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La ofensiva del régimen de Bashar Al-Assad y la amenaza de bombardeo imperialista en Siria, junto con la brutal represión impuesta por los militares egipcios, señalan el momento más difícil que han vivido las revoluciones en el mundo árabe desde el estallido de la de Túnez, hace casi tres años. La contrarrevolución avanza de manera feroz y no acaba de surgir la imprescindible alternativa política revolucionaria para dar salida al clamor de justicia social y libertad, las reivindicaciones de los jóvenes y de los trabajadores que continúan pendientes. La izquierda internacional, que ha ignorado estas revoluciones o -siguiendo el castro-chavismo– se ha puesto abiertamente al lado de regímenes y de la reacción será cómplice, por activa o por pasiva, si finalmente todo ello acaba en derrota. Pero mientras la movilización continúe la historia no se habrá acabado: la revolución no ha dicho todavía la última palabra.

 

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En otros momentos, hemos escrito sobre el rol contrarrevolucionario del chavismo, que ha puesto por delante sus intereses petrolíferos para apoyar a dictadores sanguinarios como Gaddafi o Al-Assad mientras éstos exterminaban sus pueblos, abonando teorías conspiratorias absurdas. La lógica “de los enemigos de mis enemigos son mis amigos” no sólo es error sino una traición en toda regla.

 

¡Cómo suenan ahora de cínicas, algunas voces de la izquierda que claman ahora contra la “guerra” en Siria, después de más de 100.000 muertos, 6,5 millones de desplazados y el bombardeo sistemático de las zonas populares del país por las tropas del régimen! ¡Qué cinismo tienen quienes berrean ahora contra “la intervención”, como si Irán, Rusia y Hezbollah no hubieran “intervenido” sistemáticamente durante estos años en apoyo a Al-Assad”, así como lo han hecho Turquía, Arabia Saudita y El Qatar, armando los yihadistas, para aislar militarmente los grupos revolucionarios en el bando rebelde! El pueblo sirio soporta, desde hace casi tres años, guerras e intervenciones extranjeras.

 

Condenamos –que quede muy claro, condenamos– el bombardeo imperialista, pero desde un planteamiento en las antípodas del chavismo y el estalinismo, que se alinean con Al-Assad. Porque Siria no es Irak: en Siria hay una revolución, un pueblo levantado en armas que paga con sangre desde hace años la lucha contra una dictadura feroz. Si finalmente, el imperialismo ataca no será para derribar el dictador o para quitarle el petróleo, sino porque quiere cortar de raíz esta revolución y controlarla. O quizás el objetivo es sólo alargar la guerra hasta la destrucción de Siria. Cómo reconocía cínicamente Edward Luttwalk en el New York Times hace unos días, a los Estados Unidos no les conviene ni una victoria agobiante del régimen ni todavía menos su derrota a manos de unos grupos “rebeldes” que no controla, todo ello en la frontera norte de Israel. Para Obama, lo mejor es que continúe el desgaste de los dos bandos (¿cien mil muertos más? ¿Y qué?) Hasta que estén dispuestos a aceptar una salida negociada donde nada cambie, que mantenga intacto el régimen y asegure una salida “honorable” para Al-Assad. Pedir un proceso político y la negociación con este régimen no es otra cosa que legitimar un criminal.

 

Egipto hoy es el otro frente donde avanza la contrarrevolución, después de que los militares dieran, apoyándose en las masivas manifestaciones populares del 30 de junio, un golpe de estado que quiere imponer el regreso de la dictadura. También hemos condenado –sí, condenado– la feroz represión orquestada por los militares contra los Hermanos Musulmanes, en cuyas bases hay jóvenes y trabajadores que han confiado equivocadamente en una dirección reaccionaria pero que son imprescindibles para avanzar en la revolución en Egipto. Y ahora la represión llega a la izquierda, con la detención de Haizam Mohamedain, abogado laboralista y dirigente de los Socialistas Revolucionarios. La represión militar no sorprende a nadie. Pero lo más preocupante es que sólo los Socialistas Revolucionarios y el Movimiento del 6 de abril han rechazado el golpe militar. La mayoría de la izquierda ampara el poder del ejército: desde el Partido comunista hasta la socialdemocracia pasando por los dirigentes de la Federación de Sindicatos Egipcios, que ha asumido el Ministerio de Trabajo del gobierno golpista. Y con todo el viento de cara – y con el apoyo de los Estados Unidos, Arabia Saudí y Al-Assad– los militares han osado incluso recuperar Mubarak. Israel ha respirado tranquilo desde el golpe y se ha concentrado en defender que Estados Unidos no guardara la compostura cortando los 1.550 millones de dólares anuales con que sostiene al ejército egipcio a cambio de preservar la “paz” con el estado sionista.

 

Y todavía queda Túnez, la cuna del proceso revolucionario, donde la disputa entre las tres principales fuerzas no se ha decantado todavía. El gobierno islamista de Ennahda ha mantenido la misma política neoliberal e islamitzadora que Mursi en Egipto. La derecha del viejo régimen “reciclada” en Nidá Túnez se prepara para volver, si hace falta, bajo una fachada democrática, apoyándose  sobre el malestar de la gente porque las reivindicaciones de la revolución no han tenido respuesta. Y a la izquierda, el Frente Popular (FP) que agrupa la izquierda nasserista y revolucionaria y que había empezado a erigirse como referente. Y detrás de estas fuerzas hay los dos grandes poderes: el ejército (que ha sido el garante de la estabilidad pero, hasta ahora, ha evitado intervenir directamente en el proceso político) y la UGTT, principal fuerza organizada del país. Los asesinatos políticos de Chourki Belaïdi y Mohamed Brahmi, los dos dirigentes del FP, provocaron más movilizaciones que las que derrocaron Bien Alí. Pero en lugar de construir una alternativa revolucionaria, el FP, como en Egipto, propone un gobierno de “Salvación Nacional” con la derecha para sacar a los islamistas del poder. Confiamos que el ejemplo de Egipto, que se vio con tanta simpatía en Túnez, sirva ahora para dejar claro que combatiendo el islamismo político de la mano de las fuerzas reaccionarias, la izquierda entierra la revolución y se cava su propia fosa.

 

Analistas y medios de comunicación llenan páginas y páginas con complicadas consideraciones sobre la geopolítica del Próximo Oriente, que no son otra cosa que excusas para justificar el abandono de estas revoluciones. La coartada perfecta, o los árboles que no dejan ver el bosque: las monarquías islámicas (Arabia Saudí, El Qatar) contra las repúblicas laicas (Siria, Iraq, Egipto); la pugna regional entre la Arabia Saudí y Turquía; la guerra de satélites de Irán (que se enfrenta a los Estados Unidos a través de Hezbollah y Siria); la rivalidad secular entre chiitas y suníes, etc. Todo queda confundido en un marasmo de intereses contradictorios, con un solo mensaje: es una región muy complicada y peligrosa. El resultado de esto es la desconfianza de los pueblos y trabajadores en Europa que ha paralizado toda respuesta, por ejemplo, al horror de la masacre química en los barrios de Damasco. Incluso hay análisis desde la izquierda que llegan sin ningún pudor a una conclusión lapidaria: el Próximo Oriente es tan complicado que no valía la pena intentar una revolución. Más les habría valido a los pueblos afectados aceptar que su destino es vivir bajo la dictadura.

 

Sólo si ponemos en el centro del debate la lucha de clases podemos orientarnos en medio de esta aparente complejidad. Son las dinámicas de la revolución, y ahora, las de la contrarrevolución, las que marcan la pauta. Y al final, Al-Assad, los Estados Unidos, Arabia Saudita, Israel y los militares egipcios están todos al mismo lado de la barricada. En el otro, se encuentran los jóvenes, los trabajadores y los pueblos oprimidos. Así, no es tan complicado escoger bando.

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