altSentada alrededor de la mesa con toda la familia, la pequeña Martina volcó el contenido de la lata con las uvas de la suerte en un plato de postre. Antes tuvo cuidado de utilizar la tapa para vaciar el líquido en un vaso y así evitar que el almíbar cayera con aquellas pequeñas bolitas verdes, “peladas y despepitadas”, como rezaba la etiqueta. Una, dos, tres, cuatro…,

 

 

 

 

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Sentada alrededor de la mesa con toda la familia, la pequeña Martina volcó el contenido de la lata con las uvas de la suerte en un plato de postre. Antes tuvo cuidado de utilizar la tapa para vaciar el líquido en un vaso y así evitar que el almíbar cayera con aquellas pequeñas bolitas verdes, “peladas y despepitadas”, como rezaba la etiqueta. Una, dos, tres, cuatro…, empezó a contar mentalmente Martina hasta que gritó:

 

-¡Mamá!, aquí hay trece uvas.

 

-Pero cómo va a haber trece uvas, Martina, si cada año compramos la misma marca y siempre han sido doce, no ves que las cuentan varias veces, prueba de nuevo, chiquilla.

 

Y Martina volvió a contar esta vez en voz alta.

 

-…doce y trece, ves mamá… ¡no me he descontado, son trece!

 

La abuela la miró con expresión ceñuda y la espetó:

 

Jovencita, que no se te ocurra volver a levantar la voz y, sobre todo, no te comas trece uvas, si no quieres que una maldición caiga sobre esta familia.

 

La niña, con voz queda, dijo que , mientras se arrellanaba en la silla. La anciana, con la mirada torva, volvió a dirigirse a la pequeña:

 

Cuando me respondas, que sea alto y claro, que parece que le estés hablando al cuello de tu vestido. Y ¡por Dios!, siéntate como una señorita.

 

El miedo cubrió el dulce semblante de la niña. Aquella mujer enlutada la infundía más que miedo, terror, no sólo con sus regañinas, sino también con las macabras historias que le contaba. La abuela Constanza era consciente de ello, era su forma de educar a sus nietos, así lo habían hecho con ella, así lo había hecho su difunto marido golpeándola cuando llegaba borracho, así era el régimen político en qué vivió, donde al miedo se le llamaba respeto y a la represión, física y moral, educación.

 

Martina apartó hacia el borde del plato el grano de uva que sobraba. Y en la televisión comenzaron a sonar los cuartos del reloj de la Puerta del Sol, y luego los: dong, dong, dong, dong… Cuando sonó la campanada número doce, Martina miro de reojo a su abuela, que en ese momento levantaba la copa para hacer el tradicional brindis con los demás miembros de la familia. Mientras la sidra achampañada se deslizaba burbujeante por el gaznate de la vieja, la chiquilla se comió la uva que hacía trece…

 

La anciana posó la copa en la mesa y sus ojos vidriosos se quedaron mirando al infinito, para después caer fulminada por un infarto.

 

Hoy Martina es una mujer adulta, con una posición económica envidiable, gracias a sus matrimonios con varios banqueros. Algunos la llaman la “viuda negra” de la Noche Vieja.

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