Tendrá unos diecinueve o veinte años; con los ojos grandes como de anime japonés y las mejillas arreboladas por el frío, llenas de pecas, parece que tenga algún año menos. Es menuda. Lleva una sudadera del Liverpool abrochada que le marca la barriga de embarazada. Le da una calada al cigarrillo y lo tira lejos, a medio fumar. Agarra la puerta de vidrio esmerilado con barrotes de aluminio, echa el humo por la comisura y se cuela dentro.

El bar es un tugurio con forma de ele, mal ventilado, no muy grande, con cortinas de ganchillo que cubren la mitad inferior de las ventanas. Se llama La Picaraza, aunque todo el mundo le dice La Crísler por el concesionario que hubo al otro lado de la carretera, justo enfrente, que luego fue un club y después una pizzería, antes de ser abandonado y convertirse en el paraíso de los yonquis.

La chica se quita la capucha y se desabrocha la sudadera al llegar a la barra.

—Ilona. —Un camarero de unos sesenta y pico, sin afeitar, con un ojo inyectado en sangre y gafitas metálicas, la saluda con la cabeza y sigue secando una jarra con un trapo—. ¿Botellín?

Ella asiente y se aparta el flequillo de la cara. A pesar de la humedad de la niebla, no lleva mucha ropa: un top ceñido sin tirantes, con el ombligo al aire (sobre el ombligo, el tatuaje de una rosa de los vientos), unos shorts desflecados y unos botines militares sucios de barro. Coge el botellín y echa un trago. Se ve bebiendo en el espejo ahumado de enfrente, sucio de polvo, entre botellas de colores y botes de pepinillos, bolsas de cortezas, latas de berberechos, una ristra de cupones pegada con celo y un reloj promocional de vino con quina para niños («Es medicina y es golosina, quina Santa Catalina») que va con treinta años de retraso. No le gusta lo que ve y se da la vuelta; se apoya en la barra y pasea la mirada por las tripas del bar, el corcho con las esquelas, la máquina de tabaco, con una hoja de No funciona escrita a boli, el fluorescente que pedorrea, se apaga y vuelve a encenderse. Delante de la tragaperras (Trip to Paradise, puede leerse en grandes caracteres sobre un cofre pirata) acaba de sentarse una cuarentona con permanente, rubia de bote, con una lomera de vaca almizclera y blusa estampada con floripondios, que echa una moneda, la pierde y echa otra. Vuelca el monedero en una mano, coge lo suelto, devuelve dentro el blíster de las pastillas y echa otra moneda. «Amor a primera vista», se dice Ilona, bebiendo un trago. Junto a la máquina, dos niñas vestidas con el uniforme del colegio, gordas como luchadoras de sumo enanas, juegan con gesto vacuno al móvil de su madre, que echa una moneda, y otra, y otra.

Entran y salen el cartero, el barrendero, guardiaciviles, pintores de brocha gorda que empujan el bocadillo de tortilla de patatas con una caña o un tubo, cuatro moros alrededor de una mesa que dan vueltas al café y no dicen ni Mahoma. Un anciano sentado entre cajas de Coca-Cola mira por la ventana, con la cabeza apoyada en la mano; parpadea somnoliento, da la impresión de que vaya a dormirse, pero se suena con un pañuelo de tela, se limpia los ojos llorosos, se encaja la gorra de PortAventura hasta las orejas y sigue mirando, como esperando a que alguien de su familia descubra que se han dejado al abuelo en la gasolinera y vuelva para buscarle. Por el momento no asoma nadie.

—¡Remi! Otro —pide, dejando el botellín en la barra.

Ilona tiene la voz áspera y los ojos saltones, de un azul verdemar intenso. Puede que sea rusa o polaca, quién sabe si finlandesa. Nadie se lo ha preguntado hasta ahora. Lleva el pelo rapado por un lado de la cabeza, los párpados pintados con raya gruesa, a lo Amy Winehouse, y un piercing en el tabique. Antes de coger la cerveza se remanga. Está acostumbrada al frío, a los agujeros en los calcetines empapados en un charco y a pasear por los arcenes a la luz de los faros, a las manos que se le pegan como el velcro y le estrujan las tetas y las lenguas gordas, gordas, blandas como babosas, que saben a cerveza o a porro o, puaj, a cigarrillo electrónico. Responde a una broma de Remigio sonriendo, sacándole el dedo de la mano con la que bebe, y él se rasca el cogote y suelta una risotada sincera y basta.

—¿Eso es lo que te enseñaron las monjas? —pregunta, camino de la cafetera.

—Tú no saber qué monja enseñar mí.

—Qué monja ni qué monja. —Y santiguándose, añade con guasa—: Cagonlaba, ¿no sería la sor… domuda? ¡Jo, jo, jo!

Se oye a alguien hablando por teléfono a la manera mecánica de una máquina expendedora: su tabac… jjjj, graciasss. «Sí, no. Mire, no le voy a engañar. Un poco. Le voy a ser sincero… No, por supuesto que no». Sobre la barra, una mosca de brillo metálico, color pipermín, se pasea dando bandazos como un jubilado en un bufet libre de Benidorm, chupando aquí y deteniéndose allá, entre servilletas arrugadas y tazas marcadas con pintalabios, migas, trozos de patatas fritas, cercos más o menos secos de café, pegajosos de azúcar. Ilona la ve acercarse, hasta que una voz que reconocería entre un millar la saca de su ensimismamiento. En la tele, Billie Holiday, la gran Lady Day, abre su pecho rebelde al frío bisturí del micrófono; con la voz rasposa por la ginebra y el vodka, se confiesa culpable de haber vivido. Le canta al amor como solo ella lo entendía, romántico al principio, enseguida violento, pero amor al fin y al cabo:

Love for sale,

appetizing young love for sale.

Love that’s fresh and still unspoiled.

Love that’s only slightly soiled.

Al hilo de la melodía aparece un fulano con cara de Jean-Paul Sartre camuflado tras unas gafas grandes no, talla máscara de buceo, de carey, con cristales de un dedo de grueso y cordones de oro en las patillas. Un cartelito nos revela su identidad (Argimiro Rengifo) y da cuenta de su obra y milagros: doctor en Ciencias de la Música y coordinador del Diccionario de la música negro-folclórica de los EE.UU. del Sur (Móstoles, Fundación Gran Festival de la OTI, 1996-98). El Dr. Rengifo es uno de esos especímenes tan habituales en los claustros universitarios de catedrático enamorado de sí mismo. Se saca la pipa de la boca, que le colgaba como un besugo al microondas, y comienza a impartir una clase magistral sobre Billie Holiday, centrándose no tanto en la manera tan cautivadora que tenía de cantar (con aquella voz suya, ronroneante y lánguida, que cambiaba la melodía a su antojo, dándole la vuelta como a un calcetín), como en las miserias a las que tuvo que hacer frente para salir adelante. Desmenuza los entresijos de la biografía con el oficio de un matarife; por aquí el solomillo, cuando se crio en la calle y los correccionales católicos de Filadelfia, por allá las vísceras y la paletilla, cuando hacía las camas y fregaba los retretes en el burdel donde trabajaba su madre, y, con diez años, un vecino de cuarenta la violó la víspera de Navidad. El Dr. Rengifo se pasa la lengua por los labios. Lo que antes era un ciervo, pongamos por caso, con una cornamenta exuberante, un animal orgulloso, de paso tranquilo, que se detiene en el claro del bosque y lanza al aire su poderoso berrido, es ahora una cabeza con ojos de vidrio colgada al lado del cuco, un pellejo que se convertirá en una alfombra o un felpudo, y las pezuñas en el original perchero de una barbería; el costillar, el corazón y el lomo, que un Argimiro cualquiera va pesando en la balanza con las manos manchadas de sangre: a tanto la posesión de drogas y los meses de cárcel, a tanto el cuarto y mitad de jarrete y la muerte por cirrosis a los cuarenta y pocos, enganchada, sin un pavo, y con un policía custodiando el cuarto. Farewell, Lady. See you, far away. Despidiéndose a capela sin otra compañía que la de Mister, su bóxer. Su insobornable amigo.

Tampoco la vida de Ilona ha sido fácil. Su madre emigró a Italia en busca de trabajo cuando ella tenía tres años, con la promesa de que mandaría a buscarla en cuanto se estableciera; promesa que, de plan cierto, prácticamente inmediato, fue volviéndose más difuso a medida que se trasladaba de Bari a Foggia y de aquí a Frosinone, y las llamadas se iban espaciando. Su abuelo era un simple pastor de los montes dálmatas. Por Pascua de Resurrección bajó a Dubrovnik, donde la dejó a cargo de una tía solterona, prima de su madre, que trabajaba en una librería de viejo. Ilona no ha conocido a más madre que la tía Maggie, nerviosa, delgada como un huso, con el pelo rizado lleno de horquillas con forma de urraca. Vestía caftanes vaporosos que compraba en los mercadillos al aire libre (y que, indefectiblemente, le venían grandes) y ponía un disco de jazz tras otro. A veces, al caer la tarde, si había barrido el suelo de madera crujiente y pasado el plumero por los estantes, si las cuentas cuadraban y los libros estaban en orden, si fuera llovía o aullaba la tramontana y dentro abrigaba la estufa, la tía Maggie, quitándose las sandalias, se sentaba en la mecedora, en un rincón de la tienda, y, frotando los pies con la alfombra de piel de oveja, leía en alto pasajes de algún volumen descabalado sobre juglares medievales o piratas del Adriático, ermitaños que vivían en lo más alto de la más alta montaña y patriarcas que, Dios mediante, ardían en lo más hondo del infierno, remedando las formas de un lobo de mar en una taberna o los pomposos soliloquios de magistros y catapanes en la corte del emperador de Trebisonda. Cerraba el libro al segundo bostezo y lo dejaba junto al vaso de šljivovica, un aguardiente casero con sabor a ciruelas; se encendía un cigarrillo y, meciéndose suavemente, contemplaba el cielorraso pintado de azul con las molduras de escayola, blancas como la espuma de las olas al deshacerse en la orilla. Pensaba en los barcos que se pierden en la niebla, en los marineros que van tras las sirenas hasta los arrecifes de duro granito; y soñaba con Jona, el padre de Ilona, de quien estuvo enamorada.

—¿Dónde vas, Caperucita?

Sentada al borde del taburete, Ilona se gira y ve al tipo que estaba hablando por el móvil como por la megafonía del Día: Señoíta Chochesss, orfaóóó… cajjj trsss. Apoyado en la barra con el codo, un treintañero con cara de lombriz, auriculares inalámbricos y el pelo brillante de gomina, la mira y sonríe como si le hubieran clavado las comisuras con alfileres a las orejas, mientras escribe a toda prisa con los pulgares en la pantallita del iPhone. Corbata, vaqueros y, en el pecho del chaleco acolchado, el logotipo de la empresa para la que trabaja: Llopis i Fills S. L., seguros. Ilona lo mira de arriba abajo. Le hace pensar en un lobo vestido de oreja…, no, en una oreja vestida de. Sranje!, ¿cómo decir? Siempre el mismo lío. Levanta la mano, de la que cuelga un McQueen que le compró a un mantero, y contesta:

—¿No ver? Llevo cesta abuelita.

El bolso, muy sobado, es pequeño, de poliéster, con un cierre en forma de nudillera. El comercial termina de escribir. Saca un billete de 20 y le dice a Remigio que se cobre. Sí, todo. Lo suyo (un cacaolat, un cruasán) y lo de ella, que, en silencio, vuelve a darle la espalda. El fill d’en Llopis se acerca un poco al taburete, casi rozándole la pierna, y añade en tono de confidencia:

—¿Cuánto?, ¡ejm!

—¿Por? —La chica apura el botellín.

Ilona huele a cuero, a humedad y musgo. El comercial duda un segundo.

—P-por lo de qué orejas más grandes…, y qué boca. Todo eso, ¿no?

«Capullo», piensa ella. Levanta dos dedos.

—Quince…

—Quince, chupar solo.

—Vale.

—¿Baños?

—Tengo el coche ahí, un Kia. Detrás. Un Picanto negro.

Remigio trae los cambios.

—Remi…, hasta luego.

—Cuídate, guapa.

Ilona se encoge de hombros. Saca un cigarrillo y se lo pone en los labios. Se dirige hacia la puerta con paso decidido, subiéndose la cremallera. El reportaje se acaba. Aparecen los títulos de crédito y vuelve a oírse la misma melodía: «If you want to buy my wares —canta Billie con voz desafiante—, follow me and climb the stairs». Fuera ha empezado a chispear. Ilona se pone el gorro. Enciende el cigarrillo y sale a la calle sin mirar atrás, hacia ese comercial que se mete el dinero torpemente en el bolsillo —«Hasta luego», gruñe— y corre tras ella, topándose con un ecuatoriano al que tiene que ceder el paso porque ya se ha lanzado escaleras abajo con una carretilla más grande que él, cargada con barriles de 50 litros de cerveza.

Sobre su cabeza se oye el chasquido del matamoscas eléctrico.

Domingo Alberto Martinez
Colaborador en Revista Rambla | Web

Escritor. Filólogo de formación y apasionado de la palabra escrita. Autor de varias novelas. Sus cuentos han sido premiados en más de 60 certámenes literarios. Sus relatos han sido recogidos en antologías como 'Un ciervo en la carretera' (finalista del premio Setenil 2020 a mejor libro de relatos publicado en España). Su último libro de textos breves y microrrelatos es 'Esto no es una novela'.

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