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Ilustra Evelio Gómez.

No puede soportar que todo, todo a su alrededor, no se diferencie en absoluto de ese horrible hombrecillo de su pesadilla, quien, articulando sonidos ininteligibles, golpea y golpea, le caen los cabellos sucios sobre el rostro, no parece un ser humano. Pero ahora, en los últimos terrores de la vida, todos, las bellas señoras y las engalanadas calles, no son, no son realmente nada distinto de ese monstruo acurrucado.

Anna Karénina muere a fuerza de esforzarse por comprender sin éxito aquello que la rodea: ¿qué es esto?, ¿dónde estoy?, ¿por qué es tan terrible? Todos esos desvaríos de la vida corriente –quiero y no quiero, amo y no amo–, todos los inevitables tirones que escinden la vida humana hacia extremos discordantes, todo eso se torna, una vez que uno ya no pertenece a nada, en la muy corriente, aunque insoportable, inutilidad de vivir.

Y sin embargo Tolstói no deja que la última palabra sea el sinsentido que precipita a Anna en los raíles de una estación de tren, sino que, al final, justo ahí cuando el recién nacido mira con cierta consciencia a sus progenitores, Lievin halla un lugar claro en mitad de sus contradicciones, y acepta que, por más que la serenidad que logra a veces, a solas con sus pensamientos, sea tan quebradiza como para transformarse de golpe en irritación, frialdad y quejidos, en el fondo hay algo que los sabios no pueden explicar, pues si bien es cierto que el conocimiento me asegura que tirándome a las vías del tren en efecto moriré, nunca me explicará por qué no tengo otro remedio que tirarme, del mismo modo que nunca los más exactos razonamientos me darán un auténtico motivo por el que decidir amar a mis semejantes en lugar de no hacerlo. El bien, la inexplicabilidad de la moral, es ahora, precisamente en cuanto lo inaccesible a la razón, la fuente de sentido que sosiega su alma. No hay manera de explicar por qué Anna decidió dejar de vivir, pero hay algo sagrado en esta incapacidad del conocimiento para explicarlo. O así es como por un momento Lievin pone fin a sus torturas.

El elemento inalterable en cada una de estas relaciones, preguntas, temores y deseos humanos sigue siendo sin duda que nada nos garantiza que precisamente ahí cuando más diáfanos aparecen nuestros pensamientos no estemos en el fondo contradiciéndonos, sólo que a una escala tan enorme que se nos escapa. Y es que la parcialidad de la autocrítica, incluso para esos que, como Lievin, realmente se esfuerzan por ella, es una de las cosas que el narrador de Anna Karénina no nos permite perder de vista nunca. Eso que un momento antes parecía abominable (el divorcio, la reconciliación, la vida ociosa, el trabajo) pasa, sin que apenas podamos darnos cuenta –tan, tan inmersos estamos–, a ser algo perfectamente comprensible y deseable. «¿Hablar a Vronski, el hombre por el que Kiti dijo “no” aquella vez, humillándome insoportablemente…?» Y después… «¿Cómo no tratar a este hombre cordial de la mejor manera?» «Me reuniré con Betsi… Betsi, ¡esa odiosa mujer depravada…!» «Quizá permanezca un día más… Me iré de aquí lo antes posible, no soporto…» «Podría… En realidad no…» ¿Qué hacer cuando todo es difícil, posible y difuso?

«Odio. Amor. Paz… Tres emociones formaban la urdimbre de la vida humana» (V. Woolf, Entre actos). Tampoco Tolstói nos consuela de la insignificancia que sentimos tras haber dicho con el mayor aplomo nuestra opinión a alguien; no nos oculta con qué rapidez se deshacen los que creíamos nuestros más íntimos supuestos, ni cómo, finalmente, estamos siempre expuestos a ese temblor que consiente que el mundo se funda en el solo rostro de un monstruo visto en sueños, aunque ese monstruo no sea más que un ser humano.

Articulista en Revista Rambla

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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