Allá por los años 30 del siglo pasado, el líder de la derecha española José Calvo Sotelo no ocultaba su angustia ante el supuesto avance de los nacionalismos. Su desesperación era tal que hasta llegó a declararse partidario de una España roja antes que rota. Años más tarde su asesinato fue la coartada para que un general regordete formulase una peculiar versión de la misma idea. Y es que para Franco era preferible una España cojaantes que rota. El resultado fue tres años de guerra y cuarenta de paredones de fusilamiento frente a los que se hermanaron izquierdistas y nacionalista como pérfidos representantes de una supuesta Antiespaña. Fue así como acabó creándose aquella España tullida, hecha a imagen y semejanza del Caudillo por la gracia de Dios, que acabamos heredando a la muerte del dictador.

Pese al tiempo transcurrido, la derecha patria no ha dejado desde entonces de poner el grito en el cielo cada vez que las sombras de los separatismo periféricos se han proyectado en las paredes de la caverna postplatónica que no pocos de ellos vienen habitando cómodamente desde los tiempos de Fernando VII. Lo hemos podido ver estos días a propósito de la multitudinaria manifestación soberanista que recorrió las calles de Barcelona durante la Diada. Todo un agravio a la supuesta testosterona incorrupta de Don Pelayo que para estos herederos de la España eterna, resulta de todo punto inadmisible.

Es cierto que no deja de ser curioso el entusiasmo soberanista del president de la Generalitat. Sobre todo teniendo en cuenta que en los últimos meses Artur Mas ha sido el gran espejo en el que no han dejado de mirarse los neoliberales más españolistas. De hecho, ni sus recortes sociales, ni la contundencia de los Mossos de Esquadra a la hora de hacer entrar en razones a la disidencia catalana han tenido nada que envidiar a las prácticas chusqueras de esa fiel infantería que estos días, prietas las filas, se desgarra las vestiduras por su deriva separatista. Con todo, la nueva controversia solo pone de relieve la gran maestría con que CiU -desde los tiempos de Jordi Pujol y el caso de la Banca Catalana- sabe capear los temporales de las crisis con la cuatribarrada estrellada por montera.

En cualquier caso, mientras el pánico a los separatismos –que, sin duda, se acrecentará hasta la histeria con las elecciones vascas– no deja de llenar editoriales y tertulias, llama la atención el mutismo de la derechona  ante el verdadero independentismo que se está consolidando en España. Porque de auténtica ruptura independentista hay que calificar el distanciamiento que cada vez separa más el establishment político de esa España real condenada ya no al trabajo basura, sino directamente a una desesperación de mierda que, en nombre de la interminable disciplina presupuestaria, nos imponen los mercados financieros con la babosa complicidad de gabinete de Mariano Rajoy. Un secesionismo del Parlamento y la Moncloa que este sábado volvió a dejar patente el ministro de Economía Luis de Guindos al responder con el anuncio de nuevos recortes a la multitud que clamaba en las calles.

Un separatismo que afecta igualmente al poder judicial, incapaz hasta la fecha de haber metido en prisión a un solo responsable del actual fiasco económico y social, por mucho que ahora el camaleónico ministro Alberto Ruiz Gallardón disimule su apatía realista en estos casos lanzando carnaza al populacho a cuenta de la tragedia de los niños Ruth y José.  Pretendida determinación frente a los canallas que, de paso, aprovechando que el Código Penal pasa por el Pisuerga, está sirviendo para apretar las tuercas a una disidencia social cada día más cerca de ver resucitada la Ley de Fugas.

Separatismo, en fin, el que se instaló definitivamente en la Casa Real, presentada desde los tiempos de la amnésica transición como la gran garante de la unidad nacional (eso sí, con la tutelar y constitucional ayuda del ejército, por si las moscas), pero cuyas preocupaciones y comportamientos están cada vez más lejos de las vivencias de los españoles. O si no que le pregunten a la Infanta Cristina y a Urdangarín.  O a los chóferes de Su Majestad.

Periodista cultural y columnista.

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