Dos reflexiones sobre el referéndum del 1 de octubre de 2017:

1-La soberanía pertenece al pueblo, no a las leyes.

La finalidad esencial de la democracia es evitar la tiranía; su principal logro, garantizar la paz civil a través del respeto a las ideas que alcancen una mayoría social, siempre y cuando se expresen y difundan por cauces pacíficos. Es cierto que las mayorías pueden equivocarse, pero los pueblos tienen derecho a caer en el error e incluso a la rectificación —como se reconoce a las personas individuales— si han obrado dentro de los márgenes de civilidad recién mencionados.

La propaganda oficial del Estado español, tanto cuando estuvo en manos del PSOE como cuando la usufructuó el PP, insistía en la legitimidad de los comportamientos democráticos en tiempos trágicamente cercanos pero aparentemente superados, cuando ETA practicaba el asesinato para perseguir sus fines políticos. Proclamaban entonces los voceros gubernamentales que todas las ideas eran legítimas en democracia si se defendían sin violencia, con la persuasión de la palabra y el aval del voto, incluidas las de los etarras (es decir, la independencia y el socialismo).

En estos días de septiembre, aquellas admoniciones parecen haber caído en el olvido de sus propios heraldos; al menos, a tenor de lo visto en la represión judicial de la causa soberanista catalana. Porque se podrá estar en desacuerdo con ella (y ello es tan legítimo como apoyarla), pero no cabe la menor duda acerca de su carácter civil y democrático. De modo que puede vilipendiarse al procès cuanto se quiera, y bastante se ha hecho al respecto desde los medios oficiales y paraoficiales, pero de ahí a ilegalizar su hito principal, el referéndum del 1 de octubre de 2017, media un abismo de intolerancia y despotismo.

Los archipámpanos gubernamentales y sus adláteres pseudoopositores olvidan que las ideas no se defienden en la palestra pública por adicción a la diatriba u otros vicios inconfesables. Todo proyecto político acaricia la esperanza de obtener representación efectiva en las instituciones de gobierno; también de alcanzar el poder, para aplicar sus propuestas en la medida de las posibilidades que las condiciones sociales, culturales y económicas permitan. La voluntad popular, expresada libremente en las urnas, es la única barrera legítima interpuesta ante las aspiraciones de cualquier proyecto político de futuro; cuando existen otros límites, impedimentos o prohibiciones, la democracia languidece como una uva caída de la cepa de las libertades y abandonada al sol del autoritarismo, por mucho consenso que haya al respecto entre los partidos mayoritarios del Estado.

En suma: se cae en el fraude democrático cuando solo cabe defender ciertas causas políticas a efectos formales, sin que puedan realizarse de modo efectivo. Así está ocurriendo en la actualidad con la exigencia democrática de autodeterminación de una parte muy numerosa de la sociedad catalana con el referéndum del 1 de octubre.

En el Reino de España, este fraude recién descrito ha encontrado la coartada de la legalidad. No se puede consultar a los ciudadanos —se justifica el gobierno— sobre un problema que los divide porque las leyes, Constitución al frente, impiden que se discuta y dirima el asunto objeto de polémica. Situación cuando menos contradictoria, si no antitética, el que las leyes impidan la expresión de la voluntad popular (o, para ser más exactos, que la ciñan en exclusiva a las periódicas consultas de elección de representantes, tras las cuales los ciudadanos quedan de facto expulsados de la política activa).

Las leyes son, deben ser expresión de la soberanía popular, que no tiene por qué permanecer inalterable a lo largo del tiempo; puede modificarse o evolucionar según cambien las condiciones concretas en que viva la ciudadanía. Y el debate suscitado en el seno de la misma ha de proyectarse de modo efectivo sobre el ordenamiento legal, sea cual sea su asunto. Mediante esa confrontación libre de ideas, que los poderes públicos deben promover y cuidar, cabrá decidir las modificaciones de las leyes e incluso de la conformación general del Estado. La integridad territorial de un país no es un derecho fundamental, como sí lo es, por ejemplo, la libertad de conciencia y expresión, y las constituciones no son códigos de literalidad sagrada, sino instrumentos legales susceptibles de adaptación. Y algo más: la Constitución de 1978 merece un cambio en su artículo segundo, donde se establece la indivisibilidad de la patria común, ya que su texto no fue redactado en los actuales términos por los ponentes constitucionales, sino impuesto por el gobierno central bajo amenazas de la cúpula militar de entonces, heredera directa del régimen franquista.

Cualquier país dotado de los pertinentes estándares democráticos hubiera buscado un plan conciliador ajeno a la judicialización del problema; ese país genuinamente democrático hubiera reconocido la conveniencia de dirimir la reclamación catalana siguiendo el método más civilizado, como fue el empleado en Quebec por dos veces (1980 y 1995), en Escocia en 2014 o hace poco más de un siglo en Noruega, que se escindió de Suecia en 1905, mediante referéndum. Ninguno de estas consultas de autodeterminación estaba previamente legislada en las constituciones de los países convocantes (el Reino Unido ni siquiera cuenta con una Constitución codificada, y eso que Inglaterra es el país de la Carta Magna…). Pero Spain permanece diferent… Y en ciertos aspectos, como en la concepción del hecho nacional, sigue siendo muy similar al régimen franquista, obsesionada en su fe unitaria.

Con fidelidad a la letra del texto constitucional español, y para que nadie se sienta subestimado, podría celebrarse incluso una consulta general con participación de toda la ciudadanía del Estado, pero ya se sabe que una mayoría cualificada catalana a favor de la independencia, aunque minoritaria en el marco cuantitativo de la votación estatal, no dejaría de suponer un divorcio de facto entre Cataluña y España. De ahí el miedo a las urnas de los gobernantes españoles y sus acólitos, la inseguridad de base que teme poner en peligro la fe unitaria antes citada. El resultado, la judicialización de la política, la movilización aparatosa de los cuerpos y fuerzas de orden público estatales y el puro fraude democrático, con ciertos fiscales en el rol de nuevos héroes patrios.

¿Arrastramos en Cataluña otra de «las promesas incumplidas de la democracia» (Norberto Bobbio)? Para prohibir el referéndum del 1 de octubre, el Tribunal Constitucional se ha mostrado sorprendentemente diligente —¡oh prodigio!— en su papel de comisario político, conmovido ante el lamento de «Oigo, patria, tu aflicción». De esta manera se cae en un sofisma jurídico que socava las condiciones reales de la democracia, el prestigio del sistema y, peor aún, la convivencia entre los ciudadanos de aquí y de allá.

2-La monarquía, un régimen a batir.

Es muy posible, altamente probable que el referéndum del 1 de octubre no pueda celebrarse, debido tanto a los impedimentos ya interpuestos por el gobierno español como a la presumible actuación in situ de la fuerza pública trasladada a Cataluña con tal fin. Y para no ser ingenuos, hay que admitir que ninguna validez puede tener una llamada a las urnas no pactada; sí, puede aducirse la imposibilidad de alcanzar acuerdos con un gobierno que se refugia en leyes y fiscales para impedir que la soberanía regrese a su único amo, la ciudadanía, pero no es menos cierto que la actitud del gobierno central se apoya en la aquiescencia de buena parte de la población española.

Sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes, referéndum del 1 de octubre no ha perdido valor para sus defensores. Se trata de una batalla simbólica que hay que pelear y ganar. Hacer acto de presencia en los colegios electorales, resistir pacíficamente la confiscación de urnas y el precinto de locales, manifestarse por las calles de las ciudades de Cataluña, serán conductas triunfales a pesar de la derrota material, victoria pírrica del gobierno ppoppular y autoritario.

Llegados a este punto cabe preguntarse acerca de qué principios políticos inspiran a los bandos enfrentados por referéndum del 1 de octubre. La opinión más generalizada, esgrimida en la plenitud de su distorsión por los principales medios de comunicación, ofrece la perspectiva de un nacionalismo excluyente (el catalán) opuesto a un patriotismo civil basado en el respeto al Estado de derecho, cuyo principal elemento es la Constitución de 1978. Pero este planteamiento está viciado de raíz, porque ni ese nacionalismo al que se tacha de «excluyente» pretende crear un país de raza y pensamiento únicos, ni su rival responde a otro sentimiento que no sea un nacionalismo —sí, también— antiguo y reacio al diálogo, que entiende toda fuerza centrífuga como traición a lo sacralizado por el mero hecho del statu quo, y todo empuje centrípeto como justa lealtad al carácter sacro de lo recibido en ese mismo contexto. Una perspectiva, esta segunda, que niega el carácter histórico y, por lo tanto, necesariamente mudable de todas las creaciones humanas, incluidos los estados.

De otro lado, un importante número de ciudadanos de Cataluña rechaza esta pugna entre nacionalismos, aunque pueda reconocer la entidad nacional catalana —y de España, cómo no— y estime legítima la demanda de democracia radical que supone el referéndum. Este colectivo —insisto: nada desdeñable en número— considera el conflicto catalán como primera crisis grave y trascendental del régimen de la segunda restauración borbónica, cuya planificación corrió a cargo del general Franco, para luego ser actualizada y modernizada por la carta magna de 1978. El remozamiento constitucional no oculta la pervivencia de ciertas esencias del pasado dictatorial, por ejemplo un concepto de «indivisibilidad de la patria» genuinamente franquista, así como la fe en la necesidad de un alto patronazgo político, simbolizado por la figura del rey, que vigile los desafueros del pueblo y sus representantes y sepa atemperar la hirviente sangre española. Toda una misión histórica, cuando no metafísica, armada para cimentar el culto a la personalidad en torno a la figura del monarca.

Desde luego, ni el trono se inventó en España ni es este el único Estado europeo donde existe tal régimen. Sin embargo, por su propio concepto, la monarquía es antitética con respecto a la democracia. Ningún cargo político relacionado con el gobierno de los asuntos del Estado puede ser ni vitalicio ni ajeno a la elección (es decir, a la soberanía popular), y mucho menos hereditario por razones de linaje, principio que sanciona la pervivencia de supercherías políticas de origen tan oscuro como remoto, y en suma contrarias a los derechos de los ciudadanos. La Corona es una institución innecesaria. Su función de mediación política puede realizarse sin problemas a través de otras instituciones del Estado. Tampoco es necesaria su actuación como representación estatal, tarea que pueden realizar los miembros del gobierno u otro cargo elegido con tal fin. En resumen, a efectos políticos puede prescindirse de ella con toda tranquilidad.

Por otra parte, los gastos que ocasiona el mantenimiento de la monarquía son desproporcionados, aparte de imprecisos —cuando no ocultos— en su monto real, y se cifran, a la postre, en garantizar una vida muelle a un pequeño grupo de prebendados que no precisan demostrar ningún mérito personal para obtener tales beneficios, superiores a los de la inmensa mayoría de la sociedad; una plutocrática holganza que nunca conseguirán muchos ciudadanos mejor dotados y con un esfuerzo acrisolado. ¿Cuántas veces se ha hablado en los últimos años de la opacidad de las cuentas de la Casa Real? Por no hablar de los negocios subrepticiamente emprendidos bajo el paraguas de la diplomacia estatal por los dos monarcas de turno de esta segunda restauración borbónica (fuentes hay que hablan de ello). El rey es un superaforado en el país que más abusa del aforamiento, y su entorno un mundo cerrado a la inspección en un Estado donde gran parte de la clase política se ha instalado en el patio de Monipodio.

Por lo tanto, huera de cualquier funcionalidad necesaria y caracterizada por su condición gravosa, la Corona es una institución parásita, lo que equivale a decir que está formada por un conjunto de personas injustamente privilegiadas por el erario público y, por tanto, justa y necesariamente prescindibles del mismo.

Estas son las bases discursivas de la opción del «SÍ» republicano para el referéndum del 1 de octubre. Un «SÍ» al establecimiento de un Estado moderno, recreado desde las instituciones republicanas, sin prebendados ni espacios inaccesibles a la fiscalidad pública; con una política de gastos enfocada tanto al desarrollo del Estado de derecho como a elevar los niveles de bienestar de la población (justicia, educación, sanidad, dependencia…). Y con sistemas efectivos de control del poder político por parte de los ciudadanos, mecanismos de revocación incluidos (y diferenciados de los procesos electorales). Una verdadera patria civil, inspirada por los valores de la Igualdad, la Fraternidad y la Libertad.

Debilitado por la corrupción, una crisis económica ya crónica, el chabacaneo de sus dirigentes y la abulia política de la ciudadanía empobrecida, el régimen de la segunda restauración necesita, para descomponerse de una vez por todas, de una conmoción semejante en su vertiente política —que no bélica—al conocido como «Desastre de 1898». Cataluña puede ser el catalizador de ese proceso de renovación; más aún, el detonante de un examen de conciencia político que aporte nuevos aires republicanos a una España que se debate entre la ferocidad de un patriotismo añoso, militarista, y la abulia segregada por una tradición sin cuestionar. Buen momento para recordar los versos de España en marcha, de Gabriel Celaya: «Españoles con futuro/y españoles que, por serlo,/aunque encarnan lo pasado no pueden darlo por bueno».

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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