Desde el miércoles pasado Barcelona baila por calles que son ahora circos, cantinas del oeste o paisajes polares. El barrio de Gràcia abre las puertas a un mundo creado y protagonizado por la gente, donde lo más importante es compartir y divertirse. ¿Cuál es el origen y el significado de esta celebración tan auténtica y popular? Conversamos con Josep Fornés, antropólogo especialista en diversidad social y cultural, patrón de la Fundación de la Fiesta Mayor y, por supuesto, vecino del barrio de tota la vida.

Para entender cualquier fenómeno es fundamental revisar su historia. ¿Cuáles han sido los principales pasos que han llevado a estas fiestas hasta su forma actual?

Las fiestas de Gràcia, tal como las conocemos ahora, son fruto de un proceso de cambio que se inició en los años `80. Hasta entonces, lo que había era bandas de trompetas y tambores y majorettes, chicas enseñando las piernas con aquellas famosas falditas. Estábamos en tiempos de dictadura, el franquismo y la Iglesia querían controlarlo todo. Por eso, pese a ser el barrio con mayor número de asociaciones de España, en esos momentos el cooperativismo fue acaparado por las entidades más religiosas, aquellas vinculadas al clero. Pero como, a su vez, estas organizaciones disponían de grandes patrimonios, sus locales se fueron convirtiendo con el paso de los años en el refugio de la gente que quería asociarse. Bajo su techo se pudieron esconder las primeras asociaciones de vecinos, que se reunían allí (pagando un alquiler, eso sí).

En este contexto comienza la reinvención de las fiestas de Gràcia. Para poder penetrar en ellas sin que el régimen se opusiera, nos abrazamos a la tradición y en los años `70 introdujimos los diablos, los bastoners, el dragón… todo lo que hoy forma parte de los pasacalles y los bailes folclóricos. Detrás de una gralla sí que podíamos transgredir las normas.

¿Desde cuándo se decoran las calles?

El adorno de las calles ha existido siempre pero en épocas del franquismo sólo quedaron 6 calles, de las cien que había antes. Hay gente que esto lo atribuye al crecimiento económico de lossesenta y, si bien no es la única razón, es verdad que cuando las casas son cómodas, apetece más quedarse dentro que salir a la calle con “la chusma”. Las fiestas siempre fueron más de la gente trabajadora, los burgueses no se dedican a adornar calles y montar una comida comunitaria. Aquí, de hecho, ha habido conflictos serios con los nuevos vecinos de los pisos caros, gente de mayor poder adquisitivo que venía de otros barrios en donde no se daba esta interacción y que, por tanto, no estaba acostumbrada a la convivencia con vecinos. Se quejaban al Ayuntamiento por no poder aparcar o dormir por la noche y, claro, no casaban con el espíritu popular y festivo del barrio viejo. Es otra manera de vivir.

Un buen ejemplo del carácter popular y solidario de las fiestas lo encontramos al inicio de la Guerra Civil…

Sí, se trata de un descubrimiento reciente. El 19 de julio de 1936, cuando estalla la sublevación fascista contra la república democrática, el presupuesto de la fiesta mayor ya estaba preparado. Pero, por supuesto, ese año no hubo celebración en Gràcia. Y en el ‘37, cuando empezaron los grandes bombardeos contra la población civil, se decidió que el dinero que iba a ser para la fiesta, se utilizara para excavar refugios bajo las plazas del barrio. Así, con lo recaudado por las asociaciones de vecinos, sin ninguna ayuda del Ayuntamiento, mujeres, viejos y niños se pusieron manos a la obra (los hombres estaban en el frente).

Dices que la fiesta se reinventó en los años `80, con la recuperación popular de la calle después de tantos años de franquismo. ¿Cómo continuó ese proceso de cambio una vez instaurada la democracia? 

La gran transformación de la Fiesta Mayor la trajo el relevo generacional que empezó a producirse en los años ‘90. Cuando los hijos fueron sustituyendo a los padres que dejaron de participar activamente, desencantados con los resultados de la democracia. Los jóvenes recuperaron ese espíritu reivindicativo y en el barrio comenzaron a aparecer los movimientos okupas, independentistas o libertarios que revitalizaron la acción popular. La fiesta entonces empezó a expandirse y dejó de estar concentrada en el barrio del Carme (toda la zona que rodea la Plaza Raspall y la calle Progrès) como sucedía antes.

¿Los jóvenes no participaban de la organización de la fiesta?

No, hasta esta época la fiesta pertenecía a los cotos privados de algunas familias. Si bien en el momento de adornar podían ser cien personas las que estaban ahí, las decisiones durante todo el año las iba tomando una pequeña junta formada por la nena, el padre (que es el que manda) y la abuela. En tiempos difíciles, cuando la cosa decae y se vuelve un poco cutre, la junta la acaba formando lo peorcito de cada casa. La gente quiere participar cuando se trata de un proyecto que apetece, no que da lástima.

Hace 8 años, a raíz del asesinato de Roger, el chico al que degollaron los neonazis en vísperas de las fiestas, el Ayuntamiento me pidió que organizara un debate sobre la Fiesta Mayor de Gràcia. Fueron 114 personas y 300 horas de discusiones, todo el mundo opinando, desde los curas hasta los anarquistas. La principal conclusión fue la necesidad del relevo generacional. Hubo un acuerdo generalizado en favorecer que la gente joven reemplazara la organización y que la programación dejara de ser sólo para unos pocos cuarentones.

Y llegamos entonces al presente. ¿Cómo ves el desarrollo de la fiesta en la actualidad?

Por suerte, aunque las autoridades se empecinan en controlarla, la fiesta explota. Hay mucha policía y mucho protocolo pero la fiesta es cada vez menos controlable y, por tanto, más fiesta. ¡Son más útiles los urinarios que los policías! Porque, realmente, no hay inseguridad, el espacio festivo está salvaguardado por la propia gente que es pacífica y fantástica. Lo que sí es necesario es el freno de motor que se está poniendo desde la organización para repartir a las 50 mil personas que pasan por el barrio cada día. Existe un límite de espacio, cabe la gente que cabe, no dan abasto los baños y el ruido se nota. De ahí, por ejemplo, el aumento de actividades diurnas. Hay que organizar la fiesta, ordenarla inteligentemente pero no reprimirla. El ambiente que se da en el barrio es un milagro espléndido.

¿Qué efectos está dejando la crisis en la fiesta?

Llenazo total. ¡Pues claro! En épocas de crisis la fiesta crece. Hay más necesidad de pasarlo bien y entonces se crea una reciprocidad generalizada, la gente comparte lo que tiene y cena de fiambrera, tan contenta.

¿Y los recortes?

Bueno, el reto de la fiesta de aquí en adelante es conseguir la autofinanciación. El adorno de cada calle cuesta 6 mil euros de promedio y ahora depende mucho de las subvenciones y los sponsors. La emancipación pasaría por conseguir que el dinero que entra a manos privadas de los bares, vaya a los bares o a las camisetas de la fundación de la fiesta. Se quiere reconvertir, por ejemplo, con un buen merchandising, la situación actual en la que la recaudación de un millón de visitantes no va a parar a las comisiones de las fiestas sino a los bares, que son quienes más ganan y menos colaboran.

¿Por qué ningún político quiere perderse estas fiestas?

Toda fiesta tiene sus rituales y nada de lo que pasa en ella es inocuo. La fiesta es un espejo de la sociedad; como tal, los políticos intentan presidirla y tener un lugar destacado en ella. Pero además no hay que olvidar que a la gente, en general, le encanta la parafernalia. Es la veneración del poder. Los monstruos los generamos nosotros.

¿Hay opositores a las fiestas dentro del barrio?

La fiesta ha generado también un rechazo, que se manifiesta en espacios antifestivos como la Plaza del Diamant o la de Joanic, donde vecinos y comerciantes han acotado el espacio con estructuras subvencionadas por el Ayuntamiento para montar especies de festivalitos tranquilos, suavecitos, con sillas, y que acaban pronto. Organizan su fiesta cuarentona para echar fuera a los jóvenes, a los independentistas.

Pero las fiestas alternativas mantienen su fuerza…

Claro, los jóvenes se han ido ahí donde los gitanos no pudieron estar más, a la plaza del Poble romaní. Hasta hace 5 años allí se realizaba la fiesta gitana y venían familias de todas partes de Barcelona a cantar y bailar. Pero tuvieron que suspenderla porque, como en la barra invitaban a todos los parientes, empezaron a perder dinero y la organización se arruinó.

Ahora, en la plaza Raspall, los gitanos acogen mejor que nadie a los jóvenes, a los movimientos sociales, a los independentistas. Sin duda, ellos saben lo que es defender la identidad de un pueblo, pese a todo.

Flor Ragucci

Redactora en Revista Rambla | Web | Otros artículos del autor

Periodista.

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