Ha pasado, el cometa, la espléndida velocidad, la luz, y sólo queda un rastro. Ha pasado ya el largo y sangriento mediodía, cuando Héctor sostuvo en sus manos la antorcha ardiente, enceguecido por un brillo que sabíamos que no duraría, porque era una ilusión, un espejismo, y al final Atena le abre los ojos a la muerte. Ha pasado también la noche fúnebre, la noche cargada de lamentos, de reproches, promesas, tristeza, porque Patroclo ha muerto y la soledad es insoportable, y nada ya se puede hacer sino cantar en alabanza la pérdida de algo tan hermoso. Este es el horizonte; esto es lo que ha ocurrido. Al otro lado del mar se oculta la llanura donde tanto ha sucedido, el mediodía sangriento y la noche fúnebre, porque Troya es un recuerdo.

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Ilustra Evelio Gómez.

Es por esto que la luz cede, se ablanda, se transforma, y así, como luz del ocaso, ilumina el lugar de otra manera, desde otra perspectiva. Ya no estamos en la amplia llanura de Troya, sino en Ítaca, o en Esparta, o en la sagrada Pilos. El brillante sol del mediodía se ha disuelto en los pálidos reflejos de la tarde, sombras y dorados. Y si es lícito decir que el reparto de las luces y las sombras descubre el específico espíritu de un poema, entonces quizá el espíritu de la Odisea se aparte del espíritu de la Ilíada del mismo modo que sus luces se separan de sus luces y sus sombras de sus sombras. ¿Qué se ve –preguntamos– bajo la luz de la tarde desde Esparta o desde Pilos? ¿Qué brillos, qué luces iluminan ahora la llanura de Troya, el lugar donde tanto ha sucedido?

La pregunta nos conduce sobre la pista de aquellos que una vez estuvieron allí, estuvieron presentes y vieron lo ocurrido. Son aquellos que lucharon y sobrevivieron al combate, y en el regreso, con el sol del mediodía a sus espaldas, continúan viviendo, ahora ya en sus casas. Ellos sostienen la lámpara, el foco de luz que con las sombras, la penumbra y los dorados ilumina ahora esa llanura de la que sólo quedan ecuerdos y pérdidas. Troya es un recuerdo en la mirada de aquellos que continúan su existencia en el reposo de la tarea concluida.

Pero ¿quiénes son aquellos?, preguntamos. Son los mismos; Néstor, Menelao. Los dos lucharon en ese lugar donde tanto ha sucedido.

No es casual que el poeta introduzca el diferente reparto de luces y sombras que –sugeríamos– dona vida al espíritu del poema que es la Odisea seleccionando como guía y conductor a alguien que no sabe nada de Troya, que jamás ha estado allí, y es incluso demasiado joven para estar bien informado sobre el acontecimiento. No es en efecto casual que el poeta escoja unos ojos inocentes y unos oídos limpios de noticias para exhibir por primera vez las imágenes que quedan de aquel lejano paisaje. Como torres que definen la anatomía de un espacio, como los ríos y las venas de esa llanura en la que tanto ha sucedido, viven Néstor en Pilos y Menelao en Esparta; y cuando ese joven de ojos limpios llega a sus casas de visita (ha cruzado por primera vez el mar) la luz crepuscular se desparrama, como el agua de un lago desbordándose inunda palabras y gestos, y Troya aparece en el reflejo de las aguas, ensombrecida y dorada, porque se trata de un recuerdo.

La Odisea hace de Telémaco nuestro guía y conductor en el viaje hacia las casas de los que participaron en la lucha y sobrevivieron. Son torres y señuelos del paisaje olvidado de Troya. Por esta razón, cuando el joven hijo de Odiseo llega de visita a los hogares de esa especie de monumentos vivientes que son, cada uno a su manera, Menelao y Néstor, y ello con el objetivo de reunir cuanta información pueda sobre su padre ausente –perdido de vista, sin noticias, sin mensajes– lo que obtiene es ante todo la visión de un panorama, un abanico de imágenes que muestran qué permanece de la tarea concluida, qué se ve ahora, con la luz de la tarde.

Típicamente homérico es describir la llegada de un visitante de tal forma que la situación con la que el visitante se encuentra define esencialmente a las figuras visitadas. Néstor y los suyos celebran en la playa un sacrificio en honor al dios; Menelao, por su parte, está ocupado en el festejo de las bodas de sus hijos. Allí los vestigios finales de un hombre que conduce hacia el final una vida vivida con orden y justicia. Aquí, los preparativos de nuevas uniones que, quién lo sabe, tal vez sean nuevas rupturas, nuevas deslealtades y nuevas desgracias. Es por esto que cuando Telémaco llega con la pregunta por Odiseo prendida en sus labios una especie de fuerte tirón, una expulsión repentina quiebra la dulce inmersión de Néstor en esa tranquila vida suya para la que tan lejos queda ya el desastre que, pese a todo, fue la victoria en Troya. Entonces Néstor le habla por segunda vez, ya no como el correcto anfitrión que acoge a los recién llegados, sino como el viejo guerrero que estuvo presente en el lugar donde tanto ha sucedido. Por eso, porque algún velo se ha rasgado, Néstor responde a las inquisiciones de Telémaco con los versos (3.103-104):

¡Oh amigo! Me haces recordar la miseria que en aquel

lugar los hijos de los aqueos soportamos…

Néstor vive el final de su larga vida en medio de paz, reposo, simplicidad y justicia. Por eso los sacrificios a los dioses, por eso los hijos reunidos a su alrededor, por eso la playa en lugar del palacio. Néstor vive su vejez con eso que en Platón, que a su vez evoca versos de Píndaro, recibe el nombre de «buena esperanza» (Rep. 331a). Una buena esperanza acompaña al hombre que, convencido de haber vivido sus días «justa y santamente», avanza tranquilo hacia la proximidad de su muerte. Una buena esperanza «nutre» la vejez de Néstor, y es por este motivo que el recuerdo de aquel lugar, que es a la vez el recuerdo de aquella miseria, turba de pronto y de algún modo la tranquilidad de su vida.

Néstor recuerda, recuerda la miseria, recuerda la llanura en la lejanía, allá, en el mar; el río Escamandro, la higuera, los muros, las puertas de Troya. Y con la succión del recuerdo (el velo se rasga), con esa vuelta en la memoria al territorio de Troya (donde tanto ha sucedido) el primer nombre que pronuncian sus labios no es Agamenón, no es Helena, es Aquiles. Por allí navegamos en busca de botín, dice Néstor, allí, donde nos conducía Aquiles. Aquiles conductor, Aquiles guerrero sin tregua, luchador sin descanso, en cuyos brazos se ocultaba la raíz de la fuerza contra Troya, Aquiles es el primer nombre que cruza la memoria del anciano Néstor.

Pero ese lugar (la llanura, el río, la higuera, las puertas) es sobre todo el suelo, el polvo donde se desmoronaron los mejores, cayendo como enormes árboles que se desploman haciendo resonar la tierra bajo su peso, porque los mejores tienen ese preciso peso, el peso de algo que al caer resuena, vibra y hace que por unos momentos la firmeza de la tierra vacile y se estremezca. Néstor recuerda que (versos 108-112):

Allí murieron luego cuantos eran los mejores:

Allí yace el guerrero Áyax, allí Aquiles,

allí Patroclo, maestro semejante a los dioses,

Y allí mi propio hijo, al mismo tiempo fuerte y excelente,

Antíloco…

Troya es el allí, es el lugar, el dónde de la muerte de los mejores. Porque sí, los mejores han perecido –el imponente Áyax, como una torre con su escudo, Aquiles, «tan fuerte y delicado», «la flor más lograda del mundo de los héroes»–, y Troya fue el lugar.

Pero con la variedad de los nombres de los héroes, nombres reunidos como un ramo que alguien deja caer en la planicie ante Troya, Néstor recuerda también la ingente masa, la cantidad y la profundidad de todos los sufrimientos padecidos. Y entonces, subrayando la inmensidad de los recuerdos que de pronto le golpean, exclama, como buscando un punto de apoyo para dar inicio a su relato (versos 113-114):

¿Quién de los hombres mortales

Podría decir todas aquellas cosas?

Troya, la llanura donde tanto ha sucedido, es ahora, iluminada por la luz de los recuerdos, que es a la vez la luz del ocaso y la penumbra de la tarde, el lugar donde yacen extendidos los cadáveres espléndidos de tantos guerreros brillantes. En el recuerdo Troya es ante todo –permitámonos el énfasis– la llanura de los muertos.

Con los ojos inocentes de Telémaco como guías pudimos ver algo de la tranquilidad de Néstor, el anciano que acaba sus días con el privilegio de poder contar con una buena esperanza. Muy distinta es la imagen que le ofrece Esparta, donde Menelao, que ha sido el último en volver a casa después de la guerra, se entretiene festejando las bodas de sus hijos.

Da mucho que pensar que el poema señale que de los dos hijos que casa Menelao sólo uno es de Helena, la chica, Hermione, la única que ella le dio, mientras que el otro, el chico, cuyo nombre significa algo así como «Gran Dolor» o «Gran Pena», es el hijo bastardo de una esclava.

Enlazando con esta, en cierto sentido, enigmática aclaración, se halla la fuerte impresión que en Telémaco provoca la casa de Menelao. «Como el brillo del sol o de la luna» resplandece el palacio (verso 4.45); en copas de oro y bandejas de plata portan los sirvientes el vino y los alimentos. El hijo de Odiseo, que seguramente no ha visto jamás nada parecido, susurra entonces, incapaz de contener su asombro, unas palabras al oído de Pisístrato, el hijo que Néstor le cedió como compañero de viaje. El resplandor del bronce, el brillo del oro, la plata, el marfil, todo le sobrecoge.

Pero uno no debe llamarse a engaño: en ese palacio han sucedido más cosas de las que es posible soportar, y por todas esas espléndidas riquezas, por toda esa abundancia y esa fastuosidad, Menelao ha tenido que pagar un precio tal que, cuando bebe del oro de las copas es un trago de amargura, y cuando se dispone a yacer en esos lechos lanosos es sólo para no poder dormir. Menelao, a diferencia de Néstor, ha de cargar con todas las muertes a sus espaldas, pues fue por él que los aqueos se embarcaron hacia Troya, y fue debido a su ausencia –pues Menelao siempre llega tarde– que su hermano murió una muerte miserable a manos del amante de su esposa. La multitud de sufrimientos explica quizá que precisamente en el interior de esa casa que hace pensar en la morada de los mismos dioses se guarden drogas capaces de, por espacio de un día, detener las lágrimas y distanciar las penas; fármacos (verso 221)

Contra el dolor y la ira, que hace(n) olvidar todas las desgracias

Porque sí, los recuerdos de Menelao han desatado el llanto de todos los presentes (versos 184-186):Y lloraba la argiva Helena, nacida de Zeus,Y lloraba Telémaco, y el Atrida Menelao,

Y tampoco el hijo de Néstor tenía los ojos sin lágrimas.

Todos gimen y suspiran hasta que Helena –soberbia saliendo de la habitación, grandiosa, segura, dominante– decide que es el momento de verter en las copas el antídoto contra la pena.

Porque sí, una de las recompensas del arriesgado viaje de Telémaco es poder ver con los propios ojos la belleza por la cual tantos han perecido en la llanura de Troya, si bien ahora (ahora que Troya es un recuerdo) Helena está en casa, está en casa en posesión de los remedios que hacen soportables las incontables penas.

Telémaco (y con él nosotros) aprende que junto el resplandor del palacio se extiende, inseparable, un manto de sombra; bajo los cantos de la fiesta se oculta el silencio, el insomnio de Menelao, las drogas de Helena. Y cuando los esposos evocan aquella gran historia para el hijo inexperto de Odiseo lo que vemos no es tanto el esperado intercambio de palabras con los visitantes, sino un oblicuo diálogo entre marido y mujer. Es así como el poeta decide mostrarnos cuánto queda aún por explicar, cuánto por justificar, y cómo siempre faltará algo, cómo nunca la aclaración será completa. La falta de armonía en la casa de Helena y Menelao resalta tanto más en cuanto que Telémaco acaba de conocer cuán armónica puede ser la existencia de un hombre cuando se parece a Néstor. «Una de las más bellas imágenes de la vida», comenta Hölderlin leyendo los versos de Píndaro (Das Alter).

La Odisea es un poema del retorno, del cierre, lo cual quiere decir también: un poema del principio, pues al final lo que uno encuentra es el comienzo: Ítaca.

En este sentido quizá sea cierta la vieja opinión que dice que la Odisea se comporta respecto a la Ilíada como el sol de la tarde se comporta respecto al sol del mediodía. Otra vez: el desplazamiento del acento, el diferente reparto de luces y sombras que descubre el espíritu de un poema. Y si también nosotros nos arriesgamos y decimos que la Odisea es un poema del sol poniente, es sobre todo porque ese momento, el crepúsculo, el cierre del día, la tarde, es precisamente la hora cuando el búho nocturno, ave de Minerva, diosa de ojos claros, extiende las alas y alza el vuelo.

La Odisea, como poema de la tarde y de la noche, es el poema de la visión clara, el poema del saber. Pues sólo cuando sobreviene la tarde puede uno asumir la tarea de intentar comprender todo aquello que el día, con sus cambios constantes, sus esfuerzos, sus distracciones y dispersiones, mantenía obstinadamente oculto. La sombra de la tarde delimita en cambio el perfil y concede contorno. Discernir exige terminar, exige desprenderse, y esto, el desprendimiento, pertenece a la luz de la tarde igual que el cierre pertenece al retorno (el sol retorna a las tinieblas, las sombras cortan las figuras).

Sobre este último punto quizá arrojen luz las palabras que Heidegger escribe leyendo versos de Trakl:

«La tarde es la inclinación de los días de los años espirituales. La tarde cumple un cambio. La tarde, que se inclina hacia lo espiritual, da otra cosa que ver, otra cosa que pensar.

La tarde cambia sentido e imagen.»

Odiseo es la figura que llega tarde, con la tarde, hacia la tarde. Y es justo en ese momento, cuando se inclina hacia el final el día y cambia el acento de las luces y las sombras, que es posible quizá retornar al punto de partida, un retorno que, precisamente porque «la tarde se inclina hacia lo espiritual», permite la tarea propia del espíritu: la visión, el pensamiento; ver otras cosas y pensar de otra manera.

El retorno de Odiseo, la figura que durante largo tiempo ha permanecido oculta y perdida como un muerto, es «espiritual» porque comporta posibilidad de visión, y la visión (la visión de conjunto, la visión radical) es siempre pariente de la tarde, vástago del cierre.

Estar de vuelta significa, también en la Odisea, poder contemplar y pensar otras cosas de otra manera. Si esto resulta algo específico del «alma» es precisamente porque también el alma despierta sólo hacia el final, en la inclinación del crepúsculo, hacia el retorno de la tarde.

La luz de la Odisea es la luz «espiritual», la luz del saber que la distancia permite.

El alma despierta hacia el final porque el final la constituye. Con ella aparece el sentido, la imagen, lo espiritual.

Los nombres que la pregunta de Telémaco conjuraba en la memoria de Néstor no sólo eran nombres, eran figuras, imágenes, destinos, eran voces que decían: esta es mi vida, esto es lo que he sido. Por eso al ramo de nombres extendido en el polvo de Troya (la ofrenda de Néstor) le sigue el detalle, la historia, el zoom que operan los relatos de Menelao y Helena, relatos que tratan no sólo sobre aquellos guerreros que perecieron en el combate ante Troya, sino de retorno cruzando el mar.

Porque sí, uno nunca puede estar seguro de nada hasta que todo ha terminado, o sea, hasta que uno ya no es uno, sino que ha muerto. Ahí está el Locrio Áyax, que murió ahogado porque tan seguro se creía de haber superado con vida los riesgos del mar. Pero justo entonces… la palabra jactanciosa… Poseidón… la roca partida… el mar donde se hunde y desaparece.

Sólo el final define la figura; sólo cuando estás en-el-final, que es a la vez cuando ya no-estás (las existencias de Menelao y de Néstor en casa son vacías en el sentido de que ya nada va a ocurrirles de importancia, y ese mismo estar-en-casa es la anticipación de su final, por eso Menelao, que tiene a Helena junto así, terminará en el Elisio), eres alguien, feliz o infeliz, afortunado o desgraciado, modelo o advertencia. Precisamente por eso gravita sobre los supervivientes el destino de Agamenón como una oscura sombra. Agamenón, el brillante dirigente de la empresa en Troya, ora encolerizado ora derrotista, se muestra al final como un pobre desgraciado. Mira a Agamenón, dice Atena disfrazada a un Telémaco que se aferra en exceso a la certeza de la muerte de su padre; mira a Agamenón y considera si es mejor obtener eso. Porque Odiseo, al menos, y por más que esto sea terriblemente doloroso, todavía está suspendido en la indefinición, lo cual, aunque arriesgado, abre posibilidades, permite cambios de rumbo, alternativas, mientras que para Agamenón toda posibilidad está perdida, su vida ha terminado. Así ha terminado, así es su figura, así perpetúa su miseria en el siempre de los muertos. Porque Agamenón ha muerto de la peor de las maneras –esa es su muerte, esa es su vida, dice Atena, dice Néstor, dice Menelao–, su figura se alza como elocuente advertencia para todos aquellos que todavía tienen que luchar por adquirir una figura propia, una muerte que responda al carácter de su vida.

El tema de la poesía de la tarde que es la Odisea no es otro que la resolución de una vida, el seguimiento de las abruptas estaciones de un viaje que finalmente desemboca en los tranquilos días del descanso en casa. Es por eso que el viaje a través del cual Odiseo gana su propia figura tiene como constante compañero el mal final del líder que murió inesperadamente, de un modo sumamente infeliz, siendo por ello, y para siempre, infeliz su entera figura. Agamenón, que besó alegre la tierra de su patria, que murió a manos de los suyos nada más volver a casa.

Rápidamente logró Néstor volver a Pilos; el Locrio Áyax murió en el mar; Menelao perdió el rumbo y llegó tarde, aunque esto le proporcionase inmensas riquezas. Pero ¿qué ha sido de Odiseo? ¿Ha perecido? ¿Ha regresado? ¿Hay en absoluto esperanzas de que regrese? Con estas dudas y preguntas empieza la Odisea.

La situación es casi agónica, pues mientras que del resto de los aqueos puede ya decirse si han sido felices o desgraciados, pues en cada caso conocemos el final y la muerte, de Odiseo, cuyo papel en esa empresa ha sido decisivo (el proemio lo presenta como el hombre que arrasó Troya), todavía falta conocer el retorno, por tanto la definición, la resolución de la figura. La Odisea empieza presentando la agónica situación de estancamiento en la que se consumen las fuerzas tanto de Penélope y su hijo como del propio Odiseo, detenido contra su voluntad en la apartada isla de Calipso, año tras año, llorando en la orilla, y las cosas no parecen querer tomar un nuevo rumbo.

Característico del épos homérico es dejar que los dioses deshagan el irresoluble nudo, que insuflen vida al punto muerto, que tomen la iniciativa de tal modo que las cosas de la tierra empiecen a rodar.

La Ilíada comenzaba con un movimiento desde las disputas de la tierra a la deliberación del cielo; la Odisea recorre el camino contrario. El verso 26 del canto primero nos conduce al Olimpo, donde Zeus rompe el silencio en medio de los dioses reunidos. Le viene a la memoria el recuerdo de un determinado mortal, y entonces habla.

Egisto, seductor de Clitemnestra y asesino de Agamenón, muerto después por Orestes, evoca en el dios pensamientos sobre la estupidez de los mortales, esos seres que se buscan ellos mismos su ruina y luego, extrañamente, inculpan a los dioses, que, por otra parte, les proporcionaron antes inequívoca advertencia. La ligereza del discurso de Zeus entre los inactivos dioses, su tono en cierto modo despreocupado y divertido –Mirad, ahí está Egisto, prueba perentoria de lo absurdos que resultan los mortales– corresponde en tono y perspectiva a la elevación de los dioses por encima de los hombres, a la facilidad y seguridad de su vida sin riesgo. Y, sin embargo, hay una diosa que protesta, una diosa que no se conforma con esta reflexión general sobre la insensatez humana. Sus palabras ponen límites a la seguridad de los dioses trayendo a la memoria otro asunto mortal, uno cuya dificultad pondrá al Olimpo en movimiento.

Nadie discute que la suerte de Egisto pueda suscitar legítimamente en los dioses ese brote de afirmación en su autosuficiencia. Pero ya que se habla de mortales, dice Atena, precisamente hay uno que pone en cuestión, Zeus, tus palabras. Eso de «qué absurdos» son los mortales no vale sin más para Odiseo, y justamente de él vosotros, dioses, os olvidáis ahora. «Oh hija, ¡qué palabra has dicho!», le responde Zeus (verso 64), mostrando así cómo la diosa (la diosa inteligente, la diosa de ojos claros) ha sabido aprovechar la ocasión para reconducir la reflexión de su padre al resbaladizo terreno donde lo mortal se vuelve cosa seria. Atena esgrime nada más y nada menos que el argumento de la insuficiencia ontológica de los propios dioses (Odiseo no ha faltado en nada al justo intercambio entre dioses y mortales: ha entregado siempre los sacrificios), argumento muy comprometido, pues hace depender de la muerte de los hombres toda la espléndida altivez divina.

Poniendo a Odiseo en el punto de mira la cosa no es tan fácil como parece; el asunto da la vuelta, y la buena disposición de los dioses frente a la estupidez humana se torna en su contrario… si uno piensa en Odiseo. Es así como se desata la actividad en el Olimpo (y con ella el rodar las cosas en la tierra): recordando la necesidad que obliga los dioses a implicarse en el acontecer mortal.

Con este problema comienza la Odisea, el poema espiritual, el poema de la tarde y del recuerdo. Sin duda no hemos señalado todos los aspectos que manifiestan el enlace de retorno y recuerdo en el poema. De hecho, hemos pasado por alto que gran parte del mismo lo constituyen las evocaciones del propio Odiseo, que narra en primera persona las estaciones del camino recorrido, desde Troya hasta el Cíclope pasando por la casa de Circe, la pradera de las Sirenas y la isla del Sol.

Pero de los varios estadios que componen el camino de Odiseo sólo uno es requisito indispensable para lograr la vuelta a casa. Si Odiseo quiere todavía retornar –así se lo indica Circe– tendrá que morir dos veces, tendrá que descender con los muertos en las profundidades de Hades. Allí encontrará las «almas» (¿y qué es el alma?, preguntamos todavía) de esos excelsos guerreros caídos en el polvo de Troya. Troya vive, congelada en el reino de las sombras; en la sombra suenan otra vez las voces que dicen sin cesar «Esta es mi vida, esto es lo que he sido». Aquiles, Áyax, Agamenón. Son sus almas lo que queda de todo aquello, o sea, específicas figuras, las curvas de sus vidas, sus destinos. Si Odiseo debe atreverse a descender al lugar donde todo se desvanece como el humo, allí todo se pierde en la confusión de una masa de muertos sin nombre, es precisamente porque la consecución del regreso ocurre a una con la consecución del alma.

Quien llega al hogar es el alma.

Odiseo tiene que morir dos veces si quiere volver a Ítaca precisamente porque el regreso es para él, como para los otros, la primera señal de que todo ha terminado, de que ha llegado la tarde y se apagan las luces, y que es entonces, con la tarde, cuando es posible alzar la vista y decir «Esto es lo que ha ocurrido; esto es lo que soy». Tiresias le anuncia su final. Con la visión de su muerte en los ojos Odiseo está listo, preparado, puede ya volver. No Odiseo, sino su alma, esa cosa que alza el vuelo hacia el crepúsculo, es quien en verdad retorna a casa.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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