Ilustra Ricardo Jurado.

«Las huelgas avisadas con 5 o 10 días de antelación pierden fuerza, pero una huelga a la brava, sin preavisar, es ilegal y no la hará nadie». «El apoyo mutuo es nuestra mejor arma, pero las huelgas por solidaridad son ilegales». En el tiempo que llevo en la lucha sindical, las anteriores son frases que he oído a menudo. Estoy seguro de que, como yo, muchos otros compañeros y compañeras. Las hemos sentido y las hemos pensado y dicho. Reflejan una auténtica paradoja que sintetiza de manera rápida y directa una de las principales limitaciones de la actual sindicalismo en España. La regulación del ejercicio de la huelga, que se vendió como la salvaguarda del derecho de hacerla, de facto la ha descafeinado, ha erosionado su fuerza y, con el tiempo, ha hecho que la vamos interiorizando como la forma lógica de proceder. El camino donde estamos abocados no es fácil y, si dejamos de ser útiles los sindicatos, nuestro futuro es más bien magro. Por lo tanto, si queremos ser algo más que un recuerdo de glorias pasadas de la clase trabajadora, es imperioso que reaccionamos.

Este escrito nace de esta preocupación. Y se alimenta de una serie de reflexiones que los últimos años hemos compartido varios compañeros, generalmente como debates y discusiones de cara a decidir actuaciones en situaciones específicas. En cambio, prácticamente nunca las hemos podido poner por escrito, por aquello de que la fuerza del día a día te empuja y no te deja tiempo (una excepción es, entre otros, este escrito que ya hace años escribí y que sigo pensando que es vigente). Tampoco quiero ocultar que las huelgas generales y jornadas de lucha de los días 3 de octubre y 8 de noviembre han acompañado las ideas que intento plasmar a continuación. Sin embargo, quiero aclarar que este texto no pretende hablar del sentido de las dos huelgas en la situación actual que vivimos en Cataluña, ni los porqués de los diferentes planteamientos de cómo posicionar a ellos como sindicato. Quiero hablar de las huelgas, y de nosotros. Y lo haré por puntos.

confrontación que, como trabajadores / as hacemos a quien nos explota. Por lo tanto, se refiere a la contra y se hace a favor. A favor de nosotros y de nuestros compañeros y compañeras, que compartimos el hecho de ser trabajadoras y trabajadores y de sufrir una situación de desigualdad. Y en contra de quien controla y se apropia de los frutos de nuestro trabajo. Generalmente la hacemos para resolver una situación que percibimos que es lesiva hacia nosotros, es decir para mejorar nuestra posición, o para evitar una degradación de nuestras condiciones de vida y de trabajo. En una realidad de intereses contrapuestos, la huelga es un instrumento. En la medida en que tiene éxito, nos permite alcanzar al menos una parte de nuestras aspiraciones. Asimismo supone un prejuicio para quienes nos explota, que ve como no puede alcanzar unos objetivos concretos y que le imponemos unas determinadas condiciones.

En este sentido, la huelga como herramienta de lucha se contrapone a la noción liberal de democracia. En esta última, es posible llegar a consensos entre opiniones diversas. De hecho, es por eso que generalmente los y las políticas profesionales hablan de «adversarios», destierran el concepto de «enemigos» y hacen un fetiche de la noción de «consenso».

Del punto anterior se desprende que toda huelga es una herramienta. Es útil porque nos permite alcanzar unos objetivos. Lo tenemos claro, aunque a veces uno puede caer en la tentación de hacer de la huelga un fetiche, una especie de objetivo en sí mismo. Y, precisamente, la huelga es un útil cuando otorga a quien la hace una capacidad de presión. De presionar a un empresario o una administración que, precisamente porque ostentan «poder» sobre nosotros (lo que les da el monopolio de los medios de producción y la política) en un escenario normal nos mantienen en una posición de subordinación. Por lo tanto, una huelga debe buscar construir esta fuerza que debe doblar a quien no quiere ceder, a quien no quiere moverse. Es decir, busca dotarnos de capacidad para obligar. En palabras coloquiales, persigue ejercer coerción sobre los patrones, empresas y administraciones. Concretamente, sobre aquellos / as contra quien se hace.

Bajo esta premisa, el fin de toda huelga es detener la producción en un centro de trabajo, en un sector o en un territorio concreto, en función de su naturaleza y alcance. A nadie se nos escapa que cuanto más masiva y multitudinaria, más viable es que resulte exitosa. Pero tampoco debemos pasar por alto que el hecho de que una huelga tenga un amplio seguimiento nos garantiza, necesariamente, su fuerza. En nuestra historia reciente tenemos múltiples ejemplos en este sentido y algunos los he mencionado en otras ocasiones. Del mismo modo, tampoco debemos pensar que la fuerza de una huelga radica únicamente en el hecho de que los trabajadores no vayan a trabajar. Detener la producción, detener el funcionamiento ordinario de las cosas e imponer otro, lo podemos hacer de varias maneras. Lo podemos hacer, por ejemplo, en una huelga de celo o alterando voluntariamente los ritmos de trabajo. Recientemente la situación en los puntos de control del aeropuerto del Prat o, ya hace más tiempo, la huelga de los controladores aéreos son dos ejemplos.

De una manera diferente, también se puede conseguir incidiendo en otros aspectos importantes del día a día, como por ejemplo la circulación de personas y / o mercancías. Las huelgas de los pasados ​​3 de octubre y 8 de noviembre en Cataluña nos muestran la capacidad que decenas o cientos de cortes de carreteras y vías de tren tienen para detener un país. En un formato específico, los bloqueos de refinerías en Francia de hace unos años o, los de los alrededores del año 2000 de los centros de distribución de combustible en Cataluña, también lo ilustran.

Todo ello nos sitúa en un escenario donde el fin de una huelga no es el recuento final de huelguistas. Del mismo modo que su éxito o fracaso no se mide a partir de la cantidad de personas que lo hayan hecho, que digan que la han realizado o que podamos decir que la han hecho. No. El éxito proviene de la fuerza de que nos ha dotado la huelga y si este empoderamiento nos ha permitido imponer nuestros intereses, aunque sea parcialmente. Así pues, no se trata de recontar huelguistas como quien cuenta votos dentro de urnas en una noche electoral. Ni que salir después diciendo que la cifra obtenida es buena (o mala) en sí misma. De hecho, los medios de comunicación y el propio sindicalismo de concertación (y las administraciones y empresas) poco a poco han ido promoviendo este tipo de escenarios. De manera nada neutral porque, al hacerlo, distraen la atención del potencial real de toda huelga y lo desvían hacia una especie de falacia parlamentaria: «tanta gente ha hecho huelga y, por tanto, tú empresa me has de escuchar en el posterior proceso de negociación «. Un escenario, este, donde a menudo se prefigura una renuncia a la fuerza de la huelga.

Si la utilidad de una huelga depende de su capacidad de presión, el recuento formal de huelguistas es irrelevante. A nosotros nos puede servir para fortalecer una conciencia colectiva ( «nosotros, las y los que hacemos huelga») que puede contribuir a consolidar nuestro poder coercitivo. Pero, más allá de eso, tampoco es relevante de cara al desarrollo de una lucha que, como decía, depende de su capacidad de subvertir la normalidad. Y esta capacidad, tanto nosotros como aquellos contra quienes hacemos una huelga el evaluamos por otros medios: cuantas líneas cerradas, cuántas aulas vacías, cuántos trenes sin circular, cuántas pedidos sin entregar … cuál descenso de la facturación, etc.

En este contexto, algunas batallas que hemos librado para conseguir el reconocimiento de una huelga quizá pierden relevancia. Un ejemplo lo tenemos en la Parada de País del pasado 3 de octubre, diseñada por parte de una parte de los poderes de toda la vida por el contrario programar una convocatoria de huelga general sin en sindicalismo oficial que parecía que tendría una repercusión demasiado elevada . Otro lo podemos encontrar en algunos colectivos de trabajadores / as que no fichan y sobre quien la empresa tiene un menor control, como en algunos sectores de las universidades. Hay que decir a la empresa que se ha hecho huelga y facilitarles así, de manera voluntaria, la retención de parte del sueldo? O lo importante es hacer la huelga, hacer que la huelga nos dote de una fuerza que antes no teníamos? De hecho, cuando más trabajadores / as puedan alterar la producción capitalista en nuestro provecho y menos de ellos / as sufran una retención salarial, no nos favorece a nosotros? Son preguntas que me hago … Obviamente, en función de las respuestas deberíamos replantear algunas actitudes siempre con el fin de concentrar los esfuerzos en hacer efectiva la lucha, y en el apoyo mutuo y solidaridad entre nosotros.

A nadie se nos escapa que la mejor acción de lucha es aquella que coge desprevenido a nuestro enemigo. Del mismo modo, también tenemos muy claro que la solidaridad y el apoyo mutuo, así como

generalizar las acciones, son también nuestra mejor arma. Ahora mismo, la regulación de las huelgas hacen que esto sea difícil poder conseguirlo. Las huelgas por solidaridad no están permitidas. Dejar de trabajar de golpe, sin previo aviso, y detener un centro productivo, tampoco. Al menos al amparo legal de este derecho de huelga diseñado para hacerlo asumible por el capital. De hecho, eso lo tenemos tan claro que en muchos ambientes sindicales se habló más de la legalidad o no de la pasada convocatoria de huelga del día 8 de noviembre, que de si se quería o no apoyar y, en caso afirmativo, apoyarla. Todo un indicador de cómo, a fecha de hoy, el conjunto de los trabajadores hemos interiorizado de manera muy general que una huelga, o es legal, o no es. Paradójicamente, algunas de las huelgas míticas que perviven en nuestra memoria colectiva, desde la de La Canadiense de 1919 a la de la Roca del 1.976-1.977 (y tantas otras) no lo fueron, de legales. Y tuvieron fuerza.

Es decir, tenemos un problema. Tenemos una herramienta, la principal herramienta de lucha como trabajadores / as, la huelga, bastante erosionada en su poder. Tanto por las limitaciones legales que se le imponen como para la asimilación, progresiva y gradual que los trabajadores hemos hecho de esta modalidad de huelgas domesticadas. Es cierto que en algunas ocasiones hemos conseguido avances y, incluso, victorias. Pero también es igualmente cierto que una buena parte de las huelgas acaban como escenificación de una protesta y, en el mejor de los casos, en victorias pírricas. Aparte, no debemos olvidar que muy a menudo, cuando una huelga obtiene conquistas, es porque en su desarrollo hemos incorporado acciones que van más allá del hecho de no ir a trabajar, ya sea socializando el conflicto, incorporando formas complementarias de presión en la empresa, a proveedores y clientes, etc.

Estoy convencido de que no podemos tardar mucho en intentar cambiar el círculo vicioso que he mencionado en el último punto. Igualmente, creo que esto que estoy planteando ya está en las cabezas de muchos compañeros y compañeras. Sabemos de las dificultades que conlleva hablar de ello, porque a menudo no queremos, de manera consciente, poner todos los puntos sobre las «y» ‘s. También sabemos de los riesgos que conlleva replantear algunas formas de lucha. Hemos visto la represión de cerca, la hemos sufrido, y también hemos experimentado como desde hace unos años se está endureciendo. Y siempre un poco más.

En el otro lado de la balanza tenemos la convicción de vivir en una sociedad en conflicto. Convicción que implica «normalizar» la represión laboral, social y política como una característica más del propio estado de las cosas. Pero que también nos hace tener claro que, la manera de neutralizar precisamente esta represión es que nuestra fuerza sea que la haga inviable. Y para conseguirlo, sabemos que hay que replantear algunos de los métodos y de nuestras prácticas habituales. Siempre vamos vemos referentes, aquí y allí, de cómo hacerlo. Estas últimas semanas, también. Habrá que pensar cómo nos lo hacemos. Básicamente, porque las huelgas no pueden dejar de ser herramientas reales de lucha.

Seguramente este escrito no dice nada nuevo. Pero no está de más recordar ciertas cosas.

Arqueólogo, doctor en Prehistoria y profesor de la UAB. En 2014 fue elegido secretario general en Cataluña del sindicato anarcosindicalista CGT. Forma parte de los nuevos dirigentes anarcosindicalistas en relación con los movimientos sociales y el independentismo. En Terrassa formó parte de la Asamblea de Okupas.

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