Cuenta el profeta Daniel que un buen día el rey de Babilonia Nabucodonosor II se levantó con el antojo de erigir la gigantesca estatua de un ídolo de oro, para después exigir a sus súbditos que venerasen con aquella imagen. Y así lo hicieron los habitantes de aquella región que no dudaron en hincarse de rodillas ante la áurea imagen, más preocupados, sin duda, por no contravenir los extravagantes caprichos de su rey que llevados por una sincera devoción. Con todo, el afán ejemplarizante que los editores bíblicos exigían a los autores, obligaron a Daniel a buscar y encontrar la excepción de esta historia en tres jóvenes hebreos, Ananías, Misael y Azarías, cautivos del rey tras la destrucción de Jerusalén, que se negaron a reverenciar la pagana figura. Nabucodonosor, siguiendo el gusto tremendista de la literatura por entregas de la época, estalló en cólera y ordenó que los jóvenes fuesen introducidos en un horno para que el fuego diera buena cuenta de su desfachatez. Sin embargo, la fidelidad al autoproclamado Dios verdadero tuvo su recompensa y los jóvenes salieron ilesos de aquel martirio gracias a la protección de un ángel enviado por Yahvé.
Hoy quedan ya muy lejos aquellos antiguos tiempos del Antiguo Testamento. Pese a ello, actitudes como las del monarca babilónico tienen plena vigencia en estos días en que la zozobra financiera y los ataques contra la prima de riesgo parecen haberse convertido para los nuevos profetas, en la actualización perfecta de las caducas plagas bíblicas. Eso sí, existe una crucial diferencia en los planteamientos de estos modernos Nabucodonosor. Y es que ahora los monarcas de la crisis no solo reclaman a los súbditos que rindan adoración a los nuevos ídolos de oro, sino que además se entreguen con fervor y alegría a los abrazos de las llamas e incuslo se busquen la vida para encontrar un ángel que les resguarde del fuego, privatizados como están ya hasta los milagros divinos.
Uno de los últimos ídolos dorados que se han erigido para nuestra sumisa veneración es el idolatrado templo de Eurovegas, impulsado por el sátrapa de los casinos Sheldon Adelson. Encarnación máxima del capitalismo trilero realmente existente, el sumo sacerdote de la ruleta mueve sus apuestas entre Madrid y Barcelona dejando constancia de su condición de tahúr veterano que solo se arriesga a jugar con los naipes marcadas y un as en la manga. Una baraja que Esperanza Aguirre o Artur Mas se encargan de trucar para que el rey del azar pueda contratar empleados sin derechos o gestionar sus posesiones con la determinación con que los antiguos señores feudales hacían efectivo su derecho de pernada.
Idolatría y fuego. Fuego como el que estos días anda consumiendo las tierras valencianas de Villar del Arzobispo, Andilla, Jérica, Altura, Bejis, Alcublas, Cortes de Pallás. Unas 50.000 hectáreas arrasadas, 1.800 personas evacuadas. Eso sí, los oráculos tecnócratas de las nueva religión del sacrificio, consolarán al rebaño de Díos afirmando que solo el azar hizo que coincidieran las llamas devastadoras y los recortes presupuestarios, en contra de lo que entre aspavientos pregonan los herejes, iluminados y milenaristas que se niegan a admitir las revelaciones de los tiempos nuevos.
El azar, la casualidad, la fatalidad son los nuevos territorios donde los Sheldon Adelson de turno vienen a anunciarnos la nueva buena económica mientras el fuego arrasa las tierras. Por desgracia, Iker Casillas estaba ocupado escribiendo la gloria de España. Por eso no tuvimos la fortuna de los jóvenes hebreos y el guardameta victorioso no llegó a tiempo de extender sus inmaculadas alas para resguardar nuestros montes de la voracidad de las llamas.
Periodista cultural y columnista.