El Barroco fue un tiempo de excesos, de teatralidad, incluso de sobreactuación. No sorprende por ello que las crónicas nos den cuenta de la curiosidad y el interés que despertó en aquella Corte la visión de lo monstruoso, extraños seres que no eran sino pobres diablos a los que la vida no dejaba más alternativa que la de sobrevivir exhibiendo sus malformaciones o su enfermedad. Enanos, obesos, gigantes, mujeres barbudas y deformes conformaron así una desdichada legión de miserables condenados a mendigar unas monedas por las calles o, si el azar se ponía de su lado, atraer la atención del monarca y los cortesanos.

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Ilustra Galante.

Entre ellos destacaron allá por 1629 los hermanos Lázaro y Juan Bautista Colloreto. Habían nacido en Italia. El primero era de facciones hermosas, de cabellera rubia y rizada. El segundo, por el contrario, presentaba un aspecto mortecino, sus ojos permanecían cerrados, era incapaz de oír, ver ni oler, apenas tenía movilidad, le faltaba una de las piernas, exhalaba halitosis y de su boca no cesaba de manar una desagradable espumilla. Por si fuera poco, estaba adherido a su hermano por el pecho. Este extraño caso de siameses no solo desató admiración en la Corte, sino un interesante debate teológico sobre si los Colloreto tenían una o dos almas y en consecuencia si debían de ser bautizados independientemente por cada una de ellas.

Estos días me viene a la mente el caso de los hermanos Colloreto cada vez que me asalta algún nuevo análisis o valoración de la reciente investidura de Mariano Rajoy gracias a la abstención socialista decretada por Susana Díaz. Tal vez ello se deba a que en su afán por evitar unas nuevas elecciones en Navidad, PP y PSOE han terminado haciendo coincidir la votación con estos días tan predispuestos a los monstruos y los horrores desde que el imperialista Halloween le arrebató el protagonismo al Tenorio en la víspera de Todos los Santos.

Y es que el bipartidismo en España ha terminado adoptando una extravagante evolución. Comenzó como dos hermanos mal avenidos, uno guapo y otro feo como los Calatrava. Tradicionalmente la socialdemocracia adoptaba el rostro bello de la modernidad, frente a una derecha de boca grande, intransigencia y casposidad. Después, como la pareja de cómicos fueron armonizando sus diferencias al calor del éxito encontrando cada vez más puntos en común en la defensa de Occidente, la lucha contra los intentos de romper España y su adhesión a esa nueva unidad de destino en lo universal que es la globalización neoliberal. Tantos eran los puntos de encuentro entre ambos que al aparecer extraños intrusos como Podemos, muchos pensamos que los dos hermanos olvidarían sus roces y se fundirían en un abrazo fraterno en forma de gran coalición.

Pero no fue así. Las leyes del evolucionismo saltaron por los aires en esta ocasión y dieron forma a una criatura como la que formaban los hermanos Colloreto. Es lo que los clásicos denominaban omphalus parasiticus, uno de esos extraños casos de siamesas en los que uno de los individuos sobrevive a duras penas como un mero parásito del otro hermano. Y no menos extraordinario fue comprobar cómo, además, intercambiaron sus peculiaridades físicas de forma que el hasta entonces feo y repelente se proyectaba como hermosamente conciliador, pese a su sarcasmo gallego, mientras que el que fuera modernamente bello no conseguía disimular la halitosis que provocaba su abstención.

A diferencia del siglo XVII, hoy la medicina y la cirugía han avanzado una barbaridad en el tratamiento de estas extrañas enfermedades. En esa línea asegura ir el doblemente dimisionario Pedro Sánchez, quien anuncia tener dispuesto el bisturí de cara al próximo congreso extraordinario socialista para separar lo que, a su juicio, nunca tuvo que estar unido. Claro que no todos piensan igual. Algunos entre no ser nada y ser monstruo se quedan con lo segundo. Por lo pronto, los mismos que auparon a Rajoy a la Moncloa por considerar una irresponsabilidad que España estuviera un año sin gobierno, ahora no les preocupa tanto el tiempo que su propio partido deba pasar sin cabeza que les dirija.

Sí, algunos se sienten cómodos como monstruos. Aunque sean monstruos agonizantes y con halitosis. Y si no que le pregunten a Rafael Herrando, tan feliz estos días de Halloween con su disfraz de payaso diabólico. ¿O acaso no es un disfraz?

Periodista cultural y columnista.

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