De la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano promulgada por los revolucionarios franceses en 1789 se desprendió el lema de “Libertad, igualdad y propiedad”. Sin embargo, tras la segunda Declaración (1793) se oficializó la célebre tríada de “Libertad, igualdad y fraternidad”, que expresaba mejor el concepto de nación ―basado en la cohesión social― defendido por la revolución. Más de dos siglos después, la jerarquía política y económica de Francia parece decidida a dar marcha atrás en aquel histórico compromiso de unidad y solidaridad.
Agosto, mes vacacional por excelencia, supone este año en Francia una tregua en el conflicto que desde el pasado marzo enfrenta a la administración del presidente François Hollande con las organizaciones sindicales del país, que cuentan, según las encuestas, con el apoyo de la mayoría de la población, ya que los planes gubernamentales atentan gravemente contra los derechos laborales reconocidos hasta la fecha por la legislación francesa. De aprobarse, la reforma laboral presentada por el ejecutivo supondría la primacía del convenio de empresa sobre los sectoriales (lo que facilitará la precarización salarial de los empleados en aras de la reducción de costes para “mejorar” la productividad); la reducción de las indemnizaciones por despido improcedente (hasta un tope de quince meses de salario, frente a los veintisiete actuales), el incremento de los motivos de despidos colectivos por causas económicas (por ejemplo, por descensos en las cifras del negocio o de los pedidos) o por cambios organizativos, la ampliación general de las 35 horas semanales de jornada laboral (hasta ahora solo había excepciones) y la modificación de las condiciones de trabajo de un empleado, previo acuerdo con este (de momento, no podrá hacerse con el salario).
Acerca del revuelo social creado por el proyecto de reforma laboral y, en general, de la situación social y política que actualmente se vive en Francia, Revista Rambla habló con Frank Mintz (Montpellier, 1941), historiador francés y miembro de la Secretaría Internacional del sindicato libertario Confédération Nationale des Travailleurs – Solidarité Ouvrière (CNT-SO).
Cuesta entender que en un país como Francia, que ha sido ejemplo de garantías sociales, se aprueben ahora medidas como que las bajas laborales por enfermedad dejen de estar garantizadas por ley. Pero Frank Mintz relaciona el hecho con la idiosincrasia de la clase política francesa: “El alto valor del respeto de los derechos humanos en Francia (como metrópoli) ya era un mito en el periodo 1930-1950. En la Francia de esa misma época y la de antes, la del siglo XIX, con sus colonias directas e indirectas (Martinica, Guadalupe, Vietnam, Argelia, etc.), imperaban el racismo y el imperialismo en las clases dirigentes”. Un desprecio hacia el otro, sobre todo si es pobre, que fácilmente se traslada a las clases trabajadoras.
A lo anterior se suma la religión económica más extendida en la actualidad, de la cual es ferviente devoto el ejecutivo francés, “dejando aparte la etiqueta sociopolítica del gobierno actual y del precedente”, que en el terreno de los hechos poco significa, y que cree a pies juntillas que “el neoliberalismo (en su versión de capitalismo basado en la optimización de los intereses de la Banca) es la panacea, por lo que urgen, para alcanzarlo, reformas profundas en el país”. De modo que la derecha y la izquierda (así llamada) pretenden modificar la estructura económica y jurídica del Estado para favorecer “el propósito de las grandes empresas y multinacionales francesas, que quieren participar de una política de conjunto dentro de la Unión Europea para atraer y fidelizar capitales especulativos internacionales”. Pero lo que para el gobierno pseudosocialista constituye un problema (ese Estado garantista y del bienestar, o lo que quede del mismo), para los defensores de la economía social representa lo contrario, porque “es evidente que la enorme importancia económica de las empresas públicas y del marco de ayudas sociales, médicas, culturales y de protección ambiental, a pesar de insuficiencias múltiples, siguen siendo una excepción en comparación con los países vecinos (Gran Bretaña, Luxemburgo, Suiza, Alemania, Italia, España, y la excepción de Bélgica)”.
Estas ventajas, heredadas de décadas pasadas pero no por ello lejanas, tampoco pueden ocultar los problemas reales de la economía francesa, que son de relieve y están profundamente arraigados, en opinión de Mintz, en la idiosincrasia del país: “Si enfocamos la situación laboral de los habitantes de Francia (de nacionalidad francesa o no), vemos que existen actualmente unos trece millones de personas [Francia cuenta con 67 millones de habitantes] que están por debajo del umbral de la pobreza, lo que no quiere decir que todos sean desempleados, puesto que la definición francesa e internacional del empleo es tener ―por lo menos― una hora semanal retribuida”. Y la tesitura se agrava al considerar que “el paro juvenil está creciendo peligrosamente, pues ronda el 40 %, y los asalariados con más de cincuenta años no encuentran ya empleos estables y decentes”. Nada nuevo bajo el sol, a tenor de la situación que padece igualmente España.
Parece ser que en Francia se ha optado también por el archiconocido pretexto de responsabilizar de los problemas económicos a las clases trabajadoras. Mintz admite que ese recurso es de uso común entre la clase política, “pero los sondeos oficiales, pese a sus repetidas falsificaciones, no pueden ocultar que cada gran conflicto laboral (1995, 2003, 2013) es aceptado con simpatía por la mayoría de la población (o casi en el peor de los casos)”. Por otra parte, entre los trabajadores no resulta infrecuente que se culpe a los emigrantes de la precarización de las condiciones de empleo, debido a su disposición a laborar en cualquier condición. Esas voces que claman contra la emigración no reparan en que «las empresas francesas ―medianas y grandes; metalúrgicas, textiles, técnicas, etc.― han externalizado todo lo posible sus actividades, salvo la dirección financiera, que permanece en Francia. De ese modo ahorran gasto en salarios y prevención social, y contribuyen al “desarrollo” y la “paz social” exquisitamente mantenida por regímenes pseudo democráticos o abiertamente dictatoriales (India, Tailandia, China, etc.)”, además de contribuir con tal externalización, por supuesto, al incremento del desempleo en territorio francés. Además, “no parecen preocupar a las empresas los inevitables gastos de transporte para repatriar la producción, por una parte, y el ensamblaje en Francia de piezas fabricadas en otros lugares (debido a la dificultad de conseguir la calidad imprescindible en algunos países asiáticos). Existe la excepción de la excelencia de la factoría rumana Dacia, propiedad de Renault. Y, como ejemplo contrario, otras empresas ―sobre todo, en el sector de la madera― tuvieron que repatriar la producción en fábricas francesas para mantener esa calidad. Pero de momento y globalmente, las empresas multinacionales francesas ingresan mayores beneficios en el extranjero que en la metrópoli”. Lo que a nuestro interlocutor le parece claro es que “la estructura actual es muy satisfactoria para la patronal, pero, aun así, una desregularización general del país aportaría mayor atractivo financiero a las grandes empresas francesas”.
Problemas como el fracaso escolar, el desempleo y la precariedad laboral afectan de modo especial a las jóvenes generaciones de franceses descendientes de emigrantes. ¿Les perjudica también esta reforma de una manera sustantiva? “La reforma impuesta por el gobierno, su mayoría parlamentaria, los intereses de las grandes empresas y los medios de comunicación oscurece aún más el porvenir laboral de los jóvenes franceses en general. Quienes son de origen extranjero o de color de piel algo distinto del blanco, cualquiera sea su edad o sus nombres y apellidos, todos tropiezan con el rechazo inicial. Luego influyen también con creces el lugar de residencia, el currículo y la capacidad profesional. Existe una fobia y un odio de los empleadores a ciertos barrios y zonas habitacionales, con independencia de las condiciones de los solicitantes de empleo y por muy franceses que sean. Es la paradoja de la mezquindad del pseudo “olfato” patronal para dar con gente capaz”.
“Formez vos bataillons”, dice La Marsellesa, y parece que los sindicatos se han tomado en serio la letra, pues llevan desde marzo en las calles. Las protestas se reanudarán ―así está convocado― el próximo 16 de septiembre de 2016, y al parecer “será bastante fuerte, aunque es imposible prever nada”. Incluso cabría la posibilidad de que el gobierno, ante la tumultuosa respuesta civil, optara por retirar la reforma laboral y pactar una nueva ley con los sindicatos, “como ya sucedió en 1995. Incluso se podría aducir que para el lamentable (e impresentable) presidente François Hollande y sus escasas posibilidades electorales de reelección, podría ser un salvavidas. Pero creo que él ya se sabe condenado a la mediocridad y al fracaso políticos”.
Hollande reivindicó valores de la izquierda para acceder a la Presidencia de la República. Después se ha cubierto de desprestigio, por incongruente con ese mensaje. Muchos temen que esta caída propicie la elección del primer Jefe (o Jefa) de Estado del Frente Nacional, cuyos votantes están masivamente en contra de la reforma laboral, aunque, a juicio de nuestro interlocutor, este triunfo “no parece factible: primero porque el Frente Nacional sufre de la fuerte corrupción financiera interna que tanto denunciaba en los demás partidos; segundo, porque en periodos de tensiones laborales no es capaz de ostentar una postura clara y contundente, como ocurre con la actual reforma”. Pero queremos insistir por un momento en la personalidad política del presidente francés. Con ocasión de la crisis de Grecia ya se vio que Hollande no iba a cumplir sus promesas de trabajar por una Europa más social y contra la austeridad. ¿A qué se debe ese cambio de ruta? ¿Son más fuertes las presiones internas o externas? ¿Por qué se pliega Francia ante las imposiciones de Alemania?: “Creo que, llegados a un alto nivel de gestión de la economía capitalista, los grandes políticos socialistas suelen elegir el mantenimiento de la cúpula del partido dentro del capitalismo (como sus pares en la Alemania de la década de 1920 fusilando obreros y dirigentes demasiado revolucionarios o la Suecia de la década de 1940, aumentando su comercio con el nazismo). La jugada es doble: por un lado se conceden ciertas mejoras sociales en beneficio de grupos más o menos proletarios, para conservar algo de la imagen de marca, y por otro lado van llenándose las arcas del partido, al tiempo que sus dirigentes o antiguos líderes son ubicados en funciones prestigiosas y rentabilísimas (Felipe González, Tony Blair, etc.). La cuestión es conservar el poder y que el partido del amiguete haga lo mismo: se vio cómo la cancillera alemana Angela Merkel intervino a favor de Sarkozy en una campaña presidencial francesa (febrero de 2012), un caso inaudito que no dolió a los chovinistas de la derecha clásica del país”.
La agitación provocada por el conflicto social se ha mezclado en las calles con la indignación por los atentados salvajes del DAESH. Preguntamos sobre la posible influencia desmovilizadora que puedan tener los últimos ataques yihadistas (y los futuros, si por desgracia tienen lugar), y a Mintz le parece improbable que puedan incidir en el conflicto. Es más, insiste en que el DAESH ―muy al contrario de lo que vocifera la prensa oficial― adolece en Francia de un “ausencia de base social y, por tanto, de propaganda inteligible. Para Daesh matar musulmanes franceses es “sensato” porque pagan impuestos (o sea: están financiando el imperialismo); además, la inmensa mayoría de los musulmanes se queda obstinadamente en Francia, es decir, prefieren estar con infieles que con creyentes. De paso, se observa que los sionistas israelíes tienen casi el mismo discurso de cara a los judíos que viven fuera de Israel. Por supuesto, los dementes del sionismo y del DAESH (y de cualquier otra religión) desprecian las luchas laborales y la explotación social de los trabajadores porque son problemas irrisorios ante el altar divino”.
Hecho este inciso sobre el terrorismo, llega el momento de abordar problemas y situaciones que puedan resultar comunes a los dos países, Francia y España. Por ejemplo, la pérdida de conciencia de la clase trabajadora. En España, cualquier trabajador se considera de clase media en las muchas ―y a cual más artificial― subdivisiones de la misma, aunque dependa de un salario insuficiente, unas condiciones laborales precarias o esté sometido como autónomo a un régimen muy duro de empleo. Sin embargo, “este factor no tiene tanto peso ideológico en Francia, por lo menos entre las capas sociales de más de treinta años de edad. Y la mayoría de los jóvenes también es bastante reacia a considerarse dentro de la clase media; existen, sin embargo, bastantes jóvenes técnicos que creen todavía en los ensueños de las leyes del mercado como resolución de los problemas, en la estabilidad de su empleo. La misma patronal se encarga de tirarlos a la cuneta cuando tienen cierta antigüedad para contratar a nuevos ilusos”.
Del mismo modo, la izquierda española habla de medidas que recuerdan la antigua caridad religiosa (por ejemplo, que los ayuntamientos paguen la luz y el alquiler a los desempleados) en vez de hablar de reformas económicas y sociales sustanciales. Y en este punto, “en Francia ocurre lo mismo. Por ejemplo, en la cuestión de la renta universal, que tiene múltiples sentidos. Para unos es el mito (del cuento de hadas) del regreso del Estado benefactor (que lo fue en décadas anteriores, sí, pero a costa de la atroz explotación del Tercer Mundo, lo que nunca dio asco a los sindicato ni a la izquierda). Otros, los súperneoliberales, cultivan el lado seductor de la adopción de la renta universal, pero callando que tal medida iría acompañada de la cancelación de cualquier ayuda o subsidio social (¡ya cuenta cada uno con una ayudita, que se las arregle con eso para mantenerse en todos los ámbitos de la vida, inclusive hasta la muerte!)”. Y otro punto en común estriba en que la presión tributaria en ambos países es fuerte para los trabajadores asalariados y autónomos y holgada para las rentas del capital. Mintz bromea: “¡Es la estructura ya normal de cada país civilizado!”.
También abordamos, aunque someramente, otro déficit de las democracias liberales, especialmente patente en España… y Francia: sus respectivos sistemas representativos, como su nombre bien indica, solo representan, no aportan instrumentos reales de gobernabilidad a los ciudadanos. Es decir, son estructuras meramente delegativas. De otro modo, ¿cómo se puede entender que el gobierno francés imponga la ley de reforma laboral con el 71 % de la población en contra (según las encuestas)? Incluso el 55% de los ciudadanos que se consideran de derechas están en contra de esta reforma. Pero los ciudadanos franceses ya conocen cacicadas semejantes, como “en 2005 con el referéndum sobre la Constitución Europea: la mayoría de los ciudadanos votó por el no y, después, los políticos franceses botaron el no a la papelera, aprobando esa misma Constitución Europea en comisiones intergubernamentales”. Y otro tanto ocurrió en los Países Bajos, por cierto.
Por último, una duda: ¿afectará la reforma laboral al peluquero de Hollande, que ―se dice― gana más de 9.000 euros al mes? Mintz ve posibilidades de futuro en la tesitura: “Siempre queda la lucha sindical por el salario único de 9.000 euros para todos los peluqueros y peluqueras de la Unión Europea y las compas afines (barrenderos, ingenieros, ferroviarios, peones, etc.)”. ¡Y periodistas, cómo no! Yo me apunto.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.