subversión). Y así, el príncipe que pretendía ser más amable con sus gobernados acaba siendo el que más cabezas corta. Debido a ello, también será quien más enemigos se gana entre el pueblo.

El agravamiento de estas aversiones puede dar como producto el odio, que rebasa todas las barreras del temor: “la mejor fortaleza es no ser odiado por el pueblo” (XX). Príncipe odiado se convierte sin remedio en príncipe destronado, asegura Maquiavelo.

Para evitar la inquina popular, no solo se precisa la entereza del soberano, entendida como observancia de la propia autoridad, sino también el buen ejemplo de sus actos (aunque solo sea aparente). La seguridad de no recibir afrentas ni abusos por parte del poder, ni en sus medios de vida ni en sus mujeres, figura como consejo práctico en El príncipe para impedir la generación de resentimiento entre los súbditos. Y refiriéndose a los bienes de estos, Maquiavelo recomienda a todo gobernante que sea morigerado en sus fastos y conceda “poca importancia a que lo tachen de tacaño si con ello no se ve obligado a despojar a sus súbditos, puede defenderse, no se ve reducido a la pobreza y el desprecio y no se ve forzado a convertirse en rapaz” (XVI).

Dicho lo anterior, cabe recordar que nuestro autor prefiere para su príncipe el apoyo del pueblo, antes que el de los nobles y plutócratas: como los segundos “se creen iguales a él”, le costará imponerse a sus pretensiones. Pero no solo en atención a cuestiones funcionales, también por carácter le conviene al gobernante el respaldo popular: “el fin del pueblo es más honesto que el de los grandes, ya que estos quieren oprimir, y aquel no ser oprimido” (El príncipe, IX).

Constata el florentino, asimismo, que los “principales cimientos y fundamentos de todos los estados (…) consisten en las buenas leyes y en las buenas armas” (XII). Porque ni el apoyo de la los poderosos ni el favor del pueblo librará al mandatario de infinidad de peligros ajenos a su arte de gobierno, ora fruto de los rencores y las codicias de los particulares, que nunca dejan de intrigar contra la estabilidad del Estado, ora porque la prosperidad de un reino bien administrado puede despertar muchas envidias externas.

También hay una llamada de atención contra quienes conciben su mandato como un lujo merecido y pretenden despreocuparse de las exigencias de una guerra sempiternamente activa en el mundo de los humanos, como producto de sus apetitos e insensatez: “la experiencia muestra que, cuando los príncipes han pensado más en las exquisiteces que en las armas, han perdido su Estado”. Gobernar es todo lo contrario a la molicie, un mandatario sabio “jamás permanecerá ocioso en tiempos de paz” (XIV).

La organización de la defensa del principado precisa de la formación de milicias civiles, integradas por ciudadanos comprometidos con su país y sus leyes, en detrimento de las fuerzas de mercenarios que “carecen de unidad, son ambiciosas, sin disciplina, desleales” (XII). Prescripción esta, directamente relacionada con la experiencia diplomática de su autor, quien había comprobado la nula confianza ameritada por las tropas mercenarias que proliferaban en la Italia de su tiempo.

VIII

Ni una sola palabra en alabanza de cualquier tipo de acción inmoral hallaremos en El príncipe, sin negar por ello que ciertas prescripciones estrictamente ligadas en Maquiavelo a los conceptos de lo real y lo necesario chocan de pleno contra los valores políticos de las sociedades occidentales del siglo XXI (y Maquiavelo podría apostillar: “pero solo en la apariencia”).

Valga este ejemplo –con subrayado añadido– acerca del “buen uso y mal uso de la crueldad. Bien usadas se pueden llamar aquellas crueldades (si del mal es lícito decir bien) que se hacen de una sola vez y de golpe, por la necesidad de asegurarse, y luego ya no se insiste más en ellas, sino que se convierten en lo más útiles posible para los súbditos. Mal usadas son aquellas que, pocas en principio, van aumentando sin embargo con el curso del tiempo en lugar de disminuir” (VIII).

En nuestro tiempo, los estados democráticos también se consideran lícitamente capacitados para ejercer la violencia que les confieren las leyes (no deseable, pero justificada por convención). Solo la diferencia entre los contextos históricos –cada uno dotado de sus propios paradigmas político y jurídico– establece el grado y materia de esa violencia.

La legitimación de la violencia estatal arraiga en la naturaleza de la soberanía. En el siglo XXI se entiende que la acción represiva del Estado viene sancionada, y con ello mesurada, por leyes aprobadas según procedimientos democráticos, luego es postestad obtenida a priori. En el siglo XVI, la soberanía descansaba en derechos dinásticos de fundamentación divina, de modo que la violencia estatal tenía origen y finalidad arbitrarios (dimanaba del interés del soberano). Maquiavelo se rebela contra esta justificación ultraterrena, transfiriendo la razón última de la soberanía no al linaje, sino al mérito personal (y por tanto, popularizándola), siempre que sea su voluntad la creación de un principado nuevo, que habrá de moldearse con leyes derivadas de un ideal de virtud. De este modo, el gobernante adquiere su legitimidad a posteriori, devenida por igual de la intención y de las obras. Puede hablarse de meritocracia, pero, al igual que ocurre en el Estado democrático de nuestros días, esa legitimidad queda desligada de cualquier vínculo irracional o sobrenatural.

El capítulo XXI de El príncipe bien podría servir como conclusión de la obra y preámbulo de su continuación lógica, los Discursos, porque ofrece no ya consejos para la conquista y mantenimiento del poder, sino una caracterización positiva de cuanto debe ser la figura principesca. Puede leerse allí: “Nada proporciona a un príncipe tanta consideración como las grandes empresas y el dar de sí ejemplos fuera de lo común. (…) [así como] dar de sí ejemplos sorprendentes en su administración de los asuntos interiores. (…) debe mostrar también su aprecio por el talento y honrar a los que sobresalen en alguna disciplina. Además, debe procurar a sus conciudadanos la posibilidad de ejercer tranquilamente sus profesiones, ya sea el comercio, la agricultura o cualquier otra actividad, sin que nadie tema incrementar sus posesiones por miedo a que le sean arrebatadas o abrir un negocio por miedo a los impuestos. (…) Y puesto que toda ciudad está dividida en corporaciones o en barrios, debe prestarles su atención y reunirse con ellas de vez en cuando, dando ejemplos de humanidad y liberalidad, pero conservando siempre intacta la magnificencia de su dignidad, porque esto no puede faltar nunca en cosa alguna”.

Las anteriores líneas, además de despejar cualquier duda sobre la pretendida –y falsa– inmoralidad de Maquiavelo, introducen un nuevo aspecto de su pensamiento social, como es la defensa acérrima de la libre iniciativa económica dentro de un marco legal respetuoso con las necesidades y beneficios de la misma, presupuesto que anticipa los fundamentos teóricos de la escuela liberal… con alguna particularidad no menor, empero.

En el florentino, la propiedad privada queda exonerada de cualquier vínculo con el Estado, más allá de la tributación para el necesario mantenimiento del mismo; y se pergeña como inviolable, salvo en los casos de traición que la ley especifique. Este principio surge de la constatación empírica de su benéfica influencia sobre la prosperidad de las naciones y la seguridad de los príncipes que la protegen (un argumento utilitario, por tanto), sin necesidad de justificaciones iusnaturalistas como la que deviene del estado de naturaleza teorizado por Locke.

Finalmente, con respecto a las relaciones políticas y económicas entre propiedad y Estado, cabe indicar que existe cierto paralelismo entre las doctrinas de Hobbes y Maquiavelo, no porque compartan una fundamentación lógica, sino por la descripción de causas y efectos. Para el británico (Elementos de derecho natural y político), la función primordial del Estado consiste en preservar la seguridad de la propiedad, y para ello se confiere al soberano todo el poder de los individuos; tan sacrosanta es dicha obligación, que de ser incumplida puede justificar el magnicidio. Al florentino le basta con la lógica apabullante de la experiencia histórica: príncipe que abuse de la propiedad de sus súbditos será odiado, y como tal depuesto más tarde o más temprano (considérese legítimo o no su derrocamiento), porque la falta de inteligencia y moderación habrá trocado en su contra el favor de la Fortuna. Cuestión de sentido común, como puede verse, sin necesidad de recurrir a complejos entramados lógicos o jurídicos.

Cinco siglos después de su redacción, el centenar de páginas de El príncipe sigue figurando entre los textos referenciales del pensamiento político universal. De su mensaje se destila cierta melancolía, la del diplomático que tal vez soñó con ser ese gobernante cuya “gloria será doble: habrá dado origen a un principado nuevo y lo habrá adornado y fortalecido con buenas leyes, buenas armas, buenos aliados y buenos ejemplos”.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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