El gran sueño del abuelo de Ling Yifan era dar la vuelta al mundo, conocer todos los países, pasear por todas las ciudades. Un deseo que, por fin, el anciano ha visto convertido en realidad, justo ahora, cuando aguarda en la cama de un hospital la llegada de su último instante. Todo gracias a su nieta que la pasada semana decidió publicar en un microblog su retrato y el relato de aquella ilusión. Para sorpresa de la joven, aquel mensaje fue renviado en pocas horas por más de 90 mil internautas. En los días siguientes, la pantalla de su ordenador en Beijing comenzó a llenarse con más de 10 mil fotografías llegadas de todas las partes del mundo. Todas mostraban el mismo rostro sereno de su abuelo y como fondo los más variopintos lugares.

Ahora el anciano espera el mordisco último del cáncer que le corroe mientras contempla las miles de imágenes que vinculan las facciones de su cara con todos esos lugares que tanto quiso conocer. Geografías soñadas solo alcanzadas tras renunciar a su materialidad, a su física consistencia. De hecho, viejo y enfermo, ha tenido incluso que renunciar a sí mismo. Por ello ni siquiera sabemos su nombre, ni cuando nació, a quién amó, si traicionó a un hermano o si, quizás, fue él el traicionado. Su historia, que tal vez ya haya acabado a estas horas, quedará así para siempre difuminada, sin esperanza de ser recordada, reducida a la fugaz existencia de un trending topic, un instante de realidad 2.0 como antesala para toda una posteridad de olvido.

Hoy, con todo, nos sentimos más cómodos en estos espacios de palpable intangibilidad que en las inestables incertidumbres de carne y hueso.

Claro que hace ya mucho tiempo que el artificio se ha convertido en la más real de las experiencias que nos envuelven. O tal vez siempre fue así, desde que los primeros temores de la humanidad o aquellos deseos que llevaron a los primeros muertos de nuestra especie a dibujar extrañas formas en las paredes de las cavernas más profundas. Después vendrían los relatos mitológicos y los paraísos artificiales. O aquellos mareoramas que permitían recorrer el mundo en barco sin salir del Paris de 1900, o las agencias de viajes que transformaron la cartografía de nuestras ensoñaciones en una mercancía asequible a cómodos plazos.

Hoy, con todo, nos sentimos más cómodos en estos espacios de palpable intangibilidad que en las inestables incertidumbres de carne y hueso. Nos lo recordaba recientemente Santiago Alba Rico cuando reflexionaba sobre ese mapa de los deseos de Tokio que ha llevado a sus habitantes a entregarse con entusiasmo al onanismo de artificio, evitando de este modo la incomodidad de buscar el placer compartido en la piel del otro. Experimentar limpiamente, sin suciedad, ni molestias. El mismo afán de asepsia que ha llevado a Philippe Starck y David Edwards a presentar los más variados inhaladores capaces de acercar en efímeras dosis las sensaciones de una tarta de chocolate, una taza de té o una pequeña borrachera sin tener que pagar el peaje de unos kilos de más, la suciedad de nuestros dientes o la más impertinente resaca.

Sentir sin sufrir. Gozar sin acariciar, ni ser rozado. Ver, sin mirar. Esa es nuestra aspiración. Hasta, tal vez, acabar percibiendo nuestra propia vida como esa colección de imágenes ficticiamente reales que el venerable abuelo de Ling Yifan ve pasar ante sus ojos con curiosidad y extrañeza. Nuestro rostro neutro fotografiado junto a unos padres desconocidos, al lado de una amante ignorada, en un trabajo invisible, acosado por un policía sin perfiles, interrogado por un juez difuminado, acompañado por un banquero sin cara, enterrado por unos sepultureros sin mirada.

Periodista cultural y columnista.

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