Explicar el porvenir, comprender el origen de nuestras dichas y desdichas, o dar sentido a lo que nos está pasando ha sido, desde el origen de los tiempos, una de las grandes obsesiones de los mortales. Es así como han ido surgiendo no solo distintas explicaciones, sino también diferentes personalidades de acuerdo a la lógica empleada para afrontar las incertidumbres de la vida. De este modo, para algunos, la predestinación contiene las claves capaces de iluminar lo que está por acontecer. Al menos eso es lo que pensaban quienes como Sófocles sentaron las bases de la tragedia griega. Para ellos, una lógica oculta y misteriosa, solo conocida por el oráculo de Delfos e intuida por el ciego Tiresias, guía el triste destino que empuja a Edipo a matar a Layo, su padre, y a terminar compartiendo lecho de amante con Yocasta, su madre. La vida se convierte así en un extravagante antojo de las Moiras que juegan con el hilo de la existencia con el mismo delirio con que guían a las naves de Ulises en su regreso a Ítaca. Ejemplo de ello es Manuel González Capón.

Para otros, sin embargo,  los desenlaces biográficos vienen marcados por la sospecha, más determinante cuanto más luctuoso y trágico es su final. Su discurso se articula a partir de la defenestración de la víctima que, en última instancia, por alguna razón oculta, no dejará de ser responsable último de su triste destino. Quienes así piensan suelen estar lejos de las sublimes regiones de la poesía, para poblar los lodazales de la complicidad o, incluso, el estercolero vital de los mezquinos. Manuel González Capón, alcalde de la lucense localidad de Baralla y diputado provincial del PP, nos daba estos días un buen ejemplo de esta siniestra comunidad, al mostrar su convicción en que algún pecado sospechado se encontraría detrás de los miles de condenados por Franco, capaz de dar sentido a la detonación final que segó sus vidas.

No faltan, igualmente, como Manuel González Capón, quienes conciben el provenir como una carrera de obstáculos, solo superable sobre las alas de la traición. Es el caso de algún cercano y adúltero monarca, cuya ensalzada biografía consiste en aferrarse al trono y el dinero a costa de renegar de su padre (conscientemente, lejos de la ciega fatalidad edípica) y jurar pragmática lealtad por igual tanto a un Caudillo por la gracia de Dios, como un pueblo soberano. Estos profesionales de la perfidia -como los pícaros que exhiben sus tullidos miembros para despertar la misericordia- contarán con las páginas de papel cuché para proyectar sus muñones de ambición transformados en pretendido carisma con el que incitar la devoción de sus súbditos.

Tampoco es extraño encontrar en las altas esferas de la sociedad a quienes presentan el mañana como esa cándida esperanza que nos aguarda tras un incierto horizonte en caduco tecnicolor. Ahí se encuentra el ámbito de los cínicos, aquellos que como el FMI o Mariano Rajoy nos auguran un despertar feliz siempre que accedamos a despojemos de nuestros egoístas derechos, renunciemos a nuestros míseros salarios o comprendamos, por fin, que ser despedidos es el paso necesario e imprescindible para mañana encontrar trabajo.

Por último está el resto de los mortales. Son aquellos que no se enfrentan a los enigmas existenciales de la Esfinge, sino a los cotidianos problemas de cada día. Son los que ya están hartos de sospechas, cansados de tantos cómplices, mezquinos, traidores y cínicos. Por el contrario, ellos carecen de explicaciones acabadas, de bellas teorías o retorcidas creencias, pues no tienen tiempo para elucubraciones. Y por eso mismo, aunque todavía no lo sepan, son los únicos que tienen el destino en sus manos.

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