Estaba admirado. Y es que Manolo, hombre de ciudad, no descubrió hasta entonces que era conocido y muy admirado en toda su tierra. ¡Cómo le gustaría quedarse a vivir entre esta gente sencilla!

Había mejorado mucho durante este mes que había pasado, pero a Manolo, pobre, se le acababa el dinero y tendría que irse.

Se despidió de aquella tertulia de admiradores, que se había formado con su llegada y que había animado con su conversación.

Unos amigos supieron que se iba porque su situación económica era precaria, y le hablaron al dueño de la fonda para que, amablemente, le ofreciera quedarse una temporada más. Ellos pagarían: querían retener con ellos a ese gran artista de espíritu despierto, inteligente y noble.

manolo hugué

De vez en cuando iba a Barcelona en ferrocarril.

Un día se le presentó el dueño de un garage que tenía autos de alquiler, y le ofreció sus servicios.

—Ya me gustaría, ya: con este artritismo encima me es muy incómodo caminar. Pero usted sabe…

—Mire, señor Manolo: usted pagará cuando pueda. Ahora a curarse. Cuando quiera un coche, avise y no se preocupe, y que conste que me enfadaré si lo veo andar otra vez a tomar el tren.

Más que las aguas termales —decía él— me ha curado esta gente que me han disputado para agasajarme.

Su paseo favorito era la carretera de Granollers. Los ceros llenos de viña, los bosques de pinos, los torrentes olorosos de espliego y retama, contrastaban con el París gris de su juventud.

En uno de esos paseos se desvió por un sendero que serpenteando subía a un cerro. Una payesa lo invitó a descansar y a merendar. Hizo un elogio del lugar y dijo que le gustaría tener una casita en aquel sitio.

Su deseo, manifestado a la payesa, se supo, y a los pocos días unos vecinos con mucha cortesía le manifestaban que si se quería quedar en Caldas le regalarían un terreno, en el lugar que más le gustara.

Un maestro de obras se ofreció a construirle la casa, en condiciones que ya establecerían, como él quisiera, cuando ya la habitase.

Y el gran Manolo, al que un día vimos llegar a Caldes de Montbui, derrotado físicamente, tenía ya su casita de campo alegre, clara, soleada, donde recibía a los amigos, conversaba, pintaba, hacía escultura, y construyó unos gallineros, según él, como universidades.

Una de las muchas veces que lo visité era de noche: le llevaba una canasta de fruta. Bob, un perro lobo que tenía, les anunció mi llegada. Y me abrió la puerta «Totote», su compañera, a quien conoció en París y lo acompaño toda su vida. Y me hizo entrar.

Manolo estaba trabajando en una figura de «República» que tendría —en caso de ganar el concurso— que coronar el monumento a Pi i Maragall erigido en el Paseo de Gracia de Barcelona.

Los amigos de Caldas lo habían hecho decidir y más que los amigos, la sirvienta, que ahora le servía de modelo.

Manolo me explicó: «imagínate que yo ahora estaba preocupado y me lamentaba ante «Totote» de la imposibilidad de traer una modelo a Barcelona, y de la falta de medios para pagarla, cuando esta chica que tomamos como sirvienta y que nunca quiso cobrar sueldo con tal de poder vivir con nosotros, me dijo muy ruborizada: ¿Serviría yo, señor Manolo?»

Pero a Manolo no le interesaba mucho hacer monumentos. Su ilusión desde muchos años era hacer uno solo. Aquí mismo —me decía—: a la memoria de un gran catalán ilustre: a un hombre que cantó como no lo hizo ningún otro catalán, la luz radiante, la limpidez, la tristeza de nuestras montañas, el azul del cielo y nuestro mar, los campos, las fuentes, la tierra…

Este hombre —añadía Manolo— tendría de ser homenajeado perpetuamente en plena Naturaleza…

Manolo soñaba crear en piedra, sobre uno de los cerros suavísimos del Vallès, «La vaca cega».

Qué hermoso hubiera sido poder juntar estos dos nombres: Maragall-Manolo Hugé.

*Publicado el 15 de abril de 1944 en Correo Literario.

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