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Ilustra Evelio Gómez.

No soy mayor y nunca lo seré. Veo de continuo el rostro ajado de los seres con experiencia, el alma mustia de tanta creencia en la desconfianza y en el rechazo sistemático de la vida; esas personas no son más ni menos capaces, arrastran tras de sí un sendero que les empuja tiránicamente a pensar que lo han vivido todo, sin necesidad alguna de cuestionarse que quizás los palos que les ha dado la vida, vengativa serpiente que aniquila todo lo que pretende imitarla, sólo sean lo peor que esconde, pero en ningún caso todos los que puede esconder. De tal modo puede uno toparse con frecuencia con sexagenarios que se arrogan la experiencia plenaria de la vida, cuando en realidad ésta les ha vencido con su malvada retórica del espectáculo, en ocasiones nefasta y ciega a todas luces a la inspiración.

Observo las distintas edades del hombre como algo extraño, ajeno, paradigmático, como si no me pertenecieran. Pero, finalmente, me abstraigo de tales sensaciones y llego a la conclusión de que toda vida es paralelismo de la existencia toda, que esos seres experimentados no se diferencian en nada de los jóvenes maniquíes del escaparate de la vida y el rumor, que todos somos todos en algún momento, y que, bajo esos cuerpos ajados y esas almas mustias, puede dormitar perfectamente el futuro de los maniquíes venideros. El hombre es reflejo del hombre y de su caminar se inculcan las costumbres y los valores que cada cual considera adecuados; que no somos más que maniquíes inmóviles a los que todas las mañanas se les colocan las ropas y las prendas más vistosas, aunque no necesariamente las de mayor calidad. Nos vestimos desde la inconsciencia más horrible hasta que llega ese día, bendito día, en el que nos desnudamos violentamente, rechazamos la vistosidad de lo precedente y acudimos en busca de nuestra propia identidad, nuestra esencia, aquello que nos define como individuos y no como maniquíes-tipo. Ese momento, cuasi providencial, resulta de una importancia capital, no sólo para comprendernos a nosotros mismos, sino para entender, tolerar y respetar la trayectoria errante, y frecuentemente no voluntaria, de los que nos preceden.

Quizás debiéramos romper el cuerpo, desgajar el maniquí que somos, quebrar sus partes y recomponerlas como si estuviésemos pintando Las Meninas de Velázquez o una Última Cena de Tintoretto; alumbrar el todo desde las partes y erigir el templo del alma, recogido e íntimo, pues un cuerpo de fuego y rabia encenderá el fósforo de la tierra que alimenta su despertar. ¡Rompe cuantos maniquíes encuentres!

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