altMiles de españoles y españolas desearían poder indignarse porque la sentencia de la Corte Europea de Derechos Humanos deja libres a los asesinos de sus seres queridos después de haber cumplido una condena legal. Pero no pueden. De hecho, miles de españoles y españolas se conformarían con haber visto juzgados alguna vez a los verdugos de sus padres, tíos o abuelos, pero nunca los vieron

 

 

 

 

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Miles de españoles y españolas desearían poder indignarse porque la sentencia de la Corte Europea de Derechos Humanos deja libres a los asesinos de sus seres queridos después de haber cumplido una condena legal. Pero no pueden. De hecho, miles de españoles y españolas se conformarían con haber visto juzgados alguna vez a los verdugos de sus padres, tíos o abuelos, pero nunca los vieron. Incluso algunos se conformarían con que los criminales admitieran su drama y pidieran perdón. O, más aún, miles de españoles y españolas se conformarían con saber dónde están enterradas sus madres, tías o abuelas. Pero no lo saben o no pueden buscarlas.

 

No pueden porque aquellos asesinos, que empezaron a matar en 1936 y no dejaron de hacerlo de forma oficial hasta 1975 (y extraoficialmente algunos años más tarde), nunca fueron condenados, ni juzgados, ni pidieron perdón, ni identificaron los lugares donde yacen sus millares de víctimas con el rostro desencajado por el tiro de gracia. Tragarse todo ese dolor, después de haber soportado todo aquel terror, fue el sacrificio máximo que se exigió a esos millares de españoles y españolas en nombre de una concordia cívica sobre la que levantar una escuálida y amnésica democracia.

 

Paradójicamente, los mismos que calificaron de modélica transición aquella abnegación de los perdedores de la guerra civil y de todas las víctimas del franquismo, los mismos que se niegan a condenar la dictadura, con una altanería que en Italia o Alemania podría acabar en los tribunales, se encargan hoy de azuzar el resentimiento a propósito de la sentencia que anula la doctrina Parot. Poco importa para ellos que los asesinos hayan sido juzgados y hayan cumplido con creces su condena legal, ni que ETA haya entrado en la irreversible senda de la desaparición, ni que la izquierda abertzale reafirme día a día su apuesta por la vía política, ni que Arnaldo Otegi –encarcelado sin haber cometido un solo delito de sangre y dirigente clave en el cambio de rumbo del entorno abertzalehaya pedido perdón a la víctimas.

 

En realidad poco importan para algunos, ni tan siquiera, las víctimas. Ellas, como las víctimas del franquismo, o las de los GAL, el 11M o las del crimen de Alcacer, tienen todo el derecho individual a sentir rabia, indignación, resentimiento e, incluso, odio en sus entrañas. Pero cuando esos sentimientos, humanamente comprensibles, se convierten en material prefabricado para carnaza en el rio revuelto de los pescadores oportunistas, el resultado es nauseabundo. Y es que lamentablemente para la derecha española, política y mediática, las víctimas de ETA se han convertido en el salvavidas democrático al que aferrarse y ocultar su, en el mejor de los casos, ambigua relación con cuarenta años de dictadura. Peor aún, la violencia de ETA les ha permitido durante estos años legitimar las contradicciones mezquinas de la propia transición al proyectar y equiparar éticamente como “victimas del terrorismo” a Melitón Manzanas, Carrero Blanco o Ricardo Saéz de Ynestrillas con Miguel Angel Blanco, Manuel Broseta o Ernest Lluch. Así, unas veces como reclamo ideológico y otras como reclamo electoral, las víctimas pueden acabar, cegadas por su dolor, siendo víctimas de su victimismo.

 

Hace ya casi cuarenta años miles de españoles y españolas tuvieron que aceptar una condena de olvido a cambio de un proyecto de convivencia en paz. Hoy no esperan ver juzgados a los asesinos de sus seres queridos, ni confían en que el Gobierno extradite a los torturadores que reclama la justicia argentina. Solo aspiran a poder reivindicar con orgullo la memoria de sus muertos –asesinados por defender o aspirar a construir un régimen democrático- y, si es posible, enterrar sus huesos en una tumba digna. Las llamadas víctimas del terrorismo nunca han sido olvidadas por el estado ni la mayoría de la sociedad democrática, han visto juzgados y sentenciados a los responsables de su duelo y nadie cuestiona su derecho a la memoria. De ellos depende si quieren aportar su dolor para, como ocurrió entonces, construir esa nueva sociedad democrática que este país necesita con urgencia.

 

Cuatro años sin más muertos y el adiós a las armas definitivo de ETA supone una oportunidad irrenunciable para asentar las bases democráticas de un nuevo país integrador que todos los habitantes de estas tierras, viejas y castigadas, tanto necesitamos en estos tiempos de zozobra. En cualquier caso, ellos tienen derecho a no participar de este viaje que podemos iniciar colectivamente. Eso sí, a quienes no podremos perdonar nunca es a todos aquellos que pretenden utilizar su luto para frustrar nuestras esperanzas.

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