La crisis ha despertado la alarma de muchos que se consideraban a salvo. Y no lo están. Casi nadie lo está. A salvo de la miseria, de la extrema pobreza, no pasar hambre, de no tener dónde dormir. Ya no es una situación por la que pasan sólo personas con adicciones o con problemas mentales. Ahora son familias enteras, varias generaciones. En las grandes ciudades y poco a poco también en las pequeñas. Los servicios sociales cada vez más saturados y con menos fondos. Pero hay personas que por causas aleatorias lo tiene todavía más difícil. Como las personas con nacionalidades poco afortunadas o etnias no favorecidas.

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Es el caso de más de 100 familias que viven entre la M50 y la A3 de Madrid. En un pozo de marginación llamado ‘El Gallinero’. Unas 500 personas de las que la mitad son niños. Son gitanos rumanos. Posible causa por la que las autoridades municipales y autonómicas miran para otro lado. Sólo una veintena de voluntarios y unas pocas organizaciones tratan de convertir su situación en lo más digna posible. Como Paco, que me cuenta cómo convirtieron una traída de agua en la única fuente de todo el poblado. O Elena, que celebra haber conseguido que más de la mitad de los niños estén escolarizados.

Una meta que comparte Javi Baeza, de la parroquia San Carlos Borromeo. Por eso recorre las chabolas de El Gallinero convenciendo a madre y padres de la importancia de que sus hijos vayan a la escuela. Y por eso denuncia que la Comunidad de Madrid y el Ayuntamiento de Madrid no hacen lo que deben para escolarizarles. Desde inscribirlos en colegios concertados donde no dejan entrar a los niños por no llevar el uniforme o los zapatos en condiciones o, lo último, hacer llegar al poblado un autobús de menos plazas que chavales, dejando a algunos en casa.

Una casa hecha muchas veces con maderas, una situación peligrosa cuando cables pinchados para tener electricidad pasan por encima de las chabolas. “A esta señora se le quemó la casa hace poco”, explica Paco. “Nos costó hacerle entender que tenía que salir de allí por la toxicidad del humo”, completa el relato Elena. Seguimos recorriendo esta pequeña ciudad, esta vez con Paz y con Paco Pascual. Ambos son voluntarios, ella profesora de Arquitectura en la universidad y él maestro retirado de la Ciudad de los Muchachos. Se nota su vocación, las niñas y los más pequeños se acercan a ellos rápidamente. A todos los voluntarios les llaman por su nombre.

“Esa muchacha tiene 15 años y ya tiene dos hijos”. Me presentan a Verónica, que no para de sonreír y de mostrar dos dientes de oro. Nos acompaña en el recorrido y va señalando a algunos perros que juegan, un gato que busca comida y unas flores que han salido cerca de un montón de residuos. “¿Ves esta vaguada? –me indica Paco- Pues antes se podía cruzar al otro lado sin tener que bajar, de basura que contenía”. Se trata de una depresión en el terreno de unos 10 metros por 100 de largo. Después de muchas denuncias y mucha presión lograron que haces unos meses las autoridades limpiaran el poblado por primera vez. Las ratas eran una plaga.

Ahora son ellos los que quieren tomar decisiones y tienen un plan. Un plan para conseguir más dignidad en su comunidad, oportunidades laborales, para que tomen en cuenta sus deseos y para que los niños no pierdan lo poco que tiene, sus lazos efectivos. Un plan que según los diputados del PP en la Asamblea de Madrid es “impecable”, pero que según sus compañeros de partido en el ayuntamiento es “anacrónico”. Mientras, la Defensora del Pueblo pide la paralización de los derribos mientras no se pueda asegurar una vivienda para cada familia. Y mientras esperan, ven como los vecinos de la Cañada Real Galeana, a menos de un kilómetro de allí, sí que son considerados por las autoridades.

Por cierto, ¿os he dicho ya que este escenario está a sólo 14 kilómetros de la Puerta del Sol de Madrid?

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Periodista, vegana y mujer. Implicada tanto personal como profesionalmente en la defensa de los Derechos Humanos, Animales y en la Igualdad de todas y todos.

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