Cuando uno piensa en compositores influídos por el pensamiento schopenhaueriano inmediatamente le viene a la cabeza el nombre de Richard Wagner. Para bien o para mal, Schopenhauer y Wagner son nombres indisociablemente ligados. Nietzsche, en concreto, pensaba que para mal, pues en una carta dirigida a Malwida von Meysenburg fechada el 26 de marzo de 1885, se expresa sobre esta relación musical en los siguientes términos:

Alphons Diepenbrock«Por lo que respecta a la música: el último otoño hice, con detenimiento y curiosidad, la prueba de cuál es mi posición ahora ante la música de R. Wagner. ¡Cómo me repugna esa música sofocante, sobre todo histriónica y pretenciosa! Me repugna tanto como – como – como mil cosas, por ejemplo la filosofía de Schopenhauer. Es la música de un músico y un ser humano fallido, pero de un gran comediante – estoy dispuesto a jurarlo»[1].

Tenga el reconcomio personal parte de la culpa de tal maledicencia o no, es cosa ya discutida y analizada en multitud de ensayos, luego no nos atañe en absoluto tratarla ahora. Sin embargo, tampoco parece que el propio Schopenhauer habría percibido la penetración de su metafísica de la música en las partituras de un indeciso Wagner que, a la sazón conmovido sobremanera por el descubrimiento de la filosofía de aquél, le enviase por correo junto con unos libretos de El anillo de los Nibelungos. Es bastante conocida la reacción de Schopenhauer: le hizo saber como respuesta que tendría más futuro como poeta que como músico. Pero es que el genio de Danzig no podía, de repente, asimilar una música tan distinta de la de Rossini, al que admiraba profundamente. En el El mundo como voluntad y representación, leemos:

«Nadie se ha guardado tanto de este error como Rossini; de ahí que la música de éste hable tan clara y puramente su propio lenguaje, hasta el punto de que no precisa de las palabras y por eso también surte todo su efecto al ser interpretada con instrumentos orquestales»[2].

Y es que, al hilo de su argumentación, pero salvando las distancias entre ambos compositores, el estilo compositivo de Wagner es comparable al de Haydn, por cuanto que no lograrían ofrecer los universalia ante rem y los universalia in re que sí lograba Rossini, sino que decepcionantemente sólo, Wagner en sus óperas, Haydn en su música figurativa, los universalia post rem, esto es, lo que se deduce después en el concepto, de igual modo a como hacen las artes cuyos resultados no alcanzan a ser trasuntos de la voluntad y devienen por tanto, en un arte de menor calidad. Al margen de esto, por supuesto, serían musicalmente incomparables. Queda claro, pues, que si hay una manera unívoca de conmover y excitar a la voluntad es, indefectiblemente, la de Rossini. Pero el factum que nos ha legado la historia de la música es tan diferente que aun diríamos que desmiente la anterior opinión; que, contra la creencia de Schopenhauer de que no podía representarse el eterno vaivén de la voluntad, la cual se debate infinitamente en un querer que jamás la satisface por completo, mejor que por medio de los ritmos nerviosos de la música de Rossini, de sus graciosas melodías que como puñales se clavan en la carne de la tragedia mediterránea; decimos, pues, contra esto, que en el legado recogido por la posteridad no se encuentra la menor señal de esa tan evidente analogía. Pues muy al contrario de lo que hubiese esperado y deseado Schopenhauer, toda vez que un compositor se ha sentido inspirado por la prescriptiva voluntarista ha cortado su música por el patrón wagneriano y, en menor medida, bruckneriano; mas en nada por el del gracejo rossiniano.

Y es aquí adonde queríamos llegar: a la presentación de un compositor pretendidamente schopenhaueriano que, por algún lance oculto, el destino todavía no ha querido reconocer. Permanece en la sombra que proyecta el Éboro de las infames corrientes musicales contemporáneas el holandés Alphons Diepenbrock. En este brevísimo artículo se expondrá, a grandes rasgos, la filosofía que le subyace.

Alphons Diepenbrock (1862 – 1921)

Considerado el compositor holandés más importante de principios de siglo XX, Alphons Diepenbrock nació el 2 de septiembre de 1862 y murió el 5 de abril de 1921. Además de músico fue profesor de filología clásica, traductor y un muy ingenioso ensayista.

Pese a la ingénita genialidad musical que ya testimoniaba el niño Alphons Diepenbrock, sus padres no aceptaron ingresarle en ningún conservatorio, y no tuvo más remedio, por consiguiente, que aprender por sí solo los sublimes ingenios del arte de Orfeo. Este autodidacta, sin embargo, no dedicó todo su tiempo al violín y al piano: sus devaneos intelectuales no se escaparon del atractivo mundillo de las lenguas clásicas que ofrecía la Universidad de Ámsterdam. Así, en lugar de empuñar el cetro y dirigir su recién estrenada sinfonía, tal y como era habitual en aquella época decimonónica tras la finalización de los estudios en el conservatorio, bajo la férula de un Brahms, de un Max Bruch o de un Bruckner, en 1888 este artista desviado se doctoró en filología con una tesis sobre Séneca. Para su consuelo y el nuestro, al menos no se expuso a las invectivas furibundas de un profesor envanecido, como le ocurrió al limfático y lunático Hans Rott (1858 1884), que enfermó mentalmente tras las despiadadas críticas que le profiriese Brahms. ¿Qué relevancia histórica hubiese tenido el joven Rott de no haber muerto prematuramente? Es cosa que nos hemos perdido para siempre; lástima.

Y sin embargo, Alphons Diepenbrock, a pesar de que vivió más que este último e incluso se codeó con figuras de la talla de Willem Mengelberg (1871 1951), Gustav Mahler (1860 1911) y Claude Debussy (1862 1918), es menos conocido que él. Sin desmerecer el justo lugar que el tiempo ha reservado en la historia de la música a Rott, esto es, como ascendiente en la moderna sinfonía mahleriana, nos parece sin embargo injusto, también, que apenas su nombre figure como un precursor, y desde aquí aprovechamos para vindicar su prodigiosa Sinfonía en E mayor (1880), a la cual elogia Mahler sin tapujos:

«Lo que la música ha perdido con él es inconmesurable. Su primera sinfonía, escrita cuando sólo era un joven de veinte años, prácticamente se eleva a unas alturas de genialidad que lo hacen sin exageración el fundador de la Nueva Sinfonía tal y como yo la entiendo… Su naturaleza es tan parecida a la mía que se diría que ambos somos como dos frutos del mismo árbol, producidos por el mismo simiente, alimentados por el mismo aire. Podríamos haber tenido infinidad en común. Tal vez ambos hayamos podido ir juntos, hasta cierto punto, hacia el agotamiento de las posibilidades de esta nueva época musical que a la sazón amanecía»[3].

Pero volvamos a Alphons Diepenbrock. Rebuscando a consciencia entre los vestigios del pasado en la hemeroteca castellana de la Biblioteca Nacional de España, sólo me he topado con una alusión a su nombre por una tal holandesa Nora van Tricht, que a raíz de su estancia en el balneario de Scheveningue relata los conciertos que allí tuvieron lugar en la temporada de 1929 1930; concretamente ésta:

Más no me ha concedido la suerte encontrar. Así, pues, que frente a las decenas de resultados que aparecen cuando introducimos los nombres de quienes fueron puntualmente consagrados por la fama, como el del mediocre Heinrich Marschner (1795 1861) o el del irregular pero en ocasiones salvable Friedrich von Flotow (1812 1883), el que sobre el nombre de Alphons Diepenbrock haya caído tal velo de silencio no tiene por qué sorprendernos. Y es que el recuerdo propende a ejercerse cuando evoca diversión y algazara, pero no cuando existe la posibilidad de ensombrecer el presente, como es el caso de la mayor parte de las obras de Alphons Diepenbrock, pináculos de tragedia desplegados a lo largo y ancho de legendarios, arrebatadores y dolorosos poemas de los grandes de la tragedia griega y del romanticismo alemán. Intensa es, por ejemplo, su pieza Die Nacht [La noche], inspirada en la elegía de Hölderlin, para Alto solo y Orquesta.

Podríamos atribuírle a la suerte del propio Alphons Diepenbrock las siguientes palabras del poema de Hölderlin: «[…] el tañido de cuerdas resuena en jardines lejanos». Pues el cromatismo de sus notas no nos interpelan sino, como ya hemos visto, en lontananza, solitarias, arrestadas por un celoso horizonte, como el sonido casi extinguido de aquellos cencerros que Leopardi oía desde su lecho y que le sumían en la dulce melancolía de los viejos días. Y me repito: «¿Quién se acuerda del viejo holandés?».

Muy próximo a nosotros, en 2002 se acordó de él Juan Carlos Olite, profesor de filosofía en la Universidad de Zaragoza, quien escribió un artículo de un par de páginas a propósito de nuestro maestro holandés en la revista Ritmo. Con no poco acierto, escribe:

«Las melodías de Alphons Diepenbrock son verdaderamente hijas, legítimas hijas, de la palabra, del sentir ritmo y cadencial del verso. Las sílabas se declaman suave, lentamente, dejando que se escuche cada palabra con un énfasis sagrado, haciendo del lenguaje una revelación metafísica, recordándonos el milagro de la palabra como máximo producto de la naturaleza»[4].

Ciertamente, por el acento que el autor deja caer sobre la palabra, pareciera que se está hablando de Proust, más que de un músico. Pero es que sus melodías son como hechizos y, sus ritmos, como la respiración de un dragón tras un manto espeso de nieve. Su música, que primeramente accede por los oídos termina, en suma, apoderándose del espíritu entero; y tal es el buen éxito de que goza uniendo palabra e instrumental que, por cierto, «el ánimo no sabe que filosofa»[5].

En 1888, el año de su doctorado en filología, compuso tres lied a raíz de poemas de Uhland, Goethe y Heine. De éste último su poema Es war ein alter König [Hubo un rey, ya envejeciendo] en escalas menores, del que también podríamos rescatar su última estrofa para dar cuenta del destino del compositor: «¿Conoces el arcano cantar? Suena tan verdadero: ¡suena tan dulce! / Ambos tuvieron que morir, de amor / de un amor muy profundo». Es difícil superar la belleza con que amarida el vigoroso canto del barítono con la nostalgia de una melodía que parece estar al borde del óbito:

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Al tiempo que componía obras como ésta fue nombrado maestro de lenguas clásicas griega y romana en una escuela de Bolduque (‘s-Hertogenbosch), cargo que ejerció hasta 1894. Fue durante este período cuando escribió, quizá, su pieza más sublime y más recordada: la Missa in die festo (1890).

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Es aquí donde el genio de Diepenbrock se manifiesta como la emanación plotiniana del Espíritu afectivo: desprendiéndose en otro mundo, el profano, sin perder sin embargo su divino encanto indisociablemente fundido con la Belleza. En esta misa logra quebrar el principio de razón suficiente, pues el canto a Dios en tanto que evocación suya no consiente escisión alguna, ni temporal ni espacial, y se eleva con el impulso ígneo de un serafín a los confines indiferenciados del Uno. El órgano irrumpe como la resonancia de unos días muertos que, despaciosamente, principian en el movimiento a causa de un arcano y desconocido impulso eléctrico. Entonces, a esta inopinada fuerza se suma, también paulatinamente, el canto del coro renacentista. Y la unión de ambas fuerzas se entrevera en una sola, sintetizando por tanto la esencia de una época que hasta Alphons Diepenbrock dormitaba en el ocaso de los tiempos, la polifonía del siglo XVI, con el por entonces actual impresionismo. Y la música se troca en filosofía, en la mismísima actividad autocreadora de la voluntad, donde «sólo existen las pasiones, los movimientos de la voluntad y, al igual que Dios, sólo ve los corazones»[6]. En esta misa, sagaz y atrevida como la sinfonía más convulsa de Beethoven, se realiza «la concordia discordante de las cosas»[7]. Las voces, siempre tan humanas, cuyos clamores no dejan de elevarse para tratar de llegar a la piel de Dios, se hacen aquí carne de Él, luego quedan hipostasiadas y se hacen suprasensibles aun participando, a su vez, de la carne, la sangre, la bilis y el cuerpo, que no es sino un odre de vergüenza en un instante tan sobremanera elevado como el que está teniendo lugar. Luego las voces van apagándose y el eco del órgano permanece resonando en espacios infinitos, deslizándose allende el tiempo y el espacio, llegando adonde el hombre con su cuerpo jamás logrará, y penetrando el espíritu de todos los seres despertando su parte divina allí donde mora dormida. El ritmo se paraliza; pasan los cuarenta minutos de ejecución. Y en los diez restantes alguien desgarra el silencio con su grito afinado, al que se añade una multitud de voces tanto más varoniles; y el gigantesco instrumento, coloso y súbdito de Dios vuelve a expectorar unas notas más; y en un acto de amor ilimitado las voces y el órgano quedan reunidos, cantando al son de la vida del Espíritu. Suave armonía, colores inflamados, el azur del cielo descompuesto en los vitrales, todo, sin excepción, va acompasándose a la medida del éxtasis amoroso. Y así continuando durante unos minutos más, de pronto, la fraternidad se consuma: el hombre, la voz, comprende la música, y el órgano, la música, por su parte comprende al hombre. Y en esta apocatástasis sonora el hombre se reintegra en la Música, y la Música en él.

Siento, empero, al contrario de lo que pensaba August Wilhelm Schlegel, que las palabras no son capaces de todo, y menos, de transmitir siquiera una mácula de la verdad que se despliega en el arte. Quizá sean las palabras hasta cierto punto idóneas para platicar con la pintura, tal y como demuestran A. W. Schlegel y Caroline Schlegel en la obra que juntos escribieron, Las pinturas, dentro de la cual se halla una edificante teoría de cómo debería trasplantarse la experiencia visual a la palabra escrita. Pero me temo que no pasaría lo mismo con la música, ya que ésta «no presenta, al igual que todas las otras artes, las ideas o niveles de objetivación de la voluntad, sino que presenta inmediatamente a la voluntad misma»[8].

De todos modos, aunque no alcancemos a sentir en las sonoridad de las palabras lo que se siente en sonando la música, no quiere decir que no podamos inquirir si, por cierto, la música que suena se adecua a las palabras que juntamente conforman las teoría que las funda: la schopenhaueriana. Aquí nos limitaremos a dar un par de pinceladas, dado que este artículo no pretende otra cosa que ejercer a modo de llamada sobre el nombre de Alphons Diepenbrock para que el lector, por su propia voluntad, lleve sus investigaciones adonde él más prefiera.

Nos serviremos, para el comentario estrictamente filosófico, de la pieza para orquesta Im grossen Schweigen [En gran silencio], basada en un conocido aforismo de Nietzsche. Pertenece éste al aforismo número 432 de Aurora, y dice así:

«Junto al mar nos olvidamos de la ciudad. Las campanas tocan el avemaría con un sonido fúnebre aunque dulce en esta hora crepuscular. Aguardad un poco más. Todo se encuentra ahora en silencio. Se extiende el mar pálido y brillante. No puede hablar. A esta hora de la tarde, el cielo representa su eterno papel, revestido de rojos colores, de tintes amarillentos y verdosos. Las rocas y arrecifes que se precipitan en el mar como tratando de encontrar un lugar más solitario, tampoco pueden hablar. Hay una íntima quietud. ¡Qué hermoso y qué cruel es este gran silencio que nos sorprende repentinamente! ¡Qué doblez encierra esta belleza muda! ¡Si quisiera, ¡cuántas cosas diría y qué malas serían estas cosas! Su lengua y la doliente felicidad que hay impresa en su rostro no es más que malicia para burlarse de su compasión. ¡Que así sea! No me avergüenza servir de risa a semejantes poderes. Pero yo te compadezco, naturaleza, porque te han de hacer callar, aunque no sea sino la malicia lo que te hace enmudecer. Sí, me apena tu malicia.

Mira cómo aumenta el silencio y cómo se oprime y se espanta mi corazón ante una nueva verdad; tampoco él puede hablar; se ha puesto de acuerdo con la naturaleza para burlarse también. Cuando la boca trata de pronunciar palabras en medio de esta belleza, mi corazón disfruta con la dulce malicia del silencio. En medio de éste, la palabra y el propio pensamiento me resultan odiosos. ¿Acaso no escucho detrás de cada frase la risa y el error, la imaginación y la ilusión? ¿Habré de burlarme de mi compasión y de mi propia burla? ¡Oh mar! ¡Oh tarde! ¡Sois seres malignos!: enseñáis al hombre a dejar de ser hombre. ¿Habrá de abandonarse éste a vosotros y convertirse en lo que sois vosotros, algo pálido, brillante, mundo, inmenso, aquietado en sí mismo, elevado por encima de sí?»[9].

Y suena así:

Escuchémosla. Comienza en calma, con unos tímidos golpes de tambor que pronto se extinguen y que recuerdan a la célebre marcha fúnebre de Purcell. Por detrás, unos pellizcos intermitentes a las cuerdas de los violines. En el silencio algo despierta, pues casi sin reparar en ello van introduciéndose los instrumentos. La inquietud teme por sí misma y, como cada día durante infinidad de siglos, observa cómo se apagan sus colores al son del crepúsculo. La quietud toma su relevo, con su infinita sombra que todo lo abraza. Y cuando parece que va a consumarse el dolor cósmico, cuando, como siempre, parece que va a estallar una conflagración sobre la tierra, el mar y los pájaros y va a hacer de ellos una espiral de imágenes desgarradas, de pronto, la noche cae suave y dulce sobre el día. Y no hay fiera que no se sienta acariciado por ella. Las rocas y los arrecifes se duermen; los pequeños peces se detienen y flotan, suspendidos, sobre la ligera arena del fondo de los océanos; las aves pliegan sus hermosas alas y sin causar el menor ruido se ocultan bajo los aleros de la iglesia.

Ya después de este recogimiento de la naturaleza Nietzsche puede, por fin, ofrecer un bálsamo a su espíritu convulso. Entonces la voz rasga las vestiduras del cielo e irrumpe en el espacio. Y esta voz, porque no hay voz salvo la del hombre, se hace a imagen y semejanza del Verbo creador. Es esta estampa prodigiosa la que le impele a pronunciarse, pero ¿quién es él? ¿Nietzsche? En absoluto. ¿Quién, entonces? Recuerda al punto aquellas palabras nunca escuchadas de su viejo educador: «Eres un sujeto puro, un sujeto avolitivo». Y se espanta de haber dejado atrás su humanidad. Ahora un clarinete se clava en su carne y termina por sacarle de su estado beatífico. «¿Quién soy yo», se pregunta. Pero la naturaleza enmudece: nunca ha dado respuestas. Y en pos de este estado de ánimo, las melodías de Alphons Diepenbrock se ensombrecen; el barítono, por su parte, no sabe si dejar de cantar, y en el timbre de su voz hallamos la insatisfacción de la voluntad. El hombre y la naturaleza se vuelven ridículos; Nietzsche se siente víctima de otro de sus episodios auto-indulgentes: la graciosa percusión de un xilófono adelanta a todos los demás sonidos de la orquesta y marca el tono general del momento. Mas, sólo era un trámite de la voluntad antes de volver a su incesante deseo.

El violín, hasta ahora testimonial, se abroquela en la voz del hombre y apuñala con sus agudos el espíritu desnudo de la naturaleza. Nietzsche, pues, comprende inmediatamente que la naturaleza corre pareja a él, que también ella es víctima de sí misma y, por ende, del hombre. Que el destino, en definitiva, le ha crucificado provocándole los dolores más abominables, sí, pero que, asimismo, con ello le ha dotado de la capacidad de trascenderse a sí mismo por medio de este calvario universal. Pero se ha adentrado tanto en su dolor que el camino que tiene tras de sí ha ido desdibujándose. No le queda, en consecuencia, más opción que continuar abriéndose paso a través de sus heridas y hacer de ellas el recorrido de la caída del hombre en la historia. Y esto sabe comunicárnoslo muy bien Alphons Diepenbrock: enérgicos pero lejanos soplos de trombón, una masa cristalina que centellea y una última despedida a cargo del arpa, delicadas notas como angulosos dedos deslizándose sobre la piel lacerada del redentor. Los párpados pesan y se cierran. Y la flauta exhala el postrer suspiro de vida.

Se acabó la poesía, el arte y la metafísica. Luego, después de esta pieza, ¿cómo seguir creando? Es ésta la pregunta fundamental que a Alphons Diepenbrock le urge responder. El secreto, sin embargo, asoma la cabeza, ríe y vuelve a su escondite; se nos muestra y se oculta, desaparece y aparece, grita y susurra; una vez le habla al viento y otra, al hombre. Porque el secreto es voluntad, y la condición que impone por revelarse supone, desgraciadamente, nuestra disolución, dado que nosotros no somos sino esa voluntad que se sutrae a existir. ¿Qué músicos habrán al menos hecho el intento de transponer los misterios de la voluntad a su música? No demasiados, si uno de más elevados iniciados continúa siendo, para el público y la crítica, no más que un resto inerte del pasado.

[1]   Nietzsche, Friedrich. Correspondencia V. (Enero 1885 – Octubre 1887). Trotta. Madrid (2014), [p.53].

[2]   Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación II. Alianza. Madrid (2013), [p.482].

[3]   Traducción mía del inglés de un extracto de la conversación entre Gustav Mahler y Natalie Bauer-Lechner. Bauer-Lechner, Recollections of Gustav Mahler, London (1980), [p.146].

[4]   Olite, Juan Carlos. Alphons Diepenbrock. Ritmo, nº 738 (2002), [p. 106-107].

[5]   Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación I. Madrid (2013), Alianza, [p.486].

[6]   Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación II. Madrid (2013), Alianza, [p.590].

[7]   Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación II. Madrid (2013), Alianza, [p.592].

[8]   Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación II. Madrid (2013), Alianza, [p.588].

[9]   Nietzsche, Friedrich. Aurora. M.E. Editores, Madrid, [p. 225].

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