Brasil es un país de contradicciones. Estos días sus calles vibran por partida doble. Cientos de miles de personas ocupan el espacio público de São Paulo, Rio de Janeiro o Brasilia desde hace casi dos semanas para exigir –y conquistar- una rebaja de las tarifas del transporte público, así como para denunciar el derroche de dinero público en macroeventos como el Mundial o las Olimpiadas, mientras servicios públicos básicos como la salud y la educación continúan presentando graves deficiencias. Al mismo tiempo, esas mismas calles reciben con estruendo y alborozo los éxitos de la selección nacional de fútbol en la Copa Confederaciones, primera de las grandes citas deportivas programadas en el país. Dos fenómenos muy diferentes, pero que sin embargo comparten una canción en común: “Eu sou brasileiro,/con muito orgulho,/ con muito amor”.

La canción, igual que la proliferación de banderas brasileñas o las caras pintadas con los colores nacionales en las manifestaciones, pone de relieve la aparición de un emergente sentimiento nacionalista que ha encontrado un especial caldo de cultivo en las actuales protestas al calor de los indefiniciones del propio movimiento y las supuestas virtudes de un exacerbado apartidismo. El pasado jueves estas posturas llegaron a su máximo extremo en la avenida Paulista cuando grupos de manifestantes increparon e incluso agredieron no solo a miembros del  gubernamental PT que se sumaron a la marcha en São Paulo, sino también a militantes de otros partidos de izquierda en la oposición como el PSOL. Las banderas rojas que que portaban sus simpatizantes fueron arrebatadas y en algunos casos rasgadas y quemadas por estos grupos de manifestantes.

Pero esta supuesta ira antipartidista no se limitó a los grupos políticos. También representantes de movimientos sociales se vieron hostigados por estos sectores. Incluso militantes del Movimento Passe Livre (MPL), uno de los principales promotores de las movilizaciones en la capital paulista, se vieron hostigados y acosados el mismo día en que se confirmaba la conquista de una de sus principales reivindicaciones: la anulación de la subida del billete de autobús. La tensión y la violencia llegó a tal nivel que el MPL, que considera insuficiente la medida y reclama la gratuidad total del transporte público, se desmarca de las protestas y descarta convocar nuevas movilizaciones en São Paulo ante el temor de que puedan ser manipuladas desde plateamientos ultranacionalistas y de extrema derecha.

Sin duda, los intentos del gubernamental PT de sumarse al clamor de la calle y recuperar el viejo discurso activista que la política tecnocrática de Dilma Rousseff había dejado en el olvido, han terminado acrecentando un sentimiento antipartidista que ahora algunos sectores dirigien contra los militantes de izquierda que en buena medida comenzaron las protestas. El primero en lanzar guiños a los manifestantes fue ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que tras la violenta represión de la protesta registrada en São Paula, y que incrementó las simpatías hacia el movimiento, se apresuró a decir en las redes sociales que los problemas denunciados por la movilización no se solucionaban con la policía, sino con el diálogo. Un mensaje que, sin duda, no era ajeno al hecho de que en São Paulo, el control de las fuerzas policiales que arremetieron contra los manifestantes está en manos del derechista y opositor PSDB. Al día siguiente, la propia Dousseff aseguraba públicamente haber entendido el mensaje de la calle y no dudaba en asegurar que las aspiraciones de los manifestantes eran las mismas que las de su gobierno.

No es extraño que, en este contexto, muchos denunciaran el “oportunismo” del PT al intentar visualizar de forma ostensible su presencia en la última protesta. Criticas que, finalmente, acabaran salpicando a los partidos y movimientos situados a su izquierda que desde el principio venían advirtiendo sobre los peligros nacionalistas de algunos sectores de los manifestantes. En cualquier caso, si el PT intentó desactivar el conflicto con mensajes de simpatía y concesiones como la revisión de las tarifas del transporte público, lo cierto es que también desde ámbitos de la derecha política y mediática brasileña se ha buscado sacar provecho a la actual ola de protestas en su beligerancia contra el gobierno y a poco más de un año de las próximas elecciones presidenciales y legislativas.

Es significativo en este sentido, que algunos medios como el todopoderoso Globo, dieran un giro de 180 grados y tras denunciar el “vandalismo” de los manifestantes en los primeros días, pasaran a destacar la justeza de unas protestas cuyo origen se achacaba a una genérica “insatisfacción”. Eso sí, un malestar social indeterminado que rápidamente destacados representantes conservadores como el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, se encargaron de identificar con sus críticas al gobierno de Rousseff, como la inflación o casos de corrupción como el mensalão, que han afectado al partido gobernante.

En cualquier caso, esta idea del malestar social difuso, explotados por los media, entronca fácilmente con esa abstracta representación nacionalista, ese “orgullo de ser brasileño” en el que se condensaría unos supuestos valores naturales frente a la decadencia y perversidad del partidismo. La incógnita está en saber hasta qué punto la actual coyuntura consolidará el discurso nacionalista como un nuevo protagonista en el panorama político brasileño. Todo dependerá de cómo evolucionen los acontecimientos. Y por lo pronto, mientras se refuerza el despliegue de las fuerzas de choque de la policía y la Guardia Nacional, lo único cierto es que nuevas manifestaciones son convocadas por todo el país.

Periodista cultural y columnista.

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