En las calles empedradas de Saint-Malo, donde el mar Atlántico azotaba las murallas medievales con furia eterna, Marie-Laure LeBlanc navegaba por un mundo de sombras eternas. Ciega, desde los seis años, había aprendido a mapear la realidad con los dedos y los oídos. Su padre, cerrajero del Museo de Historia Natural en París, le había construido maquetas minuciosas de la ciudad, con cada casa, cada torre y cada calle talladas en madera. «El mundo es un rompecabezas, Marie-Laure», le decía. «Incluso en la oscuridad, puedes encontrar las piezas».

Pero la guerra había roto ese rompecabezas. En 1940, cuando los alemanes invadieron París, huyeron a Saint-Malo, al hogar del tío abuelo Étienne, un recluso que vivía en una casa alta y estrecha frente al mar. Étienne era un hombre roto por la Gran Guerra, obsesionado con las radios que emitían señales desde el éter. Marie-Laure, ahora de dieciséis años, pasaba las noches escuchando sus transmisiones clandestinas: números codificados, poemas en francés, mensajes de resistencia. «La luz que no vemos», murmuraba Étienne, refiriéndose a las ondas invisibles que unían el mundo.

La ocupación nazi había transformado Saint-Malo en una fortaleza. Soldados alemanes patrullaban las murallas, requisaban alimentos y radios. Marie-Laure se movía como un fantasma, guiada por el bastón que su padre le había tallado antes de desaparecer en una redada. Él había sido arrestado al intentar regresar a París, y desde entonces, ella guardaba un secreto: un diamante maldito, el Mar de Llamas, escondido en una maqueta de la casa. «Protégelo, pero no lo mires», le había dicho su padre. Era una piedra legendaria, supuestamente capaz de conceder inmortalidad, pero que traía muerte a quien la poseía.

A cientos de kilómetros, en las minas de carbón de Zollverein, Alemania, Werner Pfennig crecía en un orfanato rodeado de humo y pobreza. Huérfano desde los ocho años, junto a su hermana Jutta, había descubierto su don para las radios. Desarmaba aparatos rotos y los hacía cantar con voces lejanas. «Las ondas viajan a través de todo», le explicaba a Jutta. «Incluso a través de las paredes del mundo».

La guerra lo reclamó temprano. A los catorce, su talento lo llevó a una academia nazi, donde lo entrenaron como ingeniero de comunicaciones. Werner, con su cabello blanco como la nieve y ojos azules, se convirtió en un engranaje de la máquina bélica. En 1944, a los dieciocho años, fue enviado a Francia como parte de una unidad especial: rastrear transmisiones de la Resistencia. Su tarea era interceptar señales enemigas, triangular posiciones y llamar a los bombardeos. «Encuentra la luz invisible», le ordenaba su sargento, un hombre cruel llamado Volkheimer, apodado el Gigante.

Werner odiaba la guerra. En las noches, sintonizaba emisoras prohibidas, recordando las historias que Jutta le contaba sobre un mundo sin fronteras. Pero la obediencia era supervivencia. Su unidad se instaló en Saint-Malo, fortificando la ciudad contra el avance aliado. Los bombardeos aliados se intensificaban; el cielo se llenaba de aviones que soltaban muerte como lluvia.

Marie-Laure sobrevivía en la casa de Étienne, ahora un bastión de la Resistencia. Su tío abuelo transmitía desde el ático, recitando pasajes de Veinte mil leguas de viaje submarino intercalados con códigos. Marie-Laure lo ayudaba, memorizando números y girando diales con precisión ciega. «Somos como las conchas en la playa», le decía Étienne. «Frágiles, pero el mar no nos rompe del todo».

Una noche de agosto de 1944, los aliados bombardearon Saint-Malo. La ciudad se convirtió en un infierno. Bombas silbaban, edificios se derrumbaban, el fuego devoraba las murallas. Étienne murió en el ático, aplastado por una viga, pero Marie-Laure escapó al sótano, aferrada a su bastón y la maqueta con el diamante. El mundo se reducía a sonidos: explosiones, gritos, el rugido del mar. Estaba atrapada, sola, con provisiones para unos días. Para no enloquecer, imaginaba las maquetas de su padre: cada piedra, cada curva.

Werner y su unidad se refugiaron en un hotel requisado, pero una bomba los sepultó bajo escombros. Solo Werner y Volkheimer sobrevivieron, atrapados en un sótano con una radio rota. Werner la reparó con manos temblorosas, sintonizando frecuencias al azar. En medio del caos, captó una señal: una voz de niña recitando números en francés, seguida de un pasaje de Julio Verne. Era la transmisión de Étienne, ahora operada por Marie-Laure desde su escondite.

«La voz es como una luz», pensó Werner. Recordaba una emisión similar de su infancia, una profesora francesa hablando de ciencia. Trianguló la señal: provenía de una casa cercana, en la Rue Vauborel. Volkheimer, herido y hambriento, ordenó: «Encuéntrala. Podría ser un espía». Pero Werner dudaba. La voz no era de un soldado; era pura, vulnerable.

Los bombardeos cesaron temporalmente, dejando una ciudad en ruinas. Werner, armado con su rifle y la radio portátil, se arrastró por las calles destruidas. El aire olía a humo y sal. Encontró la casa de Étienne, medio derruida. Subió las escaleras crujientes, guiado por la señal que ahora emitía música: una grabación de Clair de Lune.

Marie-Laure oyó pasos. Su corazón latía como un tambor. Se escondió en el armario secreto del ático, donde guardaba la radio y el diamante. «No mires atrás», se dijo, recordando las palabras de su padre. Pero el intruso no era un saqueador. Escuchó una voz joven, en alemán, con acento suave: «¿Hola? ¿Hay alguien?».

Werner entró al ático, la radio en mano. Vio la maqueta de la ciudad, intrincada y hermosa. Tocó una torre, maravillado. Entonces, oyó un ruido. Abrió el armario y encontró a Marie-Laure, acurrucada, con ojos lechosos, fijos en la nada. Ella levantó el bastón como arma. «No te acerques», susurró en francés.

Werner retrocedió. «No te haré daño», dijo en francés torpe, aprendido en la academia. «Escuché tu transmisión. La radio… es como la mía».

Marie-Laure se tensó. Era un alemán, un enemigo. Pero su voz no era cruel; era como la de un niño perdido. «¿Eres el que rastrea señales?», preguntó.

«Sí. Pero no quiero… esto». Werner se sentó en el suelo, exhausto. Le contó de su hermana Jutta, de las radios que lo salvaron de las minas. Marie-Laure, cautelosa, habló de su padre, de las maquetas que le daban vista al mundo invisible. Compartieron pan rancio y agua. Fuera, la guerra rugía: sirenas, disparos lejanos.

Por horas, hablaron. Werner reparó la radio de Étienne, y juntos sintonizaron emisiones aliadas: noticias de liberación. Marie-Laure le describió el mar que no veía, olas como respiraciones gigantes. Werner le habló de las estrellas, constelaciones que guiaban a los perdidos. En ese ático destruido, sus mundos chocaron: la ciega que veía con el tacto, el soldado que oía lo invisible.

Pero la realidad irrumpió. Volkheimer, recuperado, subió las escaleras. «Werner, ¿la encontraste?». Vio a Marie-Laure y levantó su pistola. «Es una partisana».

Werner se interpuso. «No. Es solo una niña». Volkheimer dudó; la lealtad nazi chocaba con la humanidad. En ese momento, un bombardeo final sacudió la ciudad. Una bomba cayó cerca, derrumbando parte del techo. Volkheimer fue aplastado por escombros. Werner, herido, ayudó a Marie-Laure a escapar.

Corrieron por las calles en llamas, guiados por el bastón de ella y la intuición de él. Encontraron refugio en una iglesia semidestruida. Allí, Marie-Laure sacó el diamante de su bolsillo. «Tómalo», dijo. «Llévalo a París, devuélvelo al museo. No trae más que muerte».

Werner lo tomó, pero lo arrojó al mar desde las murallas. «No necesitamos maldiciones. Sobrevivimos con lo que no vemos: esperanza».

Los aliados liberaron Saint-Malo días después. Werner, capturado, fue enviado a un campo de prisioneros, pero sobrevivió la guerra. Marie-Laure regresó a París, donde encontró a su padre liberado. Años después, en 1950, se reencontraron en una conferencia sobre radios en París. Werner, ahora ingeniero pacífico, y Marie-Laure, bibliotecaria, reconocieron sus voces.

«La luz que no vemos nos unió», dijo ella.

Y en ese encuentro, entre sombras de guerra, encontraron una paz iluminada.

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Ingrid Asensio

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