Coldplay durante una actuación de la gira A Head Full Of Dreams en el Estadio Rose Bowl.

Lo de Coldplay ha sido similar al cohete, cuya velocidad y colorido en su apogeo no evitan un descenso igual de vertiginoso. Asomaron sin complejos con “Parachutes”, y puñetazos del calibre de “Yellow”, “Don’t panic”, “Trouble” o “Spark”, en una época en la que declararte fan de Coldplay equivalía automáticamente a ganarte la etiqueta de freakie por simpatizar con grupos “desconocidos”.

El aterrizaje mediático propulsado por la sólida “In my place”, trajo perlas como “The scientist” o “Clocks” y un redondo “A rush of blood to the head”. Entonces, la misma persona que te había menospreciado por tus preferencias alternativas te pedía tímidamente el disco (y se subía al tren oportunista del momento para llegar donde tú estabas tres años antes). “Viva  la Vida” levantó el ánimo alicaído del mediocre X & Y” pero la nueva entrega ha hundido el listón en el fango.

El caso de Red Hot Chili Peppers es curioso. De iconos del funky a estandartes de un pop-rock más accesible (cambio camaleónico que también han sufrido Bon Jovi, Bryan Adams o Green Day, cada uno desde su respectivo punto de partida, pero todos ellos en la misma meta de rendición/dulcificación). Las cotas de excelencia del “Californication” nunca se superaron y la banda se despeñó barranco abajo, en una caída lenta de la que se resiente el 50% del “By the way” y tres cuartas partes del “Stadium Arcadium”. El segundo capítulo de la sección musical se engloba en la sección “Fiascos”.

COLDPLAY: “MYLO XYLOTO” (2011)

Empezaremos por lo básico: la rareza del título va directamente asociada al surrealismo del contenido y, por ende, a la incredulidad y la incomprensión. Tres años después de dejar al mundo atónito y boquiabierto con “Viva la vida”, un compendio de pop emotivo que dosificaba con habilidad su coqueteo mainstream, Coldplay nos cierra la mandíbula con un golpe brusco, con la misma furia con la que un director insatisfecho le da a la claqueta para anunciar la repetición de una escena durante un rodaje interminable.

Rascacielos barrocos cuyo interior está vacío, épica de máquina, despersonalización y, en general, un artefacto que ni podría pasar por el quirófano porque no hay pinzas con las que sujetarlo. El paso en falso del sobreproducido e insulso “X & Y” parecía ser cosa del pasado pero como mínimo sonaban a ellos mismos. Ahora, Chris Martín y sus secuaces han dado una vuelta de tuerca en sentido contrario hasta endurecer y petrificar el mecanismo y condenarlo a la oxidación.

La introductoria “Mylo xyloto”, una copia barata de “Life in technicolor”, deja paso a “Hurts like heaven”, ritmo de percusión adolescente y guiños techno hasta el estrabismo. Sigue con “Paradise”, enésimo intento de recrear una atmósfera emotiva tipo banda sonora, es decir, una fallida segunda parte de “Viva la vida”. El estribillo, que se canta con énfasis “Para, para, paradise”, contiene peligrosos ecos de la Madonna más “cutre-discotequera”.

Y así podríamos seguir, sin olvidarnos del single, “Every teardrop is a waterfall”, cuyo sampler de “El ritmo de la noche” es sonrojante (¿de verdad no la conocían o es que el alcance de aquella canción es exclusivamente latino?). Puede que en la noche de jolgorio guiri de Lloret sea una referencia…

Para aguar todavía más la fiesta, el nefasto refrito de Pet Shop Boys (en su fase de abducción “New York City Boy”) en “Princess of China” o “Up in flames”, con sampler del “Protection” de Massive Attack. El colofón va a cargo de dos temas intranscendentes que no llegan al minuto (“A hopeful transmission” y “M.M.I.X”) y son un interludio hueco entre vacío y vacío. “Mylo xyloto” te lanza a la estantería de cd’s para rescatar joyas del pasado y cerciorarnos que Coldplay tenía talento.

Nunca antes Coldplay había hecho honor a su nombre. ¿A qué juegan? Pues a un juego frío, sin un mísero oasis de calor en este desierto de hielo. Cuando un artista no tiene nada nuevo, interesante o diferente que decir, la vía más honrada es el silencio porque, en caso contrario, la flamante palabrería deslegitima la credibilidad de los discursos antiguos.

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