Maria Meluck, al oír que buscaba a la condesa, la cogió con fuerza —estaba desmayada— y la llevó a un granero apartado donde se hallaba el maniquí, y por última vez recurrió a su arte: puso a la condesa en los brazos del maniquí que apretó sobre su pecho con una fuerza que nadie hubiera podido vencer. Meluck ordenó a la condesa que se callara, de lo contrario moriría, pero esta recomendación era inútil: la condesa se encontraba demasiado débil para poder hablar ni oír.

Cubierta la cabeza con el chal de Matilde, Meluck salió al paso de la multitud que buscaba a la condesa; reconocida como tal por la criada, fue igualmente conducida al lugar del suplicio.

Presidía Frenel, presa de la más violenta desesperación; tenía a su lado a San Lucas. Prestar al conde una ayuda que le dictaba su corazón era ir contra la más simple prudencia. No obstante, se aprovechó de la autoridad que le daba su nombre de comisario, y como San Lucas se dispusiese a hundir su puñal en el corazón del conde, cogió a este y le salvó, al menos por un instante, pero nada hubiera detenido a San Lucas, si no hubiese descubierto a Maria Meluck, a la que habían quitado el chal, y que él reconoció al instante.

—Origen de mi oprobio —le gritó— causa de mis desgracias, dos veces en vano he querido conquistarte; lo consigo ahora, que soy un miserable pobre pichón. ¿Por qué has venido a caer en mis manos para que te retuerza el cuello?

Maria Meluck, sin dignarse echar una mirada al infame San Lucas, dijo a media voz a Frenel:

—No os pido que me hagáis vivir una hora más, pues no podríais prolongar mi existencia un minuto siquiera; pero os suplico que preservéis aquel castillo del incendio y que salvéis a una pobre madre que está encerrada en el granero, apretada entre los brazos de la muerte.

Acababa apenas de hablar, y Frenel se disponía a salvarla con riesgo suyo, cuando San Lucas, que se había puesto más furioso por su desprecio abrumador, le hundió el cuchillo en la espalda y la tendió muerta a sus pies.

Frenel vio, pero demasiado tarde, una de sus predicciones cumplidas: quería vengarla de su verdugo cuando una nueva desgracia distrajo su atención. En el momento en que Maria Meluck recibía el golpe mortal, el conde caía muerto sin herida aparente.

Las predicciones de Meluck continuaban realizándose; había dicho que sus dos existencias estaban inseparablemente unidas y que él no podría vivir sino para ella. Este nuevo acontecimiento hizo reflexionar a Frenel sobre las últimas palabras de Meluck. Reunió a algunos de los principales habitantes del lugar, y les ordenó, en nombre del pueblo, que consideraran aquel castillo como propiedad de la nación y lo preservaran de todo golpe. Quizá no hubiera sido respetada esa orden si aquella salvaje muchedumbre, fatigada por los excesos del día, no se hubiera dispersado por las casas de la aldea para descansar un rato.

Frenel aprovechó el momento de calma. Se introdujo en el castillo imaginando que aquella madre de la que le había hablado Maria Meluck no era otra que la condesa; quería salvarla, después de eso consideraría su vida como terminada, ya que acababa de asistir a la muerte de sus dos amigos. Pronto dio con el granero, que estaba cerrado con llave; hizo saltar la cerradura, pero cuál no sería su espanto cuando vio, con las primeras luces del día, a la condesa estrechada en los brazos de su marido, al que un momento antes había visto morir. Pero enseguida reconoció, por sus ojos fijos, la imagen que ya una vez había decidido la suerte de esta casa; la condesa desmayada estaba entre los brazos del maniquí y era doloroso destruir la imagen de su amigo, al que no había podido salvar en persona; sin embargo, la necesidad era imperiosa. Decidióse a hacer pedazos el maniquí, pero lo mismo que no es posible desembarazarse de una serpiente que os enlace, sino oponiendo la vida, así Frenel no pudo, a pesar de todas sus precauciones, herir a Matilde. El dolor causado por esta leve herida la hizo volver en sí, y debió tomar a Frenel por un asesino encarnizado del conde.

En medio del peligro debe tomarse una resolución sobre la marcha; más tarde, el corazón quisiera volver con frecuencia sobre lo que el peligro nos ha mandado hacer, pero la angustia no tiene tiempo de titubear. El deseo de salvar a sus tres hijos hizo que Matilde se olvidara de decir un último adiós a su marido y a su noble amiga. Se alejó del castillo como si abandonase Sodoma: sin atreverse a mirar detrás de ella.

Frenel la acompañó, la cuidó con incansable abnegación y la condujo hasta Suiza, a casa de unos parientes acomodados que recibieron a la infortunada con los brazos abiertos.

Desde el día de la matanza, Frenel había sido presa de una tristeza sombría. Un atardecer que refería a Matilde los detalles de aquel día horrible, juró que se despreciaría siempre por haberse hecho matar en vez de presidir la muerte de su amigo; la condesa procuró consolarle, pero fue en vano. Cuando ella se hubo alejado, abrazó cariñosamente a los niños, les dijo que iba a partir por algún tiempo, y que no le esperase a cenar, que iba a comer la comida que se merecía. Así se despidió de ellos. Matilde llegó en ese momento; le oyó con inquietud hablar de su partida y le recordó que, al menos, había salvado a sus hijos, que la había consolado con su presencia, que estaba inquieta de verle alejarse, pero nada de eso pudo retenerle.

Al día siguiente se recogió el cadáver de Frenel a una legua de la casa. Se había arrojado sobre su espada. A su lado se encontró una carta. Decía que se había hecho justicia con su propia mano en un camino público por donde pasa la alegría, lo mismo que la desgracia, para que el recuerdo de su sangre derramada no turbase a ninguno de los pacíficos habitantes de aquel país feliz al correr sobre su tierra.

¿Como describir el dolor de la condesa cuando recibió este último golpe que le recordaba tan dolorosamente los que había recibido sobre sus más tiernos afectos?

La tranquilidad estaba restablecida. Matilde había recobrado sus bienes con sus hermosos hijos, pero todo esto no era nada para ella. El que cree poseer el universo, y el que se considera como que nada posee, en él, son dos grandes caracteres. Pero lo que yo puedo llamar un sentimiento admirable, es el sentimiento completo de la nada con respeto al mundo, sentimiento que ella me hizo ver durante el tiempo que estuve a su lado y mientras sus dos hijos se hallaban a la muerte. El cielo se los ha conservado. Salvo este sentimiento de su nada, no había conservado más que un solo sentimiento: el respeto por su terrible Meluck, respeto que manifestaba en todo momento y que con frecuencia le hacía salir del silencio que reinaba en su corazón. Cuántas veces me hizo admirar aquella alma verdaderamente oriental que prefirió ser la profetiza de una familia a la que su pasión la había unido, en tanto que hubiera podido ser la profetiza de Oriente y predecir todo el siglo que se preparaba.

Comparte: