Ha vuelto a ser noticia el famoso piolet con el que Ramón Mercader asesinó a Trostky. Desaparecido durante décadas, el mortífero artilugio sale ahora a la luz como la pieza estrella del futuro museo del espionaje que prevé inaugurar en Washington un coleccionista privado. Y con él también ha regresado la polémica sobre los motivos que llevaron al agente estalinista a utilizar tan peculiar artefacto para su atentado.

Por lo común, la mayoría de las hipótesis coinciden en subrayar que Ramón Mercader buscaba un arma contundente, capaz de garantizarle el éxito de su acción, y silenciosa para proporcionarle alguna opción de huida. Sin duda se trata de teorías bien fundadas. Sin embargo, eluden un aspecto crucial en esta truculenta historia: el origen español y catalán del asesino de Trostky.

Porque las Españas -como las llamaban los antiguos con mejor criterio que los modernos- casan mal con las discretas y sofisticadas armas de los espías de película. Hasta las efectivas pistolas parecen encajar poco en un imaginario que desde el romanticismo quedó atado al primitivo trabuco. En España, las Españas, la tierra de Puerto Hurraco, la amenaza fatal no sabe de sutilezas y se siente más cómoda en el garrotazo goyesco. Por su parte Catalunya, a pesar del mítico seny, no es inmune a ese atavismo que incluso reivindica en su himno: bon cop de falç. Y si fundimos en una única pieza aquel garrote y esta hoz, el resultado se asemeja en gran medida al piolet elegido por Mercader .

La presencia del garrotazo ha marcado de múltiples formas la historia de España, de las Españas. Tuvo su versión inquisitorial, su versión absolutista, su versión nacionalcatolicista y hoy, en nuestra pluscuamperfecta monarquía parlamentaria, Mariano Rajoy inaugura su versión constitucionalista y legalista a propósito del referéndum catalán. Para justificarlo el presidente recurre a uno de los platos más insípidos de nuestra gastronomía (pluri)nacional: la felizmente olvidada pescadilla que se muerde la cola. Así, nos recuerda que el 1-O es ilegal porque lo convoca una institución constitucionalmente incompetente, el gobern catalá. Pero el círculo pescadillesco se cierra cuando la Generalitat catalana, a su vez, toma esta iniciativa porque la institución constititucionalmente competente se niega a convocar una consulta ciudadana que cuenta con el apoyo del 70% de catalanes, independentistas y no.

La sosería de esta receta ha llevado a promover una variante seductora para paladares más exigentes o remilgados. Consiste en cuestionar el 1-O por carecer de garantías democráticas. La vicepresidenta Soraya Sáez de Santamaría ha llegado a hablar hasta de golpe de estado, argumento en el que seguramente pensaba el torero Juan José Padilla mientras daba la vuelta al ruedo en la plaza jienense de Villacarrillo envuelto en la bandera franquista. Garantías que, sin embargo, resultan harto difíciles de cumplir a menos que el órgano constitucionalmente competente para convocar consultas esté dispuesto a colaborar en su organización. Y se niega en redondo. La pescadilla vuelve a hacer acto de presencia por mucho que el limón y el perejil intenten enmascarar su aburrimiento.

Países con gastronomías menos imaginativas que la española han logrado superar esa maldición de la pescadilla recurriendo a la pimienta democrática del diálogo. En suma, han buscado mecanismos legales que permitan encauzar un conflicto de carácter netamente político. Lo hicieron los canadienses en Quebec. E incluso los británicos, famosos internacionalmente por su ineptitud para la cocina, lograron aderezar el plato al gusto de los vecinos escoceses. Sin embargo, aquí, la derecha gobernante se enroca en su empeño en presentar la sobria pescadilla como un plato exquisito. Y ello a pesar de su responsabilidad en el desencadenante del problema tras impugnar el estatuto catalán, social y políticamente consensuado. Y lo que es peor, tras haber permanecido más de dos lustros en el más absoluto inmovilismo, enconando el conflicto y elevando día a día el número de catalanes que no ven más salida que la definitiva desconexión. Convencidos de que la controversia podría resultarle fructífera fuera de Catalunya y tratando de transformar la imagen corrupta de saqueador de España en la de su salvador, Rajoy y los suyos, reforzados por los balbuceos de una parte de la izquierda, se han limitado a aplicar la única concepción de diálogo que conocen: el erre que erre.

Y cuando se impone la inercia, ese mal español tan criticado por la generación del 98, lo que termina apareciendo es el castizo garrote. Aunque, al menos por ahora, en lugar de adoptar la forma de la fiel infantería prefiera las vestimentas más modernas de la toga judicial y de la no menos leal fiscalía. Ante el desafío irresponsable de los independentistas, todo el peso de la ley. Es así como en nombre de la democracia se prohíben actos públicos hasta en Madrid, se registran imprentas y periódicos, se amenaza a cientos de alcaldes y concejales o se amedranta a funcionarios públicos. Hasta los carteros se convierten en sospechosos si por azar transportan en su saca alguna carta con veleidades pro referéndum.

Rajoy, con el respaldo de Albert Rivera y la supuesta responsabilidad de estado de los socialista, aplica en política la misma lógica que el marido machista hacia la esposa que le pide el divorcio: confiar en conservar un matrimonio imposible con el expeditivo recurso de mantener a la mujer atada a la cama en nombre de una pretendida unidad de destino constitucional. Lo malo de esto son las peligrosas espirales que tales estrategias pueden desencadenar y que al menor descuido terminan completando el misógino refrán con alguna pata quebrada. Por desgracia, el entusiasmo hooligan con que algunos reclaman el escarmiento del garrotazo no dejan mucho resquicio al optimismo.

Como tampoco ayuda el unilateralismo con el que el independentismo ha respondido al bloqueo del estado central, transformando en ingenuo voluntarismo las incertidumbres que se abren por delante. Es así como, inspirado por la épica del cop de falç, el esperpento se coló en el Parlament durante la tramitación de la consulta. Una actitud que no solo permitió a Xavier García Albiol o Carlos Carrizosa recurrir al cínico victimismo, sino que, lo que es más preocupante, en la práctica dejaba sin puentes para integrarse en el proceso al menos a ese 30% de su población reacia al referéndum.

Mal anda una democracia incapaz de generar alternativas que le permitan abordar positivamente sus contradicciones y las demandas de sus ciudadanos. Difícilmente España puede llegar a ser España, las Españas, si le niega a los catalanes su capacidad de decidir su futuro. Y difícilmente Catalunya podrá echar a andar sin crear desde el primer paso cauces de integración para aquellos ciudadanos reticentes al caminar en solitario. Por eso, hoy la mejor forma de defender España, las Españas, y el único medio de construir una Catalunya independiente coinciden: ambas pasan, irremediablemente, por darle la voz a los catalanes.

El 1-O podría haber sido una oportunidad para ese encuentro. Lamentablemente no lo será. Ante esto, habrá que esperar acontecimientos y superar a toda costa la sombra del piolet sobre nuestras cabezas. Para ello tendremos que exigir responsabilidad y responsabilidades. Aunque sin caer en la equidistancia. Si desde Barcelona se ha confundido legitimidad con democracia, desde Madrid se resquebraja el consenso colectivo con una pretendida sobreactuación democrática y legalista. Claro que la actitud de la derecha española no es nueva: ahí está la Ley Mordaza. En la España democrática que se nos ofrece solo podremos ser independentistas sin alterar la unidad patria. O republicanos sin cuestionar al monarca. En suma, se nos concede la gracia de ser ciudadanos mientras no olvidemos nuestro deber de comportarnos como súbditos. De este modo, los conservadores se mantienen así fieles a su propia tradición. Ya lo advertía en 1920 Manuel Azaña, precisamente tras una condena judicial, la dictada por un tribunal valenciano contra Miguel de Unamuno por injurias al rey: “En España se disfruta virtualmente de cierto número de libertades: a condición de no usarlas”.

Periodista cultural y columnista.

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