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Ilustra Evelio Gómez.

La terminología política española cuenta desde hace unos días con un nuevo concepto al que los malabarismos semánticos que vienen caracterizando al PP, parecen augurar una larga y prometedora vida. Se trata, claro está, del verbo “modular”, feliz ocurrencia de la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, no sabemos si de cosecha propia o consecuencia de algún sesudo seminario de la Fundación Faes.

La eficiente defensora del orden, con marido en paradero desconocido para la justicia, considera que cualquier concentración ciudadana que no tenga por objeto recibir la bendición de Benedicto XVI, corre el riesgo de derivar hacia los excesos. Por ello, en nombre de esa alabada mayoría silenciosa, Cifuentes reclama la conveniencia de “modular” el derecho de manifestación.

Esta ingeniosidad dialéctica, surgida a propósito de las protestas del 25S, fue muy pronto consagrada jurídicamente por el fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, alarmado por la mala costumbre de algunos empeñados, a su juicio, en convertir en “patente de corso” el disfrute de sus derechos.

Ignoro si el hecho de que las declaraciones del fiscal general se realizaran en el contexto de un acto sobre estupefacientes y sustancias psicotrópicas, puede explicar, al menos en parte, el contenido de sus palabras.

En cualquier caso, sea como sea, todo indica que los españoles deberemos ir preparándonos para asumir (silenciosamente, como le gusta a Don Mariano) nuestra nueva condición de ciudadanos modulados. La incógnita está en saber el alcance de este nuestro recién adquirido destino, aunque algo podemos intuir tras la pedagógica actuación de la fuerza pública en los aledaños del Congreso de Diputados.

Con todo, justo es reconocer que la propuesta de modulación parece mucho más flexible, y por tanto con más potencialidad, que cualquier otro de esos neologismos tan recurrentes en los últimos tiempos, como ese de transformar en reforma lo que se concibe como simple autopsia del Estado del Bienestar. El PP se aleja de este modo de los conceptos más prosaicos y áridos de la oratoria política clásica.

Frente a ellos, prefiere adentrarse por los vericuetos poéticos de la música para lograr amansar a esas fieras que están despertando los estragos causados por su política económica, obsesionada solo por salvaguardar al precio que sea el balance de resultados de la banca alemana.

Porque, en última instancia, detrás de la brillante idea de Cifuentes está la determinación del PP y sus voceros por conseguir que el malestar ciudadano abandone las calles y derive hacia ese armónico ejercicio de variación de voz para el canto que es la modulación.

No en vano, para los conservadores, el canto siempre ha sido el espacio tradicional y privilegiado que tienen los pueblos para canalizar sus desesperanzas sin los peligros de las algaradas callejeras. Ahí están para dejarlo bellamente de manifiesto, ese desgarro del alma que toma cuerpo en el tango o la melancólica saudade que se respira entre los versos de un fado.

O, sin ir más lejos, nuestro desgarrador quejío flamenco, capaz de hacer saltar las lágrimas en el tablao al señorito más insensible, especialmente cuando la tristeza del cante anda regada con el frescor alegre de la manzanilla.

Es verdad, para qué negarlo, que no han faltado ocasiones en que las gargantas de la calle han cambiado la melodía de la jota y el fandango por canciones más ariscas, capaces de hablar de los parias de la tierra o las famélicas legiones.

Más para esos casos, sin duda aislados, no faltarán reconvertidos maestros de canto que, sin número de placa, se encarguen de modular la voz de los coros díscolos hasta ajustarla a las exigencias de una partitura compuesta por el Banco Central y el FMI para ser el último canto de cisne de nuestros derechos.

Articulista en Revista Rambla | Web

Periodista cultural y columnista.

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