“Es más fácil para una hormiga transportar una montaña que mover a su reina”. Con esta sabia sentencia los miembros de la etnia Mongo de la República Democrática del Congo nos recuerdan lo complicado que suele resultar hacerse oír por nuestros gobernantes y también el titánico esfuerzo que es necesario emplear para intentar cambiar las malas cosas que dependen de palacio. Titánico y demasiado a menudo infructuoso esfuerzo, añadiría.
Abril, mes de lluvias y melancolías tricolores, es un tiempo especialmente propicio par a evocar este aforismo africano que nos habla de monarcas y sudores. La máxima es una de las incluidas en Afrorismos, un pequeño y delicado libro que acaba de publicar Lara Ripoll con fotografías y aforismos recogidos durante sus largas estancias por tierra africana. Esta periodista, fotógrafa y cooperante nacida en la Pobla Llarga, de mirada curiosa y crítica, ojos chispeantes y locuacidad desbordada, si ha llenado con algo su mochila todos estos años es de pasión por África. Y de ello nos deja buena constancia en las páginas de este último trabajo.
Recorriendo estas fotografías es fácil sentirse tentar como Ulises por unas sirenas que aquí han sustituido el canto por las reflexiones de los Akan, Acholi, Kikuyu, Ashanti, Shona, Bayaca, Dinka, Ewé y decenas de otros pueblos que llenan de vida la geografía africana. Y junto a las palabras de griots y demás contadores de historias, la imagen. El color de las aguas, las geometrías de adobe, los contrastes verdes de sus paisajes, las tonalidades rojizas de sus suelos. Y dominándolo todo sus gentes; hombres, mujeres y niños empapados de esa sublime consciencia que otorga el saberse, simplemente, hombres, mujeres y niños.
Porque las sirenas de Lara son criaturas rebeldes y poco dadas a los cantos de sirena, así que las instantáneas que nos propone huyen de las canciones gastadas. Por ello en este libro no encontraremos ni rostros de llanto, ni vientres hinchados que a fuerza de repetidos hasta la saciedad para propiciar ese donativo que tranquilice nuestra conciencia, han terminado despertando nuestra indiferencia. Ni la ingenua fascinación ante paraísos perdidos capaces de ser felices en su primitiva penuria. No, lo que en ellas hallamos es la visión sencilla del duro esfuerzo que marca los ritmos de día a día, la sonrisa espontánea del que sabe que hay momentos para la lágrima y otros para la risa, del mismo modo que existe un tiempo para el trabajo o un tiempo para el reposo.
Es así como descubrimos que detrás de esa tortuosa relación entre la hormiga y su reina de la que nos habla el proverbio, no acecha la sumisión resignada ni la impotencia. Es solo un aviso con el que los Mongo nos previenen sobre los peligros de la impaciencia y la seductora inclinación a la desesperanza. Y haremos bien en tenerlo presente en tiempos como estos en que los sueños de abril parecen un lejano recuerdo de melancolía. Tiempos desangelados en los que la reina parece regodearse en su inamovible presencia, donde los legionarios cantan a la muerte entre niños enfermos, donde nombres ominosas regresan a las calles y plazas, donde son prohibidas las viejas banderas derrotadas, donde el martillo del juez amenaza con caer sobre nuestras risas.
Habrá pues que seguir cultivando la paciencia y perseverancia de las hormigas. Y estar atentos para no dejar escapar esa ocasión que a menudo nos oculta el cansancio acumulado. La ocasión, al final, siempre llega. Nos lo enseña la historia y nos lo recuerda la experiencia acumulada por pueblos como los Mundari de Sudán del Sur: “el mejor momento para abofetear a un rey es cuando una mosca se para en su mejilla”. Aunque haya veces, como ahora, en que la dichosa mosca parezca empeñada en hacerse de rogar.
Periodista cultural y columnista.