Atravesar Francia sin pisar los focos habituales de París, la Costa Azul o el Valle del Loira es descubrir un mosaico de paisajes, sabores y acentos que cautiva incluso al viajero reincidente. Hoy proponemos un itinerario que abraza cuatro territorios con carácter propio —La Rochelle, los Altos de Francia, el Jura y el Alto Rin— para demostrar que la “otra” Francia también merece el primer puesto en tu lista de escapadas.

La Rochelle: la llamada del Atlántico

Pocas ciudades portuarias conservan tan vivo el pulso marinero como La Rochelle. Fundada por los templarios y convertida después en emporio hugonote, la capital de Charente-Maritime despliega un casco antiguo de piedra caliza blanquísima que parece reflejar la luz del océano. Más allá de sus icónicas torres —Saint-Nicolas, la Chaîne y la Lanterne—, la ciudad es un laboratorio de sostenibilidad urbana: tranvías eléctricos, carriles bici que serpentean hacia Île de Ré y un mercado cubierto donde los pescadores venden todavía su captura de madrugada.

Qué no perderse

  • Paseo al atardecer por el Vieux Port; con marea llena, los reflejos anaranjados sobre el agua regalan una de las postales más fotogénicas del Atlántico francés.
  • Museo Marítimo: anclado junto a la dársena, reúne veleros históricos y un antiguo barco meteorológico reconvertido en espacio expositivo.
  • Cocina del mar: las ostras de Marennes-Oléron y el famoso “pineau” —licor local a base de mosto y cognac— son el maridaje perfecto para una cena frente a los pantalanes.

Idea clave: La Rochelle demuestra que se puede saborear la esencia atlántica sin renunciar a iniciativas eco friendly que inspiran a otras ciudades costeras.

Altos de Francia: patrimonio industrial y dunas infinitas

A dos horas y media al norte de París, la Región Altos de Francia teje un relato que va de las minas de carbón a los acantilados de Opal. Lille, su capital, mezcla arquitectura flamenca con universidades tan dinámicas que han convertido antiguos almacenes en incubadoras de “start-ups” culturales. Pero el gran descubrimiento se llama Costa de Ópalo: 120 kilómetros de playa salvaje donde practicar deportes de viento o contemplar, en los días despejados, los acantilados blancos de Dover al otro lado del canal.

Qué no perderse

  • Vieux-Lille: un laberinto barroco con fachadas de ladrillo y piedra donde las librerías cohabitan con cervecerías artesanas.
  • Centro Histórico Minero de Lewarde: visita imprescindible para entender cómo el carbón forjó la identidad obrera de la región.
  • Grand Site des Deux-Caps: la ruta de senderismo entre los cabos Gris-Nez y Blanc-Nez regala vistas de vértigo sobre el canal.

Idea clave: Altos de Francia reinventa su pasado industrial con un turismo cultural que apuesta por la memoria obrera y la naturaleza intacta.

Jura: la Francia verde que madura en silencio

Entre Borgoña y Suiza se esconde la región del Jura, una sinfonía de montañas calcáreas, cascadas y viñedos que producen vinos tan peculiares como el “vin jaune”. Aquí el viajero cambia el rugido del tráfico por el murmullo de los ríos y el tintinear de las hojas de haya. En invierno, las llanuras altas acogen discretas estaciones de esquí nórdico; en verano, los lagos glaciares se transforman en piscinas naturales de agua verde esmeralda.

Qué no perderse

  • Arbois y Château-Chalon, cuna del enólogo Louis Pasteur y capital espiritual del “vin jaune”; las bodegas abren sus barricas de savagnin maduradas bajo velo de levaduras durante seis años y tres meses.
  • Sendero de las Cascadas del Hérisson, donde siete saltos de agua escalonan el valle entre brumas y helechos gigantes.
  • La Ruta del Queso Comté, que enlaza cooperativas rurales con vistas a prados punteados de vacas montbéliardes.

Idea clave: El Jura reivindica un turismo lento, donde la armonía entre agricultura, artesanía y entorno natural se palpa en cada sorbo y en cada sendero.

Alto Rin: la Alsacia menos obvia

Cuando se habla de Alsacia, Colmar y Estrasburgo copan portadas. Sin embargo, el Alto Rin —departamento fronterizo con Alemania y Suiza— guarda tesoros como la ruta del vino más antigua de Francia o castillos en ruinas que vigilan los Vosgos. Mulhouse, su capital industrial, ha pasado de fabricar locomotoras a exhibir colecciones de coches de época en la Cité de l’Automobile. Y en los pueblos que cosen la ladera, las casas entramadas florecen en geranios hasta bien entrado el otoño.

Qué no perderse

  • Eguisheim, clasificado entre los “Pueblos más bonitos de Francia”, perfecto para pedalear entre viñas de riesling y gewürztraminer.
  • Castillo de Haut-Koenigsbourg, fortaleza del siglo XII restaurada por Guillermo II y colgada sobre un espolón rocoso.
  • Mercadillos de Adviento, donde los bredele (galletas de especias) y el vino caliente de canela justifican viajar en temporada baja.

Idea clave: El Alto Rin combina el encanto de las postales navideñas con un patrimonio industrial que reinterpreta la historia europea de la mecanización.

Consejos para hilar la ruta

  1. Mímate con el tren. Francia posee una red ferroviaria que enlaza La Rochelle, Lille, Besançon (puerta del Jura) y Mulhouse sin necesidad de coche. Menos emisiones y más paisajes desde la ventanilla.
  2. Planifica según estaciones. El Atlántico luce en primavera; el norte, con sus festivales de luz, seduce en otoño; el Jura brilla en invierno; la Alsacia aromática explota en diciembre.
  3. Integra experiencias locales. Una clase de cocina en La Rochelle, una cata de cerveza en Lille, una marcha nórdica en el Jura o un taller de pan de especias en Eguisheim aportan capas de autenticidad.

Una conclusión en movimiento

Recorrer estos cuatro territorios es entender Francia en 360 grados: el rugido salado de La Rochelle, la épica obrera de los Altos de Francia, el susurro forestal del Jura y el perfume vinícola del Alto Rin. Cada parada aporta un matiz —marinero, industrial, montañés, alsaciano— que invita a trazar rutas circulares, a repetir viaje con nuevos ojos y a escapar del cliché turístico. Porque, al final, lo fascinante de Francia no es solo su variedad geográfica, sino la capacidad que tiene cada región de reinventarse sin traicionar su esencia. Con un billete de tren en la mano y la curiosidad encendida, el resto lo pone el camino.

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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