La crueldad de Mishima
Ilustra Àlex Gil.

En la sucesión de cuatro libros que es El mar de la fertilidad Yukio Mishima nos fascina al principio con tantas capas de belleza y tantos estallidos de amor, con tanta juventud y blancura en primavera, que al final no podemos sino desear empezar cuanto antes el libro siguiente, como si las últimas notas de tristeza no fuesen nada para nosotros, hambrientos de belleza. De todos modos, a medida en que el «ojo» de la narración va creciendo en alcance y disminuyendo en entereza y simpatía –Honda es al comienzo sólo un buen amigo fiel; su crecimiento, sin embargo, ocurre inversamente al que podemos observar por ejemplo en un pájaro: el digno plumaje se deshilacha hasta dejar visible una piel oscura y fea–, nos invade cierta sensación de haber sido estafados por el tiempo: las promesas, los presagios, todo eso que proyecta hacia delante, no eran en el fondo sino los falsos movimientos seductores de una serpiente verde (¿el dinero es el pecado?), la cual, procediendo del territorio del sueño, mata al último ángel, un ángel que poco tenía ya en común con sus almas precedentes. La princesa Chantrapa, cuyo nombre significa «luz de la luna», ha nacido en el antiguo reino de Siam, y ella sabe o recuerda, al menos durante los extraños vislumbres que todavía quedan tras el nacimiento, y que pronto van a apagarse en el olvido, que su alma pertenece a otro lugar, a otro país, que es japonesa. Su cuerpo… la niña dice que es sólo una muñeca, y es verdad que sólo una bonita muñeca quedará tras el apagón de los años. A los diecisiete años la princesa ya no recuerda nada.

El ángel-princesa muere en el borde final del El templo del Alba, como Kiyoaki e Isao habían muerto años antes, y lo hace siguiendo sus deslumbrantes estelas, es decir, no de cualquier modo, sino como mueren las flores del cerezo, que se desprenden de la vida antes de perder o renunciar a tan sólo una pizca de belleza. Y sin embargo, a la vez que Japón prospera, se moderniza o, lo que es lo mismo, se americaniza –hacia el final de su vida Honda es el rico y reputado ex juez que proyecta su lujuria en el interior de una piscina–, el último ángel, infectado de una maldad extremadamente inteligente y que a pesar de todo resulta no ser lo que parece (los ángeles no sobreviven, Tôru sí, y lo suyo es más espeluznante que la muerte), se pudre al lado de una loca que sin cesar se queja de los trastornos que le ocasiona su terrible belleza. Sus discursos sobre la tragedia que se cierne sobre los seres extraordinariamente bellos son tanto más trágicos para nosotros en tanto que la chica es, a causa de su visible fealdad, un blanco fácil para las bromas. También aquí opera la distancia, la bisagra, la ruptura: precisamente la muchacha de rostro maltrecho es la especialista en la belleza; precisamente Honda, sin posibilidades de morir en «el pináculo de la belleza», es quien asiste y contempla el espectáculo de la bella muerte de aquellos a los que la Naturaleza ha dedicado una mirada.

Mientras corren los años, se acumulan las muertes y caen las apariencias (una vida gris gastada en perseguir la objetividad, en acertar con la ecuanimidad del que imparte justicia, ha redundado para Honda en el escándalo), sólo una mujer ha logrado lo más difícil: sobrevivir quedando a la vez más allá del inevitable desgaste de la pureza –el Isao de Caballos desbocados era inflexiblemente puro, pero precisamente por eso muere tan pronto–. Satoko, la joven enamorada del veleidoso y delicado Kiyoaki en Nieve de primavera, se ausenta antes de que la cadena de la podredumbre empiece a rodar. Quizá por desesperación, pero también por una especie de visión profética que Mishima deja posarse en sus ojos, Satoko corta sus cabellos en el templo de Nara, y con los mechones que caen muertos al suelo se desmoronan también los deseos, las aspiraciones, las intrigas y las medias verdades del mundo. Al final se descubre que todo es azul cuando lo miras de cerca, y que en ese cuadro azul de cielo nombres y recuerdos no son siquiera delgadas nubes pasajeras. ¿Existió Kiyoaki? ¿Fue alguna vez un chico llamado Isao? Son las preguntas que parpadean al final de La corrupción de un ángel. El jardín meridional se pliega en el silencio. Honda, el viejo voyeur-voyant, ha construido sus montañas de azúcar en el lugar erróneo. Logró apartar las moscas con éxito, pero ya no puede volver a empezar.

El vacío se extiende sobre todo, como los rayos del sol al amanecer, como la oscuridad (¿o es luz?) que ciega a los que no quieren resistirse a la dura nobleza del seppuku. Mishima parece querer golpearnos con su sable de kendo mientras hilvana esas frases tan perfectas.

Articulista en Revista Rambla

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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