Con una fotografía tenebrista, un ritmo pausado y unas frases elaboradas e inteligentes descubrimos a Max Zorn (Stellan Skarsgard) pronunciando una conferencia. El protagonista de la historia es un maduro escritor nórdico afincado en Berlín que ha llegado a Nueva York para presentar su última novela.

Nueva York es la ciudad donde despegó su carrera dos décadas atrás, protegido por una beca y un extravagante millonario que juega a la filantropía y al coleccionismo de arte moderno. También es la ciudad donde vivió el gran amor de su vida.

Pronto descubrimos que la profundidad del escritor no es más que una forma de retórica, y sus intenciones son tan espurias como las de cualquiera de los seres que se cuecen en el fuego lento de aquella hoguera de las vanidades.

Su interés en localizar a Rebecca (Nina Hoss), la amante a la que abandonó diez y siete años atrás, se ve favorecido por la suerte. La joven emigrante de la Alemania del Este que llegó a Estados Unidos para estudiar derecho, se ha convertido en una importante y rica abogado de la City, que no tiene ningún interés en recibirlo y que, cuando se produce el forzado encuentro en el vestíbulo del edificio donde trabaja, se comporta más como una estatua de hielo que como un ser humano.

Finalmente pasan un accidentado fin de semana en el lugar que da nombre a la película –la punta más oriental de Long Island– un sitio que frecuentaban en los tiempos felices. Pero el escritor, tan aficionado como es a citar anécdotas de su padre –un filósofo que nunca aprobó su la carrera literaria–, debiera de haber tenido presente a Heráclito y su famoso enunciado: ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río.

El director Volker Schlöndorff, héroe de lo que se llamó el nuevo cine alemán, con películas tan importantes en su haber como “El honor perdido de Katharina Blum” (1975) o “El tambor de hojalata” (1979), ha realizado en esta ocasión su película más personal y –reconocido por él– autobiográfica. Corriendo un riesgo innecesario, es sabido que a la crítica no les gustan los cambios de registro, los descoloca y obliga a volver a la casilla de partida. Por eso han actuado con cierta virulencia.

La película resulta agradable de ver; la historia, sin ser demasiado original, fluye acompañada por unos actores competentes; con una ambientación naturalista y algunas sorpresas, más dialécticas que de acción. Pero hay algo en el guión que está desenfocado, quizás sea el efecto de haber trabajado tres escritores (el propio director, Colm Tóibín y Max Frisch) en una historia tan intimista, pero uno espera que en algún momento aparezca Woody Allen explicando chistes, o Nicholas Cage buscando a un asesino…

El escritor de la película termina descubriendo que el mundo no gira en torno a él, y que ninguna mujer lo está esperando en el punto donde la dejó para retomar la relación a su voluntad. No basta pedir perdón. Así como no bastan los discursos complejos ni la introspección sicológica y moral en los personajes –tan bien vistos en otras artes– para crear una película redonda e inolvidable.

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